PARA que lo leáis
ahora, mas, sobre todo,
porque os valga
de consuelo tal vez cuando
la vida,
pasada ya la juventud,
menos hermosa sea y
vuestros ojos miren
hacia atrás con nostalgia,
dejo aquí, en breve apunte,
el buen recuerdo
de esa mañana de verano en
Roma:
la súbita tormenta que
mientras paseábamos
nos sorprendió en el Foro;
las palabras alegres y las
risas
bajo aquel cobertizo en que
hallamos refugio;
la jubilosa lluvia
resbalando
sobre las viejas piedras.
Y, al poco, el sol radiante
que de nuevo reinaba
en la ciudad y en nuestras
ilusiones.
ABRIL, con cuánta alegría
van y vienen por tu cielo
las golondrinas.
Vienen y van, van y vienen,
mas lo que en el cielo
escriben
nadie lo entiende.
Quién entendiera
semejante misterio:
la primavera.
HOY me llegó tu carta. En ella veo
muchas palabras tristes
y una luz recordada, un
fuego fatuo
que da dolor al corazón y
quiere
ayudarlo a latir al mismo
tiempo.
¿Por qué, dime, por qué no
se detuvo
el curso de las horas? ¿Es
posible
que nada, nada quede de
aquel sueño
juvenil, de la efímera
ilusión
de ser del todo libres
bajo un cielo benigno que
con su luz de oro
ungía nuestras vidas y nos
daba
sus misteriosos dones?
Tal vez somos distintos,
mas no cambian
los deseos —tan vanos— de
regresar a ese
reino lleno de música y
prodigios,
isla de la verdad, tiempo
de gracia,
en que la plenitud vino a
posarse
fugazmente en el árbol
desvalido
de nuestra dicha.
Ahora,
al leer tus palabras, he
sabido
que no podré vivir de nuevo
horas tan llenas
de todo lo que importa, que
jamás
florecerán las lilas como
entonces
ni existirá ocasión
de ser de nuevo jóvenes y
dueños
de toda la alegría.
Consuela,
sin embargo,
la certeza de haber estado
vivos
alguna vez, pues mucho,
mucho vale
en los días sin luz la fiel
memoria
de aquella primavera en que
agotamos,
como inocentes cómplices,
los momentos postreros y
más dulces
de nuestra juventud.
No te
deseo
ventura semejante, porque
sé
que ya no la tendrás (la
vida suele
negarse a que dos veces en
un alma
arda idéntico fuego). Mas
quisiera
desearte la paz que los
piadosos dioses
dan, cuando a bien lo
tienen, a quienes los sirvieron.
SÓLO palabras tienes, y con ellas
has de decir el mundo, la
infinita
variedad de las cosas.
Necesita
el azar tu destino, y las
estrellas,
tu amor para cumplirse.
En las
más bellas
horas de plenitud, en esa
cita
mágica en la que el cielo
precipita
sobre un papel sus signos,
las querellas
de la voz y el silencio se
deshacen.
Y un mar ya en calma lleva hasta la orilla
la música escuchada, o su
eco vivo.
En la arena las aguas se
complacen,
se muestra el ser y para
siempre brilla
en tu verso un momento
fugitivo.
VA el niño por el campo.
Se detiene debajo de un
almendro.
Oye cantar. Descubre entre
las ramas
un nido de jilgueros.
EN medio del camino, hoy, viernes, día
veinticuatro de junio,
justo cuando
muy a pesar de mí cumple mi
vida
su trigésimo quinto
aniversario
y un cálculo optimista
me hace pensar que acaso
de la suma de años que
prevista
tienen las Parcas para mí y
el Hado
tan sólo la mitad —a la
deriva,
casi sin darme cuenta— he
malgastado
y otra mitad, la menos
divertida,
queda para hacer algo,
escribí estas palabras
mientras iba
lentamente la tarde
declinando.