cine
chamartín
en medio de
la película ¾romanos o cowboys—
un acomodador, sobre la gente apretujada,
absorta,
lanzaba un perfume, entre higiénico y barato:
Ozonopino Rui-Ram. Recuerdo los anuncios.
La multitud del cine (niños, abuelas,
obreretes,
soldados, viejos, maritornes, sapes,
frescachonas)
comía bocadillos, chocolate, restos de
tortilla
o calamares fritos, olor que se juntaba a sus
olores, porque ducharse era infrecuente
y bañarse una vez por semana, un lujo fino.
Multitud del cine de barrio, con olores de
gato
y de sardina, de sobaco y arenques secos
y chorritos de pis infantil recorriendo el
suelo
entre papel de periódico con unte de aceite
deslucido.
Yo pasé muchas tardes de infancia en
un cine de barrio, sesión continua, felicidad no interrumpida.
Y ahora miro aquellas tardes lejanas,
cuando yo era niño mimado en un barrio pobre,
sabiendo que entre tanta oscuridad,
extrañamente, nunca entonces sentí frío.
(Y es justo en la mentira ser dichoso
quien siempre en la verdad fue desdichado.)
mina
en las noches de la niñez antigua
—aquellos años cincuenta provincianos—
yo dormía siempre con mi abuela,
en una cama grande, de colchón blando
(vellones de lana que en verano vareaban)
y blandas almohadas con puntilla...
A mí me gustaba acurrucarme a su lado,
apretarme a su cuerpo querido
de vieja mujer de pelo largo y blanco,
soñando en cuevas gratas, en perdidos
lugares de aventura... Su benigno calor,
mi ignorancia del drama entorno,
mi absoluto aceptar cuanto existía
—aquel benigno calor de mi abuelita anciana—
es parte (extraña parte) de la felicidad
de barrio, mimo y sueños de tebeo
que fue mi reino pobre y abolido.
(Alcé un tiempo destinos de altura
y oro antiguo. Pero mi sitio está
y estuvo con quienes siempre pierden.
Resistiendo y lejos, como la abuela
trabajadora y elegante con la que dormía.)
mujeres
del tiempo perdido
las modistas han desaparecido. Raro ¿no?
¡Hubo tantas! Mujeres generalmente solas
que así ¾cosiendo para otras mujeres—
se ganaban la vida. Humildes. Con horarios tan
largos o más
largos que el día... Sentadas en sillitas de
esparto
y siempre al lado la vieja Singer
pedaleando, al trepidar automático de la aguja
empujada,
en un cuartito lleno de forros y retales,
en casas sin calefacción que olían a carbón y
a cocido...
Pilar vivía y cosía en una casa vieja
en lo alto de un descampado, por Tetuán atrás, donde
todo moría.
Vieja ya, terminó yéndose a Australia
con sus hermanos, emigrantes de antiguo.
Sueño en Australia a aquella Pilar que conocí
de niño.
Ese pobre olor estrafalario de la vida.
Y me acuerdo de Maru. Que cosía ¾y fumaba—
en casa de su madre, entre hermanas muy
guapas,
con una hija no reconocida.
Maru impresionaba. Por las tetas enormes,
por la belleza sensual, porque fumaba rubio
americano
y andaba en chancletas con tacones...
Maru, un día a la semana ¾nunca el domingo—
no trabajaba. Era su día de farra y mala vida.
Día de asueto, alcohol y hombres.
Maru tenía mala fama y parecía no importarle
nada.
Aunque me producía una vaga aprehensión
—la atracción y el rechazo del reconocimiento—,
el muchachito que fui admiraba ya a Maru.
La que tenía una niña con solo un apellido.
La que ¾alegre y procaz— se ponía la vida por montera.
En otra casa corriente. Sin ahorro y sin
sobra.
Modistas. Mujeres de su casa. Economías
sumergidas...
La vida puede ser tan triste como aquellas
modistas.
Vida menesterosa, rancia, con olor a coliflor
hervida.
Vida de ranchos cortos y bombillas sin
lámpara.
Vida pertinaz, resistente, vacía.
Y de repente, Maru sale a escena.
Un vestido púrpura muy rojo. Medio ceñido y
sin mangas.
Maru le
pega una calada al pito y suelta:
«¡Se van a pegar por ti las lobas, chavalito!»
Maru, que algún dios salvaje y tierno,
alguno de nuestros comunes dioses,
golfanta hermana, te haya protegido.
Maru de ginebra y rubio americano.
Maru espectacular y humilde,
sin sumisión ni miedo.
Muchas veces sólo hay que abrir con decisión
la puerta rara de alguna habitación prohibida.
Maru, también fue modista.
películas
de romanos
cuando aún no había daño,
cuando el mundo podía parecerse a la merienda de por las tardes,
en el cine
(el larguísimo, hermosísimo cine de la
infancia)
yo siempre preferí a los perdedores,
a los otros, a los dañados. (Decían, los
malos.)
¿Identificaba el mal y la belleza,
antes de haber leído a Baudelaire, mi príncipe
verde?
¿O algo en mí intuía claramente
que el romo discurso de la justicia miente,
y que la bondad impuesta es peor que el mal
generoso?
¿O —más lejos— intuí ya,
sin estigmas ni visiones,
que mi sitio iba a estar con aquellos
que la caballería yanqui destruía?
Quise —de niño— ser un guerrero sioux.
Y un cansado y escéptico emperador romano,
con aires de Charles Laughton o de Ustinov.
Me gustaba Nerón, me gustaba Sitting Bull
y me gustaba Pilatos —sí—,
aquel romano frígido de todas las películas
que nos obligaban a ver en Semana Santa,
aquel romano que dijo:
«¿Y qué es la verdad?»
Dicit ei Pilatus: Quid est veritas?
Por la verdad —por esa verdad—
yo sería acusado. Por esa verdad morirían los sioux.
Por esa verdad caerían los romanos
y tantos como yo vería rodar, en los días y en
la Historia,
distintos, malos, lujuriosos, maliciosos,
gentes de otra laya y otra grey.
Nos dijeron: «Dios os condena».
Y los insultos se abrieron. Bueno, pero yo aún
no lo sabía.
¿Intuición, belleza, otra diferente búsqueda del
Bien?
En las tardes en que me sentí distinto,
resguardado detrás de los cristales
(como un zar que huye o una impía cortesana de
Bizancio),
yo giraba los anillos de mis dedos
y huyendo —porque mucho tuve que huir muchos
años—
me decía: Quid est veritas?
A los que poseen la verdad como se posee una
pistola
o como un insulto obsceno,
nunca los he querido. Me dan miedo. Los odio
todavía.
Yo también dije contigo, elegantísimo Pilatos,
Quid est veritas?
Y era un niño, un niño que iba al cine, y aún no sabía.