(De Fuera de Mí, 2004)
encaramada, grave y carmesí,
como una
oblea de infantil dibujo
en el
limpio paisaje de la noche,
llegó la
luna a Serra,
la luna
mayestática de agosto.
Sobre la
giba oscura de los montes,
sobre el
calmo jardín de nuestra casa,
sobre la
entera faz del hemisferio,
la
impertérrita y pulcra,
la
constante,
la
luminaria fiel de los veranos.
Caballera
en el éter, caballera
en su
potro celeste,
cabellera
anular del firmamento.
Nuestra
Señora de la niñez íntegra,
acógenos,
acoge
a estos
tus hijos solos del estío
bajo tu
elipse de misericordia.
Nuestra
Señora de las circunferencias,
púrpura
sol nocturno en nuestro anhelo,
ártica
majestad,
socórrenos,
socorre
a estos
tus pobres huéspedes en vela.
Tú que
riges las horas vehementes,
y el ritmo
pasional de los desmayos,
ampáranos,
ampara
a estos
tus hijos incondicionales.
Aréola del
pecho más desnudo,
la mi
luna,
la mi más
que sonámbula,
el punto
cardinal del almanaque.
Que
podamos volver, los aturdidos,
cien años
más para besar tus labios,
con igual
candidez y el mismo arrobo.
Cintila
una vez más,
cíclope y
pálida.
La mi
madre,
la mi muy
melancólica,
la mi más
que serena.
ágape
con determinación aventurera,
con
certidumbre de su maravilla,
con exceso de fe,
con el
exceso que la fe merece,
tracemos
un buen plan.
Con
abundancia de nuestro corazón.
Seamos
pródigos.
Dispongamos
las sillas en la sombra,
bajo la
caridad provecta de un olivo,
o al
perezoso escudo de una parra:
¿no veis
en la indolencia de esas uvas,
un brindis
vertical con cada grano?
¿No veis
transparentarse
todo el
azúcar próspero del cielo?
Démonos a
conciencia
el
merecido ágape, el banquete.
Comamos lo
supremo en lo más simple:
alta
conversación,
el pan
flamante
y el lustre
del aceite en su oro lánguido,
la madura
energía de tenernos,
la fruta
fresca,
el vino
inteligente.
Que corra
el vino hasta volvernos sabios
desde el
hondo saber de la alegría:
aquel que
mira el mundo envuelto en llamas
y canta su
holocausto, sin tormento.
Que no se
acabe el vino,
el animoso
vino de los fuertes,
antes de
habernos vuelto temerarios
en el amor
de cuanto está al alcance.
Y
celebrémonos.
Que
sobrevenga en el azar del día
la
perfumada sal de la concordia.
Y que
jueguen los niños, endiosados,
y
eduquemos la vida en su alboroto.
Cómo nos
merecemos nuestra fiesta.
No hay
nada de arbitrario en este obsequio.
Y
debatamos.
Que en
abandono cada cual profese
su mar del
desvarío:
la vida va
en su vela y boga plácida,
tanta
canción
aplaca las
tormentas.
Larga vida
a nosotros.
Convidados
de carne, buen deseo.
Buen
apetito en nuestras bodas últimas.
Que las
tantas del alma nos sorprendan
videntes
en afán, en ilusiones.
Y muera en
el exilio
cualquier
bituminoso pensamiento
que
pretenda ultrajar
el arrebol
de otra mañana invicta.
salutación
final
flores
para vosotros
A Vicente Gallego
para que no las marchitaseis nunca,
para que
no pudieran corromperse,
para que
en su entelequia no caduquen,
no las he
puesto aquí,
sino más dentro.
He cogido las flores sin cogerlas,
para que
se conserven en nostalgia,
para que
por deseo se emancipen.
Ni
siquiera son flores lo que os traigo.
Son la
flor de la flor, su maravilla.
Su
despacioso reventar
comprimido
en un soplo de pujanza.
El
hallazgo de todo su perfume
en un solo
suspiro de ebriedades.
El
concurrir de vuestros ojos limpios
al brote
inaugural de primavera.
Que
empalaguen el aire con su dulzor espeso.
Traigo
néctar de vida,
la miel
que nos resarce en la zozobra.
En la flor
de esta edad,
os he cortado
flores que no existen.
La prímula
que crece en parte alguna,
el azahar
de nadie,
la rosa de
los vientos.
La
balsámica flor, la flor etérea,
la
abstracta flor que aturde nuestras horas:
una línea
sin más,
la
vertical fragante en nuestro ensueño.
No quiero
daros flores que declinen.
Algo que
flota en algo os he traído,
nada que
huele a nada,
en este ramo.