Lugares
oye batir la
sangre en el oído
reloj de los rincones interiores
topo que trabaja galerías, gorrión
que corre ramas
desnudas del tubo del ciprés
no sabe
cómo de cálido es el manto
de la tierra, cómo bordea o mueve
piedrecillas, si en lugar más
espacioso
la madre amamanta topillos de la
nueva
camada, ciegos olisqueando, cuál
la temperatura
del hocico, de la ubre
ni cuánto tardan pétalos, hoja
rizada del roble en ser materia
del manto, cuánto hueso
de carnero o cuervo o plumas
en empastarse e ir bajando
cubiertos
de otro otoño, nuevo corte
de gente, mantillo, manto,
maternidad
desde
dónde, Perséfone, lo mira
lo contempla
en su corazón sintiendo cómo late
la sangre en el oído
–éste es el 91, éste es el
9, ¿qué número quiere encontrar?
–vete para allá, Guadalupe
–dile que no hay números abiertos
juntas tomamos la barca de la
noche, perdida
sigues, perdida miro
lo que merodea, amazona sin flecha
remisa y asustada, silenciosa,
con el ceño fruncido, tú, e
impulso
para caminar y caminar con tu
pasito
de potro
Olivos extraídos
de cuajo,
taladas las ramas y viajeros;
al adelantarlos miro
la tierra que conservan como parte
de sí, tierra roja, densa y
entreverada
de guijarros; muy blanca la
sección
de ramas y raíces, algo
irreal la simetría, impropia
de ancianos nudosos. Retengo
el coche en paralelo.
Indiferencia
o naturaleza, color de la sangre.
vino, posó sus
ojos, mil ojos,
en mí por un momento, luego
se fue, dejó dos de los suyos
en lugar de los míos, con ellos miro
varas de azucena florecidas,
rosales,
viejos celindos olorosos, un
moral,
Entantoquederrosayazucena llamamos
al jardín, acacia pianista de la
brisa
Como dormidos
iban, embebidos, llevando
por el ramal las vacas, amanecidos
casi.
De otro sitio, cetrinos, de
hermosura
perecedera. Esa vaca que brama
cierra la piel en sueño. Eras tú,
ensimismada y misma, piel y afanes
de la memoria. Había humedad,
calor,
brotaron mariposas, rojizas
emisarias
de levedad; hasta las vacas fuimos
sin saberlas allí, lentas,
rumiando
mediodía, doradas, casi enterradas.