Bajo esta luz de Nápoles
he dispuesto de mí como disponen,
sueltos por la bahía, confiados
en su vacío más que en el esfuerzo,
los veleros del aire que desplazan.
Esta luz, que es de sombra en la pared
inclinada al torcer
su cuerpo de serpiente
Via Pontano, arrastra
lo inviable a Rivera
de Chiaia, y lo señala,
vuelco de cajas,
con un rastro de sal y helechos secos.
Por esta luz desciendo cada día
al griterío abrupto de las madres
y las motos, al libre
ondear de la ropa en los balcones
y consiento este himno, esta bandera
de la patria viviente que me asalta.
Siento que me golpean
sin odio por las calles y hasta quiero
agradecer al hombre que me empuja
su apoyo, y el insulto al conductor
que compite conmigo y me reclama
vigilia. Me despiertan,
me van desperezando las hazañas
diurnas de la luz
rociada en la calle sobre alambres,
miradas, flores, restos de pescado.
Menos breve que el sueño
manso de las almejas embolsadas,
la vida me despide
en tantas direcciones,
en tanta opción cerrada que no sé
si acabaré encontrándome
al cabo donde estoy. Esta ciudad,
sepulcro de los cantos de Parténope,
donde llovieron llama y cenizas
bandas, gratas al dios ennubecido
por debajo del mundo, ¿es donde estoy?
¿Estoy en esta vista que descubro
y me descubre? ¿En esta luz que sólo
podría rechazarme con la muerte?
Aquí morir, nacer, es una fiesta,
vivir es una incógnita obligada.
Lo que empieza y acaba se celebra
con lágrimas de un mismo pensamiento.
Horrible es lo que sigue
atado a una venganza sin final
y sin principio. Salvatore,
vi tu esquela en la tienda
y tu fotografía en Il Mattino,
culpable del delito de poder
vivir más de diez años y acordarte.