Cuentos eróticos de Navidad

Yo heredé la dulzura de mamá y la bufanda de papá.

La bufanda la perdí en el primer bar de ambiente en el que entré en mi vida, y ya sólo me quedó dulzura. De todas formas, la bufanda me duró años, porque no entré en un bar de ambiente hasta meses después de que mamá se quitara el luto por papá, y el luto de mamá por papá duró exactamente lo mismo que nuestra guerra civil. Mamá me lo dijo cuando volvíamos del cementerio: «Le prometí a tu padre guardarle luto riguroso tanto tiempo como el que duró nuestra heroica contienda, así que durante tres años olvídate de regalarme por Reyes un pañuelo de cuello de seda natural, estampado con alegres motivos florales». A mamá le encantaban los pañuelos de cuello de seda natural estampados con alegres motivos florales, de manera que siempre le regalé por Reyes un pañuelo de esos. A papá, en cambio, le regalaba todos los años un cartón de tabaco, hasta que el pobre murió de cáncer de pulmón. A mí, los Reyes, mientras mamá y papá vivieron, sólo me ponían libros, para que tuviera una cultura y un vocabulario. Mamá y papá estuvieron cuarenta años sin ponerse nada por Reyes el uno al otro; la última vez que se regalaron algo fue en 1954, cuando yo tenía cinco años, y él le regaló a ella una caja de bombones con una tarjeta que ponía «Para que te endulces un poco, que buena falta te hace», y ella le regaló a él una bufanda. Me acuerdo perfectamente porque ese fue el año en que yo dije que quería que los Reyes me trajesen una muñeca, y los dos pusieron el grito en el cielo. Papá usaba la bufanda sólo un par de veces al año, en días de invierno algo especiales, aunque no fueran particularmente crudos, y por eso le duró como nueva toda su vida. Cuando papá murió, con los pulmones roídos de tanto tabaco, y yo heredé la bufanda, mamá me dijo «Ahora es tuya, pero resérvala, como él, para ocasiones especiales». Nada tan especial como entrar por primera vez en un bar de ambiente, una noche no demasiado fría de principios de marzo, así que me la puse sin sospechar que allí perdería para siempre lo único que heredé de papá.

El bar se llamaba Dunkerke y estaba en una calle estrecha y mal iluminada, próxima a la Gran Vía, a espaldas del Senado.

Había visto el nombre y la dirección del Dunkerke en una revista que compré en un kiosco de la Puerta del Sol porque en la portada salía, desnudo de cintura para arriba y con la bragueta del vaquero desabrochada, un chico que se parecía mucho a Paco Lagares, aquel vecino nuestro de cuando vivíamos en la calle Infanta Eulalia y que se disfrazaba de rey Gaspar para ponernos los regalos todas las noches de Reyes a su hijo Paquito y a mí. No pude resistirlo, a pesar de la vergüenza que me daba comprar la revista, y me fui a leerla a la plaza de Oriente, en un banco pegado a un aligustre o lo que fuera aquello, confiando en que nadie se fijara en mí. A la media hora me puse muy nervioso porque pensé que ya llevaba demasiado tiempo leyendo cochinadas, pero, antes de tirarla con mucho disimulo en una papelera, arranqué la página donde venía la lista de los locales de ambiente y me la guardé para aprendérmela de memoria cuando estuviera solo en mi habitación; la única dirección que conseguí aprenderme fue la del Dunkerke, un «bar de ambiente de gente mayor, con algunos jóvenes admiradores de la tercera edad». ¿Acaso no tenía ya la tercera edad encima? Dentro de nada cumpliría cincuenta años y mi aspecto era el de un señor elegante, sobre todo con la bufanda de papá anudada al cuello de un modo simpático, pero clásico. En el interior del Dunkerke, sin embargo, la mayoría de los hombres no eran elegantes, aunque sí mayores, y todos daban la impresión de querer retirarse a casa a una hora razonable. Había llamado a mamá al cerrar la peluquería y le había dicho que un buen cliente había llegado tardísimo y no me quedaba más remedio que atenderle, pero que no se preocupase que a las nueve en punto estaba en casa para cenar con ella, como todos los días. Después me di prisa porque el tiempo empezaba a pasar volando, y tuve la suerte de coincidir en la entrada del bar con dos cincuentones repeinados que olían una barbaridad a mezcla de cemento, así que dejé que uno de ellos llamara al timbre y, cuando abrieron, me pegué tanto a la pareja que el más gordo y bajito de los dos, que además era calvo, me miró de mala manera, pero por lo menos entré casi sin darme cuenta y sin que se me saliera el corazón por la boca por culpa del nerviosismo. Eso sí, en cuanto me vi allí dentro, rodeado de hombres que me miraron todos a la vez, sentí que me quedaba paralizado y empecé a sudar como si se me hubiera descompuesto de pronto el regulador de la temperatura, No sé cómo conseguí llegar hasta la barra, ni el tiempo que pasó hasta que el camarero, un carcamal con pinta de bailarín retirado en mitad de una representación y que se hubiese quedado con toda la pintura puesta para el resto de su vida, me preguntó qué iba a ser. Yo le dije, después de tragar saliva, que una tónica, y entonces alguien que había a mi lado me dijo lo que mamá me decía siempre, que la tónica es malísima para los gases. Le miré. Se parecía a Paco Lagares, nuestro vecino de la calle Infanta Eulalia que se disfrazaba de rey Gaspar todas las noches de Reyes. Era una cosa extraña, porque no se parecía nada al hombre que también se parecía a Paco Lagares y que salía con el torso desnudo y la bragueta desabrochada en la portada de la revista en la que descubrí la dirección del Dunkerke; supongo que los dos se parecían a Paco Lagares en cosas distintas. El de la barra tenía el mismo pelo rubio y ondulado de Paco Lagares, los mismos ojos de color avellana que miraban como quedándose a medio camino -como si les diera reparo mirar demasiado-, la misma boca de sonrisita guasona pero que a veces se fruncía durante unos segundos como si sintiera un pinchazo en los labios, la misma estatura y la misma combinación de corpulencia y ligereza -lo que le hacía parecer menos grandote de lo que era en realidad-, la misma edad -poco más de treinta años, una llamativa excepción en el Dunkerke- y, sobre todo, la misma voz, aquella voz granulosa y como con eco, como si cubriese las palabras -que siempre parecían un poco desajustadas conforme las iba diciendo- con crema tostada, aquella crema medio dulce y medio amarga que tan bien le salía a mamá. «Me llamo Antonio, ¿y tú?», me dijo, y yo le dije que me llamaba Plácido y nos dimos la mano. Tenía las mismas manos que Paco Lagares, unas manos grandes y carnosas, esas manos que yo siempre he pensado que tienen los hombres que trabajan en una carpintería, como Paco Lagares. Antonio no me soltaba y yo me acordé de cómo Paco me cogía las manos la noche de Reyes, cuando yo le preguntaba si por fin ese año me traía una muñeca, que era lo que siempre le pedía al rey Gaspar en una carta que escribía y echaba al buzón a escondidas, para que papá y mamá no pusieran el grito en el cielo. Antonio también me dijo que si no tenía calor con aquella bufanda amarrada al cuello como una toalla a un botijo para que se esponje, y entonces sí que me soltó la mano para desanudarme él mismo la bufanda y dejármela caída desde los hombros, con un estilo bastante mundano. Me contó que estaba casado y tenía un chiquillo, pero que nunca le habían llenado del todo las mujeres, y también estuvimos mucho tiempo callados, él mirándome con aquellos ojos de color avellana que parecían no atreverse a mirar demasiado, hasta que de pronto empezó a sonar Me desperté llorando entre tus brazos, y él me dijo «Vamos a bailar», y yo le pregunté muy apurado «¿Aquí?», y él sonrió antes de decir «Aquí mismo», y no sé cómo me vi abrazándolo por el cuello mientras él me abrazaba por la cintura, y empezamos a mecernos con mucha suavidad, como si no fuéramos nosotros los que nos movíamos, sino el suelo que se balanceaba delicadamente, y su pecho era cálido y fuerte como el de Paco Lagares, y sus brazos me apretaban por la cintura como cuando Paco Lagares vestido de rey Gaspar me apretaba contra la cama y me hacía cosquillas la noche de Reyes, y estaba duro por el mismo sitio que lo estaba Paco Lagares cuando yo me empeñaba en tocarle y él decía que no quería que le tocara, y empecé a bajar una mano para tocar a gusto lo que a Paco Lagares sólo pude tocarle de refilón las noches de Reyes mientras él trataba de convencerme de que le disgustaba que le tocase, pero entonces Antonio tuvo la mala ocurrencia de decir «¡Qué dulce eres!» y, claro, yo inmediatamente me acordé de mamá y miré el reloj y vi que sólo faltaban diez minutos para las nueve y reparé en que mamá estaría impaciente, tal vez angustiada, esperándome para la cena. Por eso me descompuse y me solté de Antonio de sopetón y le dije apuradísimo «Lo siento, tengo que irme», y él me dijo, con muy mal estilo de repente, «¡¿Pero vas a dejarme ahora, que tengo la polla que se me rompe?!», y eso la verdad es que me resultó muy sofocante, sobre todo porque el bailarín jubilado que ejercía de camarero no se perdía ni palabra, y dije, muy señor, «Por favor, suéltame, deja que me retire», porque me tenía agarrado por la bufanda, pero él iba a lo suyo, así que me preguntó, con un tono insinuante por completo fuera de lugar, «¿Tienes sitio?», y yo, como un catedrático, le espeté «Pórtate como un ser racional, por favor», y él perdió los papeles y dijo «Conozco una fonda aquí cerca, esta noche voy a dejarte preñado», y eso fue lo que acabó por darme ánimos para sacar fuerzas de flaquezas, porque a mamá podía darle algo si la pobre tenía que esperar a que yo quedase en estado interesante, y me solté de Antonio haciendo caso omiso de mi proverbial dulzura, aunque sin poder evitar que Antonio se quedase con la bufanda en las manos, y salí del Dunkerke dando empujones, que yo mismo no me podía reconocer, y así fue como perdí la bufanda, lo único que heredé de papá, si bien en cuanto me vi en la calle me recompuse y recuperé mi proverbial dulzura, y pude comprobar que mi proverbial dulzura seguía incólume. Llegué a casa con el tiempo justo para cenar.