Tratándose de ustedes

Los libros enfermos

 

La librería anticuaria El Globo olía a galeón de papel y a tinta difunta. Los volúmenes se alineaban en sus estanterías como náufragos puestos a secar, y todo parecía desprender humedad de letras rancias.

Arruza, el librero, deambulaba por aquella atmósfera de bodega de barco con un levitón de mezclilla, maltratando su astigmatismo con la lectura de los lomos, a los que acercaba su nariz de gancho como si quisiera comprobar el estado de descomposición de los volúmenes.

Justo en el instante en que Arruza manipulaba un viejo compendio de gramática, se abrió la puerta.

-¿Qué, le ha entrado algo?

Ignacio Junquera coleccionaba cualquier baratura encuadernada en pergamino, de modo que su biblioteca no sólo había adquirido el tufo del papel agonizante, sino también el propio del taller de un talabartero.

-Esta semana puede que me entre un lote. De convento.

Junquera se encogió de hombros y fue a sentarse en una banqueta.

-¿No tiene usted frío aquí, Arruza?

El librero, que ya consideraba rutinaria la visita quejumbrosa del bibliófilo, siguió ordenando los estantes, absorto en las meditaciones habituales de los de su profesión, y se detenía de vez en cuando en el hojeo de alguna pieza con la meticulosidad de un forense.

-Éste está hasta el cuello de hongos. . . Un Ibarra.

Y apartó el libro enfermo.

-Esta humedad acaba con cualquier cosa, Arruza. Casi todos mis libros los tengo abarquillados. Parecen sombreros.

-Pues fíjese usted en éste. Parece el ala de un pájaro disecado.

-Por cierto, Arruza, ¿sabe usted que ya está establecido el calendario para nuestra ronda de historias?