El pez dorado

1

 

Cuando tenía seis o siete años, me raptaron. En realidad no me acuerdo muy bien de cómo fue, porque era demasiado pequeña y todo lo que he vivido después ha borrado ese recuerdo. Es más bien como un sueño, como una pesadilla lejana, terrible, que se me repite algunas noches y me deja alterada durante todo el día. Hay una calle blanca por el resplandor del sol, polvorienta y va-cía, el cielo azul, el grito desgarrador de un pájaro negro y, de pronto, unas manos de hombre me arrojan al fondo de un gran saco y me ahogo. Lalla Asma fue quien me compró.

 

 

Por eso no sé cuál es mi verdadero nombre, el que mi madre me puso al nacer, tampoco el de mi padre ni el del lugar donde nací. Lo único que sé es lo que me contó Lalla Asma: que llegué a su casa una noche y que por eso me llamó Laila, la Noche. Soy del sur, de muy lejos, tal vez de un pueblo que ya no exista. Antes de eso no recuerdo nada, sólo esa calle polvorienta, el pájaro negro y el saco.

Después me quedé sorda de un oído. Fue mientras jugaba en la calle, delante de casa: una camioneta me dio un golpe y me rompió un hueso del oído izquierdo.

Me daba miedo la oscuridad, la noche. Recuerdo que algunas veces me despertaba y sentía que el miedo se deslizaba dentro de mí como una serpiente fría. Ni siquiera me atrevía a respirar. Entonces me metía en la cama de mi señora y me acurrucaba contra su espalda, para no ver ni oír nada. Estoy segura de que Lalla Asma se despertaba, pero no me echó de su lado ni una sola vez; por eso para mí era como si fuera mi abuela.

Durante mucho tiempo me dio miedo la calle. No me atrevía a salir del patio. Ni siquiera quería cruzar la gran puerta azul que daba a la calle, y, si trataban de sacarme afuera, gritaba y lloraba agarrándome a las paredes o corría a esconderme debajo de un mueble. Tenía unas migra-ñas terribles: la luz del cielo me desollaba los ojos y se me metía hasta dentro.

Incluso los ruidos de fuera me daban miedo. Me echaba a temblar cada vez que, en el barrio judío, el Mellah, oía un rumor de pasos en la callejuela, o una voz fuerte de hombre al otro lado de la pared. Pero me gustaban mucho los gritos de los pájaros al amanecer y los chirridos de los vencejos en primavera volando al ras de los tejados. En esta zona de la ciudad no hay cuervos, sólo palomos y palomas. Y a veces, en primavera, algunas cigüeñas de paso que se posan encima de una tapia y hacen tabletear su pico.

Durante años no conocí otra cosa que el pequeño patio de la casa y la voz de Lalla Asma gritando mi nom-bre: «¡Laila!». Como he dicho antes, no sé cuál es mi verdadero nombre, pero me he acostumbrado al que me puso mi señora, como si fuera el que mi madre eligió para mí. Pero también pienso que algún día alguien me llamará por mi verdadero nombre y que entonces me estremeceré y lo reconoceré.

Lalla Asma tampoco era el verdadero nombre de mi señora. Se llamaba Azzema y era judía española. Cuando estalló la guerra entre los judíos y los árabes, en el otro extremo del mundo, fue la única que no abandonó el Mellah. Se encerró detrás de la gran puerta azul y renunció a salir. Hasta que una noche llegué yo y todo cambió en su vida.

Yo la llamaba unas veces «señora» y otras «abuela», porque ella fue quien me enseñó a leer y a escribir en francés y en español, me inició en el cálculo y la geometría y me transmitió las bases de la religión —de la suya, en la que Dios no tiene nombre, y de la mía, en la que se llama Alá—. Me leía pasajes de sus libros sagrados y me enseñaba todo lo que no había que hacer, como soplar sobre lo que uno va a comer, poner el pan al revés o limpiarse las partes íntimas con la mano derecha. Me decía que había que decir siempre la verdad y lavarse todos los días de pies a cabeza.

A cambio, yo trabajaba para ella de la mañana a la noche en el patio, barriendo, cortando leña para el brasero o haciendo la colada. Me gustaba mucho subir a la azotea a tender la ropa: desde allí veía la calle, las azoteas de las casas vecinas, la gente que pasaba, los coches, e incluso, entre pared y pared, un trozo del gran río azul. Desde allí arriba los ruidos me resultaban menos terribles. Me parecía estar fuera del alcance de todos.

Cuando me quedaba demasiado tiempo en la azotea, Lalla Asma gritaba mi nombre desde la gran habitación llena de almohadones de cuero en la que permanecía todo el día. Me daba un libro para que leyera o bien me hacía dictados y me preguntaba cosas de las lecciones anteriores. Como recompensa, me dejaba quedarme con ella en la sala y me ponía los discos de sus cantantes preferidos: Um Kalsum, Said Darwich, Hbiba Misika, y sobre todo Fayruz, con su voz grave y ronca, y la hermosa Fayruz Al Halabiyya, que canta Ya Kudsu, y, cada vez que oía el nombre de Jerusalén, Lalla Asma se echaba a llorar.

Una vez al día, la gran puerta azul se abría y entraba una mujer morena y flaca que se llamaba Zohra y no tenía hijos. Era la nuera de Lalla Asma, que venía a cocinar un poco para su suegra y sobre todo a inspeccionar la casa. Lalla Asma decía que la inspeccionaba como si fuera un bien que heredaría algún día.

El hijo de Lalla Asma, Abel, venía con mucha menos frecuencia. Era un hombre alto y fuerte y siempre iba vestido con un elegante traje gris. Era rico, dirigía una empresa de obras públicas, trabajaba incluso en el extranjero, en España y en Francia. Pero, por lo que contaba Lalla Asma, su mujer le obligaba a vivir con sus suegros, una gente insoportable y vanidosa que prefería la ciudad nueva, en la otra orilla del río.

Siempre desconfié de él. Cuando era pequeña, me escondía detrás de las cortinas en cuanto lo veía llegar. Él se reía y decía:

—¡Qué salvaje!

Cuando me hice mayor, todavía me daba más miedo. Tenía una forma muy especial de mirarme, como si fuera un objeto que le perteneciera. Zohra también me daba miedo, pero de otra manera. Un día, al ver que no había barrido el polvo del patio, me pellizcó hasta hacerme sangre.

—¡Pordiosera, huérfana, ni siquiera sirves para barrer!

—¡No soy ninguna huérfana —grité—, Lalla Asma es mi abuela!

Se burló de mí, pero no se atrevió a perseguirme.

Lalla Asma siempre se ponía de mi parte. Pero estaba vieja y cansada. Tenía las piernas enormes y llenas de varices. Cuando estaba fatigada o se quejaba y yo le preguntaba: «¿Está usted enferma, abuela?», me hacía mantenerme muy recta delante de ella y, mientras me miraba, repetía un proverbio árabe que le gustaba mucho y que pronunciaba de una forma un poco solemne, como si tratara de traducirlo lo mejor posible al francés:

—La salud es una corona que llevan en la cabeza las personas sanas y que sólo ven los enfermos.

Ahora ya casi no me obligaba a leer ni a estudiar, ya no se le ocurrían ideas para los dictados. Se pasaba casi todo el día en la sala vacía viendo la televisión, o bien me pedía que le trajera su cofre de joyas y sus cubiertos de plata. Una vez me enseñó un par de pendientes de oro y me dijo:

—Mira, Laila, estos pendientes serán para ti cuando yo me muera.

Y me los puso en los agujeros de las orejas. Eran unos pendientes viejos y desgastados en forma de media luna. Y cuando Lalla Asma me dijo que se llamaban Hilal, me pareció oír mi nombre, me imaginé que eran los pendientes que yo llevaba cuando había llegado al Mellah.

—Te sientan muy bien. Te pareces a Balkis, la reina de Saba.

Puse los pendientes en su mano y, tras cerrársela, se la besé.

—Gracias, abuela. Es usted muy buena conmigo.

—Vamos, vamos —me dijo con aspereza—, que todavía no me he muerto.

Yo no conocí al marido de Lalla Asma, sólo sabía de él por una foto que ella conservaba encima de una cómoda de la sala, junto a un despertador parado. Tenía un aspecto muy severo e iba vestido de negro. Era abogado y poseía mucho dinero, pero era muy infiel y, cuando se murió, lo único que le dejó a su mujer fue la casa del Mellah y un poco de dinero en el notario. Cuando llegué a la casa, él todavía vivía, pero no le recuerdo, porque era demasiado pequeña.

 

 

Yo tenía motivos para desconfiar de Abel.

Un día, cuando yo contaba once o doce años, Zohra, cosa rara, llevó a su suegra a que la viera un médico o a hacer unas compras, no recuerdo bien. Abel entró en la casa sin que yo me diera cuenta; debió de buscarme primero dentro; al final me encontró en el cuartito del fondo del patio, donde estaban las letrinas y el lavadero.

Era tan alto y tan fuerte que ocupaba toda la puerta y no pude escaparme. En cualquier caso estaba tan aterrorizada que era incapaz de moverme. Se me acercó y empezó a hacer unos gestos nerviosos, brutales. Tal vez me hablara, pero yo había vuelto la cabeza del lado del oído izquierdo para no oírle. Era alto y ancho de hombros, y su frente desnuda brillaba a la luz. Se arrodilló delante de mí y empezó a palparme la ropa y a tocarme los muslos y el sexo con sus manos endurecidas por el cemento. Eran como dos animales fríos y secos que se hubieran escondido debajo de mi ropa. Tenía tanto miedo, que oía el corazón latirme en la garganta. De pronto volví a revivirlo todo: la calle blanca, el saco, los golpes en la cabeza. Y luego unas manos que me tocaban, que se apoyaban en mi vientre, que me hacían daño. No sé cómo lo hice, creo que me oriné de miedo, como una perra, entonces me quitó las manos de encima y se apartó de mí, y yo conseguí deslizarme igual que un animal por detrás de él, atravesé el patio gritando y me encerré en el cuarto de baño, porque era el único sitio que se cerraba con llave. Esperé con el corazón latiéndome desbocado y el oído bueno pegado a la puerta.

Le oí llegar y llamar a la puerta, primero suavemente, con las yemas de los dedos, después más fuerte, a base de puñetazos:

—¡Laila! ¡Ábreme! ¿Qué estás haciendo? ¡Abre, no te haré nada!

Luego debió de irse. Y yo me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la bañera de mármol que él había construido para su madre.

Después de mucho tiempo, oí voces detrás de la puerta, pero no entendía qué estaban diciendo. Volvieron a llamar, y esta vez reconocí la mano de Lalla Asma. Cuando abrí, debió de verme tan asustada que me estrechó entre sus brazos:

—¿Pero qué te han hecho? ¿Qué te ha pasado? —Yo me apreté contra ella al pasar por delante de Zohra, pero no dije nada.

—¡Lo que la ocurre es que se ha vuelto loca! —gritó
Zohra.

Lalla Asma no me hizo más preguntas, pero, a partir de ese día, no volvió a dejarme sola cuando Abel venía a casa.

 

 

Un día que estaba lavando unas legumbres en la cocina para la sopa de Lalla Asma oí de pronto un ruido muy fuerte dentro de la casa, como si algo muy pesado se hubiera caído al suelo y, a su paso, hubiera volcado una silla. Acudí corriendo y vi a la anciana tirada en el terrazo a todo lo largo. Pensé que estaba muerta, y ya iba a salir corriendo para esconderme en algún sitio cuando de pronto la oí gemir y gruñir. Sólo se había desmayado. Al caer, se había golpeado la cabeza contra la esquina de una silla y de su sien manaba un poco de sangre negra.

Temblaba de forma convulsiva y tenía los ojos en blanco. Yo no sabía qué hacer. Al cabo de un momento me acerqué a ella y le toqué la cara. Su mejilla estaba flácida y fría. Pero ella respiraba con fuerza alzando su pecho, y el aire, al salir, hacía temblequear sus labios con un extraño gorgoteo, como si roncara.

—¡Lalla Asma! ¡Lalla Asma! —le murmuré al oído. Estaba segura de que podía oírme desde donde estaba, aunque no pudiera hablar. Veía el ligero temblor de sus párpados entreabiertos sobre sus ojos blancos, y sabía que me estaba oyendo—. ¡Lalla Asma, no se muera!

En esto vino Zohra, pero yo estaba tan concentrada en oír la lenta respiración de Lalla Asma que no la sentí llegar.

—Idiota, bruja, ¿qué haces aquí?

Me tiró tan violentamente de la manga que me rompió el vestido.

—¡Ve a buscar al doctor! ¿No ves que mi madre está en las últimas? —Era la primera vez que se refería a Lalla Asma llamándole madre. Al ver que yo permanecía petrificada en el umbral de la puerta, se quitó una zapatilla y me la tiró—. ¡Vete de una vez! ¿A qué esperas?

Entonces atravesé el patio, empujé la pesada puerta azul y me eché a correr por la calle sin saber adónde iba. Era la primera vez que salía afuera. No tenía ni idea de dónde podría encontrar un doctor. Lo único que sabía es que Lalla Asma iba a morirse por culpa mía, porque no iba a encontrar a nadie que la salvara. Continué corriendo a lo largo de las callejuelas silenciosas. Hacía mucho calor, el cielo estaba despejado y las paredes de las casas muy blancas.

Fui de una calle a otra, hasta que al final llegué a un lugar desde donde se veía el río y, más lejos todavía, el mar y las velas de los barcos. Era tan bonito que se me quitó todo el miedo. Me detuve a la sombra de un muro y miré todo lo que pude. Era el mismo panorama que se veía desde la azotea de Lalla Asma, pero mucho más vasto. Abajo, en la carretera, había muchos coches, camiones y autocares. Debía de ser la hora en que los niños vol­-vían a la escuela por la tarde; caminaban por la carretera con sus carteras o sus libros sujetos con una goma; las niñas con las faldas azules y las camisas muy blancas, los niños un poco peor vestidos y con la cabeza rapada.

Era como si me hubiera despertado de un sueño muy largo. Cuando pasaban cerca de mí, me parecía oírles reír y bromear. Pensándolo bien, debía de tener un aspecto muy raro con mi vestido con la manga desgarrada y mis cabellos demasiado largos y rizados, como si viniera de otro mundo. A la sombra del muro, debía de tener mucho más aspecto de bruja.

Tomé una calle al azar, siguiendo la misma dirección que los colegiales, y después otra llena de gente en la que había un mercado con unas lonas extendidas al sol. En la entrada de una casa había un anciano trabajando en un puesto de tablones de madera; estaba sentado en el suelo, junto a una especie de mesa baja, completamente rodeado de babuchas. Con un martillito de cobre introducía unos clavos muy finos en una suela. Me quedé mirándole y él me preguntó:

—¿Quieres una belra? —Veía perfectamente que yo iba descalza—. ¿Qué quieres? ¿Acaso eres muda?

Al final, conseguí decir:

—Estoy buscando un doctor para mi abuela.

Primero se lo dije en francés, pero después, al ver que no me entendía, se lo repetí en árabe.

—¿Qué le pasa?

—Se ha caído. Se va a morir.

Yo misma me asombraba de estar tan tranquila.

—Aquí no hay ningún doctor. Pero puedes ir a buscar a la señora Jamila al fondac, allí. Es partera, tal vez pueda hacer algo.

Salí corriendo en la dirección que me señalaba. El zapatero se quedó inmóvil, con su martillito de cobre levantado. Me gritó algo que no entendí, pero que hizo reír a la gente.

 

 

La señora Jamila vivía en una casa inimaginable. Era un hotel en ruinas con los muros de adobe y una puerta cuyos batientes llevaban abiertos tanto tiempo que ya no podían cerrarse, bloqueados por el fango y los escombros. De la fachada, unos trozos de revoque mostraban que la casa había sido rosa en otra época. En ella sobresalían unas ventanas de madera y unos balcones carcomidos. A pesar de mi aprensión, entré en el patio.

El interior de la casa de Lalla Asma era un mundo organizado, riguroso, de una limpieza excesiva, y yo había pensado que todos los patios eran así. Pero allí, dentro del fondac, había un caos enorme. Se veía a gente dormitando por todas partes, a la sombra de los tejadillos o debajo de unas acacias secas. Había cabras, perros, niños, braseros que se consumían completamente solos, y, aquí y allá, montones de basura en la que escarbaban unas cuantas gallinas viejas que parecían buitres. Junto a los muros, todo alrededor del patio, los vendedores ambulantes habían amontonado sus fardos al abrigo de los tejadillos y, para vigilarlos mejor, se habían tumbado encima. Yo ni siquiera sabía lo que era un hotel. Mientras atravesaba lentamente el patio, sin saber qué dirección tomar, alguien me llamó con grandes gestos desde lo alto de la galería interior. Deslumbrada por el sol, escruté en la sombra de la galería y oí que alguien me decía:

—¿Qué estás buscando?

Al final vi a una mujer algo mayor vestida con una larga túnica de color turquesa. Fumaba apoyada en la barandilla y me miraba. Cuando le contesté que estaba buscando a la señora Jamila, me hizo un gesto con la mano y me dijo:

—Sube, la escalera está al fondo del patio, delante
de ti. —Al ver que no la había entendido, me gritó—: Espérame.

Me condujo a través de una gran habitación oscura donde había más fardos y gente descansando. Unos viejos jugaban al dominó en una mesa baja, con un gran narguilé a su lado. Nadie parecía prestarme atención.

En lo alto de la escalera, la galería estaba iluminada por los rayos de sol que entraban por las ventanas sin postigos. En el piso de arriba vivían unas mujeres muy raras. Algunas parecían jóvenes y otras eran de la edad de Zohra o mayores que ella. Eran gordas, tenían la tez clara, los cabellos enrojecidos por la henna, los labios maquillados y muy oscuros, y los ojos pintados con khol. Fumaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, delante de las puertas de las habitaciones. El humo de sus cigarrillos salía de la galería en sombra y bailaba al sol.

—Voy a buscar a la señora Jamila.

Yo me quedé en lo alto de la escalera, con un pie apoyado en el suelo del primer piso. Creo que sólo el miedo de volver sin el doctor a casa de Lalla Asma me impidió salir corriendo. Las mujeres me rodearon. Hablaban muy alto y se reían. El humo de los cigarrillos llenaba el aire de un olor dulzón y embriagador.

Me acariciaban los cabellos, me los tocaban como si nunca hubieran visto nada parecido. Una de ellas, una mujer con las manos largas y finas y el cuello lleno de collares, empezó a hacerme trenzas entrelazando mis cabellos con un hilo rojo. No me atrevía a moverme.

—Mirad qué guapa está, ¡parece una verdadera prin­cesa!

Yo no entendía lo que decía. Me preguntaba si esas mujeres tan hermosas, con todas sus joyas y sus maquillajes, no estarían burlándose de mí, si no irían a pellizcarme y a tirarme del pelo de un momento a otro. Hablaban muy deprisa, en voz baja, y debido a mi oído enfermo yo no captaba todas sus palabras.

Luego llegó la señora Jamila. Me la había imaginado alta y fuerte y con cara de pocos amigos, pero no, era una mujer bajita y endeble con los cabellos cortos y vestida a la europea. Me observó un instante. Apartó a las mujeres y, como si se hubiera dado cuenta de mi problema de oído, se me acercó a la cara y me dijo lentamente:

—¿Qué quieres?

—Mi abuela se está muriendo. Tiene que venir a verla a su casa.

Dudó durante un momento y luego dijo:

—Tienes razón, yo estoy aquí para eso, para ocuparme de los niños y de las abuelas que se están muriendo.

Caminaba a grandes pasos y yo la seguía casi corriendo por las callejuelas. Sin la señora Jamila jamás hubiera conseguido encontrar el camino de vuelta, pero ella sabía dónde vivía Lalla Asma.

Cuando llegamos a casa, yo tenía el corazón en un puño. Pensaba que durante todo ese tiempo Lalla Asma se habría muerto y que oiría los chillidos de su nuera. Pero Lalla Asma seguía viva. Estaba sentada como siempre en su sillón, con los pies apoyados en una silla. Sólo tenía un poco de sangre seca en la sien, en la zona donde se había golpeado al caer.

Al verme, la mirada de Lalla Asma se iluminó. Todavía temblaba un poco. Me apretó con fuerza las manos. Yo veía que quería hablar y que no lo conseguía. No sabía que me quisiera tanto, y de pronto me entraron ganas de llorar.

—No se mueva, abuela. Voy a prepararle un té como a usted le gusta.

Después vi a la señora Jamila en el umbral de la sala. Lalla Asma no estaba muriéndose, así que ya no necesitaba a nadie. Además, yo sabía que no le gustaba que hubiera gente extraña en su casa. De modo que le dije a la señora Jamila:

—Ahora ya está mejor. Ya no la necesita.

La acompañé hasta la puerta y quise pagarle la visita con los dirhams que me daban por hacer las tareas de la casa, pero ella se negó. Luego, mirándome fijamente a los ojos, me dijo:

—Tal vez tengas que ir a buscar a un doctor de verdad. Se le ha roto algo dentro de la cabeza, por eso se ha caído.

—¿Volverá a hablar? –le pregunté

La señora Jamila meneó la cabeza y dijo:

—Nunca volverá a ser la misma de antes. Algún día se caerá otra vez y ya no se recuperará. Pero tú deberás quedarte con ella hasta que exhale su último suspiro. —Luego repitió esa misma frase en árabe—: Kherjat er rohe

Zorha regresó un poco después. Pero no le dije nada de la señora Jamila. Si se hubiera enterado de que sólo había podido traer a una partera de un viejo fondac, me habría abofeteado. Le mentí:

 —El doctor dice que se pondrá mejor y que la semana próxima volverá a visitarla.

—¿Y las medicinas? ¿No le ha dado ninguna medi­cina?

Sacudí la cabeza.

—Dice que no es nada, que volverá a ser la de antes.

Zohra le gritó a Lalla Asma en el oído, como si estuviera hablando con una sorda:

—¿Lo ha oído, madre? El doctor ha dicho que se pondrá bien.

Pero como Lalla Asma a veces no le dirigía la palabra durante meses, Zorha no se dio cuenta de nada. Cuando se fue, ayudé a Lalla Asma a ir caminando hasta su cama. Tenía una forma muy graciosa de andar, daba saltitos como un mirlo. Y su mirada verde se había vuelto transparente, triste, lejana.

De pronto, me dio miedo de lo que un día pasaría. Has­ta entonces nunca me había planteado qué sería de mí cuan­do Lalla Asma ya no estuviera. Había pensado que al estar en esa casa, rodeada por esos muros tan altos, tras la puerta azul, adivinando tan sólo la ciudad desde la azotea en la que tendía la ropa, nunca podría ocurrirme nada malo.

Miré el rostro viejo y abotargado de mi señora, donde los ojos eran dos hendiduras sin color, y sus escasos cabellos, blancos bajo la henna, y le dije:

—Abuela, abuela, ¿verdad que nunca me abandonará? —Las lágrimas me caían por las mejillas, ya no podía detenerlas—. ¿Verdad que nunca me dejará, abuela? —Estoy segura de que me oyó, porque vi sus párpados moverse y sus labios temblar. Entonces puse mis manos entre las suyas para que me las apretara muy fuerte y añadí—: Yo me ocuparé de usted, abuela, no dejaré que nadie se le acerque, y menos Zohra. Yo le prepararé su té y le daré de comer, iré a buscarle su pan y sus legumbres. Ahora ya no me da miedo salir fuera, ya no necesitaremos para nada a Zohra.

Mientras hablaba, seguían cayéndome las lágrimas. Pue­do decir que era la primera vez que lloraba, yo que nun­ca había llorado por nada, ni siquiera cuando Zohra me pellizcaba hasta hacerme sangre.

Pero Lalla Asma no volvió a ser la misma de antes. Al contrario, cada día que pasaba estaba más desmejorada. Ya no comía. Cuando trataba de hacerle beber, el té frío le chorreaba por las comisuras de la boca y le empapaba la ropa. Tenía los labios agrietados, resquebrajados. Su piel, de color arena, estaba cada vez más seca. Y debo decir que se hacía sus necesidades encima, ella que había sido siempre tan limpia y meticulosa. Pero yo la cambiaba de ropa enseguida para que Zohra y Abel no la vieran en ese estado. Estoy segura de que ella se avergonzaba, de que se daba cuenta de todo. Cuando Zohra entraba en la sala, fruncía la nariz y preguntaba:

—¿Por qué huele tan mal? —Yo le decía que estaban haciendo obras en la casa de al lado, que estaban vaciando el pozo negro. Zohra miraba con un gesto de perplejidad a Lalla Asma y me gruñía—: Eso es porque no limpias bien, mira qué desordenado lo tienes todo.

Y yo, para que no se diera cuenta de nada, peinaba a Lalla Asma por la mañana, le daba colorete en las mejillas y le ponía manteca de cacao en los labios. Después colocaba la bandeja de cobre junto a ella, encima de la mesa, con la tetera y los vasos, y echaba un poco de té azucarado en los vasos para que pareciera que Lalla Asma se lo había bebido.

No me separaba de ella. Por las noches me tumbaba a los pies de su cama, envuelta en una colcha. Me acuerdo de que había mosquitos y que me pasaba toda la noche oyéndoles zumbar al lado de mi oreja. Por la mañana, me daba la vuelta para dormir un poco. Olvidaba la respiración dolorosa de Lalla Asma, soñaba que nos íbamos, que tomábamos por fin el famoso barco del que ella me hablaba siempre y que pasábamos de Melilla a Málaga, e incluso más lejos, hasta Francia.

Una noche, la cosa empeoró. De pronto me di cuenta de que Lalla Asma estaba ahogándose. Su respiración sonaba como un fuelle y, al final de cada espiración, se oía como un ruido de burbujas. Yo permanecía inmóvil en el suelo, sin atreverme a hacer un solo movimiento. La habitación estaba completamente a oscuras; fuera, en el patio, había una luna muy pequeña. Esperaba, quería que se hiciera de día. Pensaba: en cuanto salga el sol, Lalla Asma se despertará y dejará de roncar y de ahogarse con su ruido de burbujas.

Pero, al amanecer, la que me quedé dormida por el cansancio fui yo. Quizá Lalla se muriera en ese momento y por eso pudiera por fin dormirme.

Cuando me desperté, ya era de día. Zohra estaba al lado de la cama llorando. De pronto me vio y su boca se torció en un gesto de ira. Me golpeó con todo lo que encontró a mano, con una toalla, con unas revistas; después se quitó la zapatilla para pegarme con ella y yo huí al patio. Me gritaba:

—¡Miserable, bruja! ¡Mi madre ha muerto y tú sigues durmiendo tranquilamente! ¡Eres una asesina!

Me escondí en la cocina, debajo de una mesa, como cuando era pequeña. Temblaba de miedo. Por suerte, en ese momento llegó una vecina que había oído los gritos. Después llegó Abel y los dos calmaron a Zohra, que blandía un cuchillo en la mano como si quisiera matarme y seguía gritando:

–¡Bruja! ¡Asesina! —La hicieron sentarse en el patio y le dieron un vaso de agua.

Me deslicé fuera de la cocina y atravesé el patio a cuatro patas, a lo largo de la sombra del muro. Desgreñada y descalza como estaba, y con el vestido con el que había dormido arrugado de arriba abajo, en verdad debía de tener el aspecto de una asesina.

Conseguí escabullirme por la gran puerta azul que se había quedado entreabierta y me eché a correr por la calle, como el día que había ido a buscar a la partera. Tenía mucho miedo de que me atraparan y me metieran en la cárcel por haber dejado morir a Lalla Asma.

Y así fue como abandoné definitivamente la casa del Mellah. No tenía ni un real, iba descalza y vestida con mi ropa vieja, y ni siquiera tenía el par de pendientes de oro en forma de media luna que Lalla Asma me había prometido que me dejaría al morir. Me sentía todavía más desposeída que el día en que los ladrones de niños me habían vendido a Lalla Asma.