1
Cuando
tenía seis
Por
eso no sé cuál es mi verdadero nombre, el que mi madre me puso al nacer,
tampoco el de mi
Después
me quedé sorda de un oído. Fue mientras jugaba en la calle, delante de casa:
una camioneta me dio un golpe y me rompió un hueso del oído izquierdo.
Me
daba miedo la oscuridad,
Durante
mucho tiempo me dio miedo
Incluso
los ruidos de fuera me daban miedo. Me echaba a temblar cada vez que, en el
barrio judío, el Mellah, oía un rumor de pasos en la
callejuela, o una voz fuerte de hombre al otro lado de
Durante
años no conocí otra cosa que el pequeño patio de la casa y la voz de Lalla Asma
gritando mi nom-bre: «¡Laila!». Como he dicho antes, no sé cuál es mi verdadero
nombre, pero me he acostumbrado al que me puso mi señora, como si fuera el que
mi madre eligió para mí. Pero también pienso que algún día alguien me llamará
por mi verdadero nombre y que entonces me estremeceré y lo reconoceré.
Lalla
Asma tampoco era el verdadero nombre de mi señora. Se llamaba Azzema y era judía española. Cuando estalló la guerra entre
los judíos y los árabes, en el otro extremo
Yo
la llamaba unas veces «señora» y otras «abuela», porque ella fue quien me
enseñó a leer y a escribir en francés y en español, me inició en el cálculo y
la geometría y me transmitió las bases de la religión —de la suya, en
A
cambio, yo trabajaba para ella de la mañana a la noche en el patio, barriendo,
cortando leña para el brasero o haciendo
Cuando
me quedaba demasiado tiempo en la azotea, Lalla Asma gritaba mi nombre desde la
gran habitación llena de almohadones de cuero en la que permanecía todo el día.
Me daba un libro para que leyera o bien me hacía dictados y me preguntaba cosas
de las lecciones anteriores. Como recompensa, me dejaba quedarme con ella en la
sala y me ponía los discos de sus cantantes preferidos: Um Kalsum,
Said Darwich, Hbiba Misika, y sobre todo Fayruz, con
su voz grave y ronca, y
Una
vez al día, la gran puerta azul se abría y entraba una mujer morena y flaca que
se llamaba Zohra y no tenía hijos. Era la nuera de
Lalla Asma, que venía a cocinar un poco para su suegra y sobre todo a
inspeccionar
Siempre
desconfié de él. Cuando era pequeña, me escondía detrás de las cortinas en
cuanto lo veía llegar. Él se reía y decía:
—¡Qué salvaje!
Cuando
me hice mayor, todavía me daba más miedo. Tenía una forma muy especial de
mirarme, como si fuera un objeto que le perteneciera. Zohra
también me daba miedo, pero de otra manera. Un día, al ver que no había barrido
el polvo del patio, me pellizcó hasta hacerme sangre.
—¡Pordiosera, huérfana,
ni siquiera sirves para barrer!
—¡No soy ninguna huérfana
—grité—, Lalla Asma es mi abuela!
Se
burló de mí, pero no se atrevió a perseguirme.
Lalla
Asma siempre se ponía de mi parte. Pero estaba vieja y cansada. Tenía las
piernas enormes y llenas de varices. Cuando estaba fatigada o se quejaba y yo
le preguntaba: «¿Está usted enferma, abuela?», me
hacía mantenerme muy recta delante de ella y, mientras me miraba, repetía un
proverbio árabe que le gustaba mucho y que pronunciaba de una forma un poco
solemne, como si tratara de traducirlo lo mejor posible al francés:
—La
salud es una corona que llevan en la cabeza las personas sanas y que sólo ven
los enfermos.
Ahora
ya casi no me obligaba a leer ni a estudiar, ya no se le ocurrían ideas para
los dictados. Se pasaba casi todo el día en la sala vacía viendo la televisión,
o bien me pedía que le trajera su cofre de joyas y sus cubiertos de plata. Una
vez me enseñó un par de pendientes de oro y me dijo:
—Mira,
Laila, estos pendientes serán para ti cuando yo me muera.
Y
me los puso en los agujeros de las orejas. Eran unos pendientes viejos y
desgastados en forma de media luna. Y cuando Lalla Asma me dijo que se llamaban
Hilal, me pareció oír mi nombre, me imaginé que eran
los pendientes que yo llevaba cuando había llegado al Mellah.
—Te
sientan muy bien. Te pareces a Balkis, la reina de
Saba.
Puse
los pendientes en su mano y, tras cerrársela, se la besé.
—Gracias,
abuela. Es usted muy buena conmigo.
—Vamos,
vamos —me dijo con aspereza—, que todavía no me he muerto.
Yo
no conocí al marido de Lalla Asma, sólo sabía de él por una foto que ella
conservaba encima de una cómoda de la sala, junto a un despertador parado.
Tenía un aspecto muy severo e iba vestido de negro. Era abogado y poseía mucho
dinero, pero era muy infiel y, cuando se murió, lo único que le dejó a su mujer
fue la casa del Mellah y un poco de dinero en el
notario. Cuando llegué a la casa, él todavía vivía, pero no le recuerdo, porque
era demasiado pequeña.
Yo
tenía motivos para desconfiar de Abel.
Un
día, cuando yo contaba once o doce años, Zohra, cosa
rara, llevó a su suegra a que la viera un médico o a hacer unas compras, no
recuerdo bien. Abel entró en la casa sin que yo me diera cuenta; debió de
buscarme primero dentro; al final me encontró en el cuartito
Era
tan alto y tan fuerte que ocupaba toda la puerta y no pude escaparme. En
cualquier caso estaba tan aterrorizada que era incapaz de moverme. Se me acercó
y empezó a hacer unos gestos nerviosos, brutales. Tal vez me hablara, pero yo
había vuelto la cabeza del lado del oído izquierdo para no oírle. Era alto y
ancho de hombros, y su frente desnuda brillaba a
Le
oí llegar y llamar a la puerta, primero suavemente, con las yemas de los dedos,
después más fuerte, a base de puñetazos:
—¡Laila! ¡Ábreme! ¿Qué
estás haciendo? ¡Abre, no te haré nada!
Luego
debió de irse. Y yo me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la bañera
de mármol que él había construido para su madre.
Después
de mucho tiempo, oí voces detrás de la puerta, pero no entendía qué estaban
diciendo. Volvieron a llamar, y esta vez reconocí la mano de Lalla Asma. Cuando
abrí, debió de verme tan asustada que me estrechó entre sus brazos:
—¿Pero qué te han hecho?
¿Qué te ha pasado? —Yo me apreté contra ella al pasar por delante de Zohra, pero no dije nada.
—¡Lo que la ocurre es que
se ha vuelto loca! —gritó
Zohra.
Lalla
Asma no me hizo más preguntas, pero, a partir de ese día, no volvió a dejarme
sola cuando Abel venía a casa.
Un
día que estaba lavando unas legumbres en la cocina para la sopa de Lalla Asma
oí de pronto un ruido muy fuerte dentro de la casa, como si algo muy pesado se
hubiera caído al suelo y, a su paso, hubiera volcado una silla. Acudí corriendo
y vi a la anciana tirada en el terrazo a todo lo
largo. Pensé que estaba muerta, y ya iba a salir corriendo para esconderme en
algún sitio cuando de pronto la oí gemir y gruñir. Sólo se había desmayado. Al
caer, se había golpeado la cabeza contra la esquina de una silla y de su sien
manaba un poco de sangre negra.
Temblaba
de forma convulsiva y tenía los ojos en blanco. Yo no sabía qué hacer. Al cabo
de un momento me acerqué a ella y le toqué
—¡Lalla Asma! ¡Lalla
Asma! —le murmuré al oído. Estaba segura de que podía oírme desde donde estaba,
aunque no pudiera hablar. Veía el ligero temblor de sus párpados entreabiertos
sobre sus ojos blancos, y sabía que me estaba oyendo—. ¡Lalla Asma, no se
muera!
En
esto vino Zohra, pero yo estaba tan concentrada en
oír la lenta respiración de Lalla Asma que no la sentí llegar.
—Idiota,
bruja, ¿qué haces aquí?
Me
tiró tan violentamente de la manga que me rompió el vestido.
—¡Ve a buscar al doctor!
¿No ves que mi madre está en las últimas? —Era la primera vez que se refería a
Lalla Asma llamándole madre. Al ver que yo permanecía petrificada en
Entonces
atravesé el patio, empujé la pesada puerta azul y me eché a correr por la calle
sin saber adónde iba. Era la primera vez que salía afuera. No tenía ni idea de
dónde podría encontrar un doctor. Lo único que sabía es que Lalla Asma iba a
morirse por culpa mía, porque no iba a encontrar a nadie que
Fui
de una calle a otra, hasta que al final llegué a un lugar desde donde se veía el
río y, más lejos todavía,
Era
como si me hubiera despertado de un sueño muy largo. Cuando pasaban cerca de
mí, me parecía oírles reír y bromear. Pensándolo bien, debía de tener un
aspecto muy raro con mi vestido con la manga desgarrada y mis cabellos
demasiado largos y rizados, como si viniera de otro mundo. A la sombra del
muro, debía de tener mucho más aspecto de bruja.
Tomé
una calle al azar, siguiendo la misma dirección que los colegiales, y después otra
llena de gente en la que había un mercado con unas lonas extendidas al sol. En
la entrada de una casa había un anciano trabajando en un puesto de tablones de
madera; estaba sentado en el suelo, junto a una especie de mesa baja,
completamente rodeado de babuchas. Con un martillito de cobre introducía unos
clavos muy finos en una suela. Me quedé mirándole y él me preguntó:
—¿Quieres una belra? —Veía perfectamente que yo iba
descalza—. ¿Qué quieres? ¿Acaso eres muda?
Al
final, conseguí decir:
—Estoy
buscando un doctor para mi abuela.
Primero
se lo dije en francés, pero después, al ver que no me entendía, se lo repetí en
árabe.
—¿Qué le pasa?
—Se
ha caído. Se va a morir.
Yo
misma me asombraba de estar tan tranquila.
—Aquí
no hay ningún doctor. Pero puedes ir a buscar a
Salí
corriendo en la dirección que me señalaba. El zapatero se quedó inmóvil, con su
martillito de cobre levantado. Me gritó algo que no entendí, pero que hizo reír
a la gente.
El
interior de la casa de Lalla Asma era un mundo organizado, riguroso, de una
limpieza excesiva, y yo había pensado que todos los patios eran así. Pero allí,
dentro del fondac, había un caos enorme. Se veía a gente dormitando por todas
partes, a la sombra de los tejadillos o debajo de unas acacias secas. Había
cabras, perros, niños, braseros que se consumían completamente solos, y, aquí y
allá, montones de basura en la que escarbaban unas cuantas gallinas viejas que
parecían buitres. Junto a los muros, todo alrededor del patio, los vendedores
ambulantes habían amontonado sus fardos al abrigo de los tejadillos y, para
vigilarlos mejor, se habían tumbado encima. Yo ni siquiera sabía lo que era un
hotel. Mientras atravesaba lentamente el patio, sin saber qué dirección tomar,
alguien me llamó con grandes gestos desde lo alto de la galería interior.
Deslumbrada por el sol, escruté en la sombra de la galería y oí que alguien me
decía:
—¿Qué estás buscando?
Al
final vi a una mujer algo mayor vestida con una larga
túnica de color turquesa. Fumaba apoyada en la barandilla y me miraba. Cuando
le contesté que estaba buscando a
—Sube,
la escalera está al fondo del patio, delante
de ti. —Al ver que no la había entendido, me gritó—: Espérame.
Me
condujo a través de una gran habitación oscura donde había más fardos y gente
descansando. Unos viejos jugaban al dominó en una mesa baja, con un gran narguilé a su lado. Nadie parecía prestarme atención.
En
lo alto de la escalera, la galería estaba iluminada por los rayos de sol que
entraban por las ventanas sin postigos. En el piso de arriba vivían unas
mujeres muy raras. Algunas parecían jóvenes y otras eran de la edad de Zohra o mayores que ella. Eran gordas, tenían la tez clara,
los cabellos enrojecidos por la henna, los labios
maquillados y muy oscuros, y los ojos pintados con khol.
Fumaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, delante de las puertas
de las habitaciones. El humo de sus cigarrillos salía de la galería en sombra y
bailaba al sol.
—Voy
a buscar a
Yo
me quedé en lo alto de la escalera, con un pie apoyado en el suelo del primer
piso. Creo que sólo el miedo de volver sin el doctor a casa de Lalla Asma me
impidió salir corriendo. Las mujeres me rodearon. Hablaban muy alto y se reían.
El humo de los cigarrillos llenaba el aire de un olor dulzón y embriagador.
Me
acariciaban los cabellos, me los tocaban como si nunca hubieran visto nada
parecido. Una de ellas, una mujer con las manos largas y finas y el cuello
lleno de collares, empezó a hacerme trenzas entrelazando mis cabellos con un
hilo rojo. No me atrevía a moverme.
—Mirad
qué guapa está, ¡parece una verdadera princesa!
Yo
no entendía lo que decía. Me preguntaba si esas mujeres tan hermosas, con todas
sus joyas y sus maquillajes, no estarían burlándose de mí, si no irían a
pellizcarme y a tirarme del pelo de un momento a otro. Hablaban muy deprisa, en
voz baja, y debido a mi oído enfermo yo no captaba todas sus palabras.
Luego
llegó
—¿Qué quieres?
—Mi
abuela se está muriendo. Tiene que venir a verla a su casa.
Dudó
durante un momento y luego dijo:
—Tienes
razón, yo estoy aquí para eso, para ocuparme de los niños y de las abuelas que
se están muriendo.
Caminaba
Cuando
llegamos a casa, yo tenía el corazón en un puño. Pensaba que durante todo ese
tiempo Lalla Asma se habría muerto y que oiría los chillidos de su nuera. Pero
Lalla Asma seguía viva. Estaba sentada como siempre en su sillón, con los pies
apoyados en una silla. Sólo tenía un poco de sangre seca en la sien, en la zona
donde se había golpeado al caer.
Al
verme, la mirada de Lalla Asma se iluminó. Todavía temblaba un poco. Me apretó
con fuerza las manos. Yo veía que quería hablar y que no lo conseguía. No sabía
que me quisiera tanto, y de pronto me entraron ganas de llorar.
—No
se mueva, abuela. Voy a prepararle un té como a usted le gusta.
Después
vi a
—Ahora
ya está mejor. Ya no la necesita.
La
acompañé hasta la puerta y quise pagarle la visita con los dirhams que me daban
por hacer las tareas de la casa, pero ella se negó. Luego, mirándome fijamente
a los ojos, me dijo:
—Tal
vez tengas que ir a buscar a un doctor de verdad. Se le ha roto algo dentro de
la cabeza, por eso se ha caído.
—¿Volverá a hablar? –le
pregunté
—Nunca
volverá a ser la misma de antes. Algún día se caerá otra vez y ya no se recuperará.
Pero tú deberás quedarte con ella hasta que exhale su último suspiro. —Luego
repitió esa misma frase en árabe—: Kherjat er rohe…
Zorha regresó un poco
después. Pero no le dije nada de
—El doctor dice que se pondrá mejor y que la
semana próxima volverá a visitarla.
—¿Y las medicinas? ¿No le
ha dado ninguna medicina?
Sacudí
la cabeza.
—Dice
que no es nada, que volverá a ser la de antes.
Zohra le gritó a Lalla Asma
en el oído, como si estuviera hablando con una sorda:
—¿Lo ha oído, madre? El
doctor ha dicho que se pondrá bien.
Pero
como Lalla Asma a veces no le dirigía la palabra durante meses, Zorha no se dio cuenta de nada. Cuando se fue, ayudé a
Lalla Asma a ir caminando hasta su cama. Tenía una forma muy graciosa de andar,
daba saltitos como un mirlo. Y su mirada verde se había vuelto transparente,
triste, lejana.
De
pronto, me dio miedo de lo que un día pasaría. Hasta entonces nunca me había
planteado qué sería de mí cuando Lalla Asma ya no estuviera. Había pensado que
al estar en esa casa, rodeada por esos muros tan altos, tras la puerta azul,
adivinando tan sólo la ciudad desde la azotea en la que tendía la ropa, nunca
podría ocurrirme nada malo.
Miré
el rostro viejo y abotargado de mi señora, donde los ojos eran dos hendiduras
sin color, y sus escasos cabellos, blancos bajo la henna,
y le dije:
—Abuela,
abuela, ¿verdad que nunca me abandonará? —Las lágrimas me caían por las
mejillas, ya no podía detenerlas—. ¿Verdad que nunca me dejará, abuela? —Estoy
segura de que me oyó, porque vi sus párpados moverse
y sus labios temblar. Entonces puse mis manos entre las suyas para que me las
apretara muy fuerte y añadí—: Yo me ocuparé de usted, abuela, no dejaré que
nadie se le acerque, y menos Zohra. Yo le prepararé
su té y le daré de comer, iré a buscarle su pan y sus legumbres. Ahora ya no me
da miedo salir fuera, ya no necesitaremos para nada a Zohra.
Mientras
hablaba, seguían cayéndome las lágrimas. Puedo decir que era la primera vez
que lloraba, yo que nunca había llorado por nada, ni siquiera cuando Zohra me pellizcaba hasta hacerme sangre.
Pero
Lalla Asma no volvió a ser la misma de antes. Al contrario, cada día que pasaba
estaba más desmejorada. Ya no comía. Cuando trataba de hacerle beber, el té
frío le chorreaba por las comisuras de la boca y le empapaba
—¿Por qué huele tan mal?
—Yo le decía que estaban haciendo obras en la casa de al lado, que estaban
vaciando el pozo negro. Zohra miraba con un gesto de
perplejidad a Lalla Asma y me gruñía—: Eso es porque no limpias bien, mira qué
desordenado lo tienes todo.
Y
yo, para que no se diera cuenta de nada, peinaba a Lalla Asma por la mañana, le
daba colorete en las mejillas y le ponía manteca de cacao en los labios.
Después colocaba la bandeja de cobre junto a ella, encima de la mesa, con la
tetera y los vasos, y echaba un poco de té azucarado en los vasos para que
pareciera que Lalla Asma se lo había bebido.
No
me separaba de ella. Por las noches me tumbaba a los pies de su cama, envuelta
en una colcha. Me acuerdo de que había mosquitos y que me pasaba toda la noche
oyéndoles zumbar al lado de mi oreja. Por la mañana, me daba la vuelta para
dormir un poco. Olvidaba la respiración dolorosa de Lalla Asma, soñaba que nos
íbamos, que tomábamos por fin el famoso barco del que ella me hablaba siempre y
que pasábamos de Melilla a Málaga, e incluso más lejos, hasta Francia.
Una
noche, la cosa empeoró. De pronto me di cuenta de que Lalla Asma estaba
ahogándose. Su respiración sonaba como un fuelle y, al final de cada
espiración, se oía como un ruido de burbujas. Yo permanecía inmóvil en el
suelo, sin atreverme a hacer un solo movimiento. La habitación estaba
completamente a oscuras; fuera, en el patio, había una luna muy pequeña.
Esperaba, quería que se hiciera de día. Pensaba: en cuanto salga el sol, Lalla
Asma se despertará y dejará de roncar y de ahogarse con su ruido de burbujas.
Pero,
al amanecer, la que me quedé dormida por el cansancio fui yo. Quizá Lalla se
muriera en ese momento y por eso pudiera por fin dormirme.
Cuando
me desperté, ya era de día. Zohra estaba al lado de
la cama llorando. De pronto me vio y su boca se torció en un gesto de ira. Me
golpeó con todo lo que encontró a mano, con una toalla, con unas revistas;
después se quitó la zapatilla para pegarme con ella y yo huí al patio. Me
gritaba:
—¡Miserable, bruja! ¡Mi
madre ha muerto y tú sigues durmiendo tranquilamente! ¡Eres una asesina!
Me
escondí en la cocina, debajo de una mesa, como cuando era pequeña. Temblaba de
miedo. Por suerte, en ese momento llegó una vecina que había oído los gritos.
Después llegó Abel y los dos calmaron a Zohra, que
blandía un cuchillo en la mano como si quisiera matarme y seguía gritando:
–¡Bruja! ¡Asesina! —La
hicieron sentarse en el patio y le dieron un vaso de agua.
Me
deslicé fuera de la cocina y atravesé el patio a cuatro patas, a lo largo de la
sombra del muro. Desgreñada y descalza como estaba, y con el vestido con el que
había dormido arrugado de arriba abajo, en verdad debía de tener el aspecto de
una asesina.
Conseguí
escabullirme por la gran puerta azul que se había quedado entreabierta y me
eché a correr por la calle, como el día que había ido a buscar a
Y así fue como abandoné definitivamente la casa del Mellah. No tenía ni un real, iba descalza y vestida con mi ropa vieja, y ni siquiera tenía el par de pendientes de oro en forma de media luna que Lalla Asma me había prometido que me dejaría al morir. Me sentía todavía más desposeída que el día en que los ladrones de niños me habían vendido a Lalla Asma.