El día más largo del año 2020 d. de C. se caracterizó por la lluvia y la bruma, el amanecer temprano y el amplio crepúsculo ocultos por una masa blanca de agua. El día fue un largo y pálido gusano que salía de la oscuridad arqueándose y volvía a ella. Mientras escribo, el papel se enrolla fláccidamente y rechaza la abrasión del grafito.
En el jardín de Gloria, las peonías ya están bastante florecidas, aunque algunos capullos, su seda prieta manchada, como si estuviera teñida, todavía esperan para desplegarse. Las blancas, enormes, tienen los bordes desparramados y puntos de color bermejo, como indicios de sangre. Los lupinos bicolores aún no se han abierto, pero las altas digitales están en su plenitud, así como las aguileñas amarillas, flores minúsculas que parecen negar toda relación con sus tallos. La saponaria se escapa de las jardineras por el borde para mezclarse con los hierbajos que crecen junto a los antiguos viveros, reducidos en el transcurso del tiempo a escombros de vidrio roto y masilla seca.
Gloria cortó unas rosas del parterre redondo, orientado hacia el mar, y obtuvo varias cintas de segundo lugar en la competición de junio del Garden Club. Creo que habría logrado el primer premio si hubiera esperado unas horas más a cortar sus flores, que se habían abierto demasiado la noche del certamen. Éste no giraba en torno al cultivo sino al corte. Ahora las concursantes están en la cocina, en vasos de agua, opulentas como viejas actrices, y las cintas penden en la biblioteca, sujetas bajo los seis volúmenes de la historia de la penúltima guerra mundial, de Winston Churchill.
Hice un viaje obligatorio a Boston, con una variedad de objetivos. En el tren había una plétora de carne desnuda, en la estación del Norte e incluso en las calles del distrito financiero, junto a las trampas para turistas y tiendas de cachivaches para jóvenes del Quincy Market. Algunos bronceados ya estaban maduros y consolidados. Jóvenes nalgas femeninas que asomaban sus hemisferios por debajo de los bordes guarnecidos con flecos de los pantalones cortos de dril radicalmente cortados, exponían aquí y allá un ribete de color pastel, en forma de luna nueva, de braguita bikini. Pensé en Deirdre.
Y sin embargo, ¡qué espantoso es el común de la gente! En el Ambulatorio General de Massachusetts, donde mi dermatólogo hizo su recolección semestral de mis queratosis, quemándolas con dolorosos chorros de nitrógeno líquido, sólo obesos, ulcerosos, dementes y tullidos me acompañaban en el ascensor. En el extremo de mi visión las caras se hacinaban, por lo que tenía la clara impresión de que un ser quemado con muchos injertos y cicatrices estaba en pie a mi lado, su rostro un caos de protuberancias y manchas, pero cuando miré de manera subrepticia y concentrada, su cara estaba indemne y era veinte años más joven que la mía, dañada por el sol. Practiqué mi nuevo truco: al concentrarme mentalmente en un rostro en el extremo de mi campo visual, generaba una impresión de abundante deformidad a mi alrededor, como si subiera en un ascensor atestado de mutantes o supervivientes, atrozmente mutilados, de la gran guerra reciente, las superficies de la carne viva radiactivas, la mutilación tan grave que no es posible la cirugía plástica.
En realidad, con excepción de los bloques de oficinas vacíos y los apáticos y a veces deformes mendigos que aún visten el uniforme verde aceituna, en los Estados Unidos actuales hay muy pocas cosas que recuerden el holocausto global de hace menos de una década. El estilo nacional siempre ha consistido en seguir adelante. Se finge que la actividad es la de costumbre, y eso se considera lo ideal, aunque el presidente y los legisladores de Washington ejercen tan poco control sobre nuestras vidas como los emperadores romanos del siglo V cristiano sobre las poblaciones de Iberia o Tracia. Incluso antes de la guerra, la burocracia había proliferado hasta el extremo de que no realizaba otra función que su propio crecimiento. El mundo de posguerra teme todo poder centralizado. La moneda de nuestra mancomunidad no se imprime en Boston ni en la localidad central de Worcester, sino que lo hacen seis o siete prensas independientes de pequeñas poblaciones, y el diseño varía ampliamente. De todos modos, las conexiones electrónicas con otras regiones del país están resurgiendo, y el comercio impone su necesidad de una infraestructura extensa. Incluso se habla de establecer el servicio aéreo entre Nueva York y California, unos objetivos más castigados por los bombarderos chinos y todavía más reducidos (a unas condiciones casi de la Edad de Piedra, según dijeron) por terremotos, incendios forestales y corrimientos de tierra. Unir de nuevo las costas es un sueño del que los demagogos hablan mucho por la radio.
El primer premio que gané, y que despertó en mí la posibilidad de obtener premios, me correspondió en un concurso de pecas durante una excursión organizado por la iglesia. Pertenecíamos, sin demasiado entusiasmo, a la Congregacional Unida de Cheshire, que tenía una escuela dominical, escasamente equipada, en un sótano con altas ventanas de vidrio sin colorear y la fachada mal pintada, en forma de templo griego con columnas. El puritanismo perdió su gracia y su sabor cuando se extendió al oeste a través de Massachusetts. Me parecía que la luz blanca que penetraba a través del vidrio transparente incidía cruelmente en nuestras caras y ropas de domingo, como la claridad despiadada bajo un microscopio. Ahora me pregunto qué consuelo aportaba el lacrimoso credo congregacional a mis padres, que se debatían con la pobreza, los dolores de muelas, el desempleo crónico y la insatisfacción constante. Pero no importa, de niño solía ganar los concursos de pecas y, aunque las pecas han desaparecido, la susceptible piel blanca ha permanecido, sus células escamosas y basales rebosantes de daños en el ADN. Durante la larga espera en el consultorio del dermatólogo, examiné con aversión a los demás pacientes. Todos parecían mucho mayores que yo, seniles y babeantes sobre las empuñaduras de sus bastones, cuando lo cierto era que probablemente tenían mi edad. Todavía contemplo el mundo desde las ventanas de mis ojos con el espíritu implacable de un hombre joven resuelto a triunfar. Mi corazón rechazaba toda alianza con aquellas repugnantes reliquias del siglo pasado cuya desaparición no lamento. En cambio, intenté coquetear de manera discreta con la enfermera, claramente núbil, que por fin me hizo entrar en la celda del examen y, tras darme una bata doblada de papel azul, me pidió que me desvistiera. ¿Por qué no te desvistes conmigo, cariño?
Mi dermatólogo, él mismo una reliquia, me sometió a un examen rutinario y no encontró nada que requiriese los servicios del cirujano. La extirpación me gusta bastante, su carácter decisivo. . ., un grupo de células enfermas menos que llevar por ahí. Me aplicó unos dolorosos chorritos de nitrógeno líquido a unos pocos lugares del rostro que presentaban lesiones actínicas, y en el reverso de la mano derecha. El médico, cuya propia piel es suave como pétalos de rosa pero de un color pardo agostado, me dijo que habían descubierto otro derivado de la vitamina A que, de alguna manera, invertía el deterioro de las células dérmicas. Sacudí la mano, en un gesto de rechazo.
-A mi edad. . .
Él hizo una mueca de desaprobación. Tenía diez años más que yo.
-No subestime la piel -me dijo-. Es lo último que cede. La gente muere de un ataque cardiaco o un fallo hepático, pero nunca de un fallo de la piel. En las ciénagas irlandesas, ¿sabe?, hay esos cadáveres preservados por las sustancias químicas de la arcilla, y la piel resiste tan bien como los huesos. Vemos tatuajes de hace cinco mil años, claros y azules como el día que los grabaron.
No obstante, la senilidad que le iba invadiendo hizo que se olvidara de extenderme la receta prometida del ungüento de vitamina A.