El mapa facial del sexo
El cantante de ópera china Shi Peipu, que se hacía pasar por mujer en la vida real, inició en 1964 una aventura amorosa con Bernard Boursicot, un joven de veinte años, contable de la Embajada francesa en Pekín, quien no sabía nada de tal suplantación. Los esporádicos encuentros sexuales siempre se llevaban a cabo con apresuramiento, en sitios oscuros y debajo de una manta, lo cual permitía a Shi Peipu disimular sus genitales con las manos. En agosto de 1965, Shi Peipu le anunció su embarazo, aunque luego le dijo que había perdido la criatura al abortar de manera espontánea. Sin embargo, en diciembre volvía a esperar otro hijo, de cuyo nacimiento se enteró Boursicot estando en el Amazonas. Boursicot no vio a la criatura hasta 1973, y en 1982 arregló todos los documentos para que Shi Peipu y el niño viajaran a Francia. Allí las autoridades detuvieron a Boursicot y a Shi Peipu por espías, y durante el juicio Boursicot se enteró, después de veinte años, que Shi Peipu era un hombre. Estos hechos sirvieron de base al argumento de M Butterfly, que obtendría el Tony a la mejor obra teatral de 1988.
Una historia como ésta plantea todo tipo de preguntas, y una sería: ¿cómo es posible que Boursicot no viera los rasgos masculinizantes en el rostro de Shi Peipu? Por lo general, solemos reconocer de inmediato a qué sexo pertenece un rostro. Para ello usamos informaciones secundarias, como la longitud del cabello o el maquillaje, aunque apenas las necesitamos. En un experimento, los investigadores enseñaron a ciento ochenta y cinco voluntarios fotos de mujeres y de hombres afeitados, todos con el cabello oculto debajo de un gorro de baño. El 96 por ciento de los encuestados adivinó cuándo el rostro pertenecía a un hombre o a una mujer. Otros estudios han proporcionado resultados similares.
Esta habilidad es clave, ya que los rasgos faciales definen el sexo que nos atrae, y necesitamos conocerlos para perpetuar la especie. De hecho, el rostro del hombre y el de la mujer se hacen más dispares cuando llegan a la pubertad, pero en la vejez vuelven a cambiar hasta parecerse. Los genes exageran esas diferencias durante los años fértiles.
La identificación del sexo a través del rostro es de tal importancia que la evolución la ha convertido en algo automático. De ahí que pocos podamos razonar las diferencias entre el rostro de un hombre y el de una mujer. Esta facultad ha intrigado durante mucho tiempo a los científicos, pero hace sólo muy poco que han empezado a intuir sus mecanismos.
Las pistas se hallan desperdigadas por todo el rostro.
En general, los hombres tienen facciones angulosas. Las cejas y el mentón sobresalen. La inclinación de la frente suele ser más pronunciada, y más profundas las cuencas de los ojos. Las mejillas son más alargadas, y la profundidad del rostro es en conjunto superior. Suelen tener más folículos en la cara, lo cual da a su cutis un aspecto más basto, sobre todo en los viejos.
Por otro lado, las mujeres tienen el rostro más pequeño, pues suele medir cuatro quintas partes de lo que mide el del hombre. Además, su aspecto es más infantil, ya que parece más ancho y los ojos mucho más grandes. Por ejemplo, los ojos de Audrey Hepburn eran sólo un poco más grandes que los de William Holden. El tejido que los rodea es más sensible a los cambios de la circulación sanguínea y se oscurece con mayor rapidez, un efecto atrayente que las mujeres intensifican con el rímel. Las pestañas son más largas y más gruesas que en el hombre. Pero las cejas son más delgadas y se vuelven ralas con la edad, mientras que las del hombre crecen densas y enmarañadas.
La nariz también ayuda a diferenciar los sexos. La nariz femenina es más pequeña, ancha y cóncava, como la de los niños pequeños. La nariz masculina es más grande y más protuberante, quizá porque el hombre necesita un sistema respiratorio más potente, desde los pulmones hasta la nariz. En un estudio que consistía en mostrar narices aisladas del resto, los encuestados identificaron mejor las narices de los hombres de frente y de perfil, y las de las mujeres en posición de tres cuartos. Los investigadores afirmaron que todas las narices tenían en cierto modo una apariencia masculina vistas de frente, y que la visión de tres cuartos revelaba mejor el caballete diferencial.
Las mujeres poseen otros rasgos indicativos. Tienen la boca más pequeña y el labio superior algo más corto. Las mejillas sobresalen más que en los hombres, debido a que su nariz es más pequeña y a la capa de tejido graso extra que las cubre.
La cara de las mujeres es más lisa que la de los hombres. Y no sólo porque sus músculos faciales son más pequeños, sino porque la grasa que los cubre los disimula mejor. Esto hace que sea más difícil detectar los movimientos faciales de menor importancia. Parece que el rostro del hombre posee una mayor movilidad, y algunos investigadores piensan que asociamos esto a la masculinidad, mientras a la feminidad asociamos la contención facial.
Pero este efecto se obtiene sólo en los movimientos superficiales, ya que de hecho las mujeres son, en conjunto, más expresivas. Su rostro responde con mayor facilidad a situaciones de una gran tensión. Aseguran que experimentan emociones más fuertes, que adecuan mejor la expresión de la cara en las fotos, y que despliegan mayor alegría y animación en las entrevistas.
No existe una prueba del papel tornasolado para diferenciar el rostro de un hombre del de una mujer. Rasgos como la longitud de la nariz o la protuberancia de las mejillas se superponen en ambos sexos, y no son determinantes. Vicki Bruce, de la Universidad de Stirling, en Escocia, enmascaró partes de un rostro y comprobó la habilidad de los encuestados para diferenciar si pertenecía a un hombre o a una mujer. «Obtienes una armoniosa degradación», explica. «Si cubres las cejas, la habilidad no desaparece. Si borras información sobre la nariz y el mentón, la habilidad sigue sin desaparecer. Es como si el sistema humano utilizara todas las piezas.»
Además, un estudio demostró que la gente no sólo es hábil en separar los rostros en masculinos y femeninos, sino que clasifica sin dificultad la masculinidad o feminidad de un rostro, una tarea del todo distinta. O sea, que pueden decir: «Esta cara parece de un hombre, pero sé que es de una mujer». Percibimos aspectos del patrón masculino aunque concluyamos que es femenino.
Un grupo de investigadores pretendía fusionar numerosas variables faciales en una única fórmula que distinguiera entre rostros masculinos y femeninos. Aunque lograron cierto éxito, concluyeron que la gran lección de la empresa había residido en la dificultad para obtener un sistema de medición de ese tipo.