Al lector
Cuando terminé y vi publicado mi Tratado de armonía, nunca pensé en volver a escribir un libro de sus características. A pesar de la buena acogida que esta obra tuvo por parte de los lectores y de que yo siempre me he reconocido mucho en ella -en algunas declaraciones he dicho que, en cierta medida, la considero, modestamente, como mi filosofía de la vida-, nunca pensé en escribir una segunda parte.
Sin embargo, aquí está este Nuevo tratado de armonía. En primer lugar, para responder al deseo de mi editora, Beatriz de Moura, que me pidió que lo escribiera; en segundo lugar, porque pienso que la creación de esta segunda parte refuerza y fundamenta la primera, en la medida en que el escritor, si es sincero, siempre acaba escribiendo lo que debe escribir; es decir, uno no hace las obras sino que éstas, en cierta manera, le hacen a uno.
Los dos libros son, por tanto, expresión y resultado de la vida de la persona que los escribe. Además, la aparición, al final de este Nuevo tratado de armonía, de la figura o presencia del mal los hace complementarios, pues introduce una nueva dialéctica en mi teoría de la armonía, o -como yo prefiero llamarlas- en mis contemplaciones
A.C.
Salamanca, septiembre de 1999.
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¿De dónde nace la llamada de la tierra? Me refiero a esa tendencia que tenemos, en días perfectos y armónicos, a aproximarnos a ella, a cuidarla, a entreabrirla. ¿Qué originario misterio es este de sumergir nuestras manos en la tierra blanda y fértil? ¿Reconoce el cuerpo en ella a la madre primera? En el día de plenitud, las manos buscan en la tierra el vacío y la fertilidad, la nada y el todo. Y ese gesto reconforta porque unifica los contrarios.
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