Llovió todo el domingo

Entonces comenzaron las relaciones entre Clémence Dufour y Arnold Spitzweg. Saint-Lazare, Pont-Cardinet, Clichy, Asnières, Courbevoie, Bécon. El señor Spitzweg aprendió a canturrear en esa línea melódica y ferroviaria. Pisó la linde, se dejó llevar un poco y se deslizó hacia los suburbios.

El edificio donde vivía Clémence era decente; muy sencillo y antiguo, moleña y piedra ocre, junto a la vía férrea. Acodado en el balcón del tercero, podía uno ver huir camadas de raíles hasta el infinito, caminos que habitualmente corrían hacia otros lugares como quien no quiere la cosa, en lentísimos y bamboleantes vagones.

Un sábado por la noche, Arnold y Clémence fueron a ver Lo que queda del día en el Novelty, junto al ayuntamiento. Una hermosa historia de amor no formulado de la que salieron con un nudo en la garganta. A la salida, los esperaba una pequeña nevada, un silencio más torpe. El señor Spitzweg no regresó a París.

Al día siguiente fueron al mercado. Arnold compró mimosas cuyo olor le llevaba muy lejos, hasta la infancia. Se miró en los escaparates y se indignó, encantado, de su cara mal afeitada. Clémence hizo un asado de cerdo al horno, en el espetón. Por la tarde una flecha de sol cruzó el comedor. Arnold, arremangado, desafió el aire frío y se puso a mirar los raíles a lo lejos. Siempre hay una semana un poco más suave, en febrero. El señor Spitzweg se llevó para la cena un poco de asado frío en una fiambrera. Clémence le hizo un saludo jovial pero bastante breve desde la ventana. Arnold caminó y caminó, ligero, y no cogió el tren hasta la estación de Clichy. Un día bonito.

El siguiente domingo, Clémence acudió a la Rue Marcadet. El señor Spitzweg la invitó al Francis, un restaurante bereber en la esquina que forman la Rue Lamarck y una escalera que sube hacia la colina. Se lo pensó mucho. ¿Le preparaba una comidita de su cosecha? Al fin y al cabo, su ternera a la Marengo le quedaba más que aceptable. Pero más que preparar la comida, lo que le disuadió fue el paralelismo dominical. Tampoco iban a pasarse el tiempo intercambiando ritos al vapor y estofados. Además, Arnold estaba muy orgulloso de su barrio. No le disgustaba exhibirse como ciudadano de la Butte, casi hijo de la Comuna y de Bruant. Clémence no quiso pedir el cuscús real, pero, en el umbral de la tarde, los merguez y el Bulauan rosado le estamparon dos bonitas manchas sonrosadas en las mejillas.

No conocía la Rue Saint-Vincent, ni el banquito junto al Lapin Agile, ni las cuatro fanegas de viña, ni la Place du Tertre. Casi hacía buen tiempo. Los pintores habían instalado sus caballetes. El señor Spitzweg quería que Clémence posase para un retrato al pastel. Clémence se negó, pero se dejó hacer un perfil recortado con tijeras. Pasearon por la plaza, deteniéndose aquí y allá, con las manos en la espalda, a mirar cómo pintaban los artistas, a escuchar el grito quejumbroso del vendedor de limonada o a observar las gesticulaciones del mimo. No necesitaban hablar mucho.

Clémence cogió el metro en Lamarck-Caulaincourt, y Arnold le aconsejó prescindir del ascensor. Bajó con ella las vertiginosas escaleras de la extraña estación-cueva. Ya al irse, Clémence le metió en la mano el perfil negro recortado sobre fondo blanco. En el andén, Arnold permaneció largo rato contemplando la imagen, alejándola y acercándosela a los ojos. Aquella naricilla respingona, aquel mechón en la frente. . . Sí, era más o menos Clemence. Y sin embargo no la reconocía en absoluto. Era como un enigma. Sólo la veía en la superficie de sombra recortada. Ni por un instante se le ocurrió poner en tela de juicio la habilidad del artista. No, quien pecaba de ignorancia era él. Se irritó un poco, se encogió de hombros y sintió que le invadía una extraña tristeza. Acabó metiéndose el perfil en el bolsillo del impermeable. Subió lentamente las escaleras de la estación Lamarck. Arriba, bajo las farolas, la noche cobraba tintes azulados. El señor Spitzweg hubiera debido ser feliz.

 

***

 

¡Oh sí! ¡Hubo días hermosos! Un domingo al mediodía, en la feria de chatarra y de jamones de Chatou, se alejaron de la multitud y pasearon a orillas del Sena mientras picaban patatas fritas de una bolsa. Un sábado de febrero en el Père-Lachaise. Clémence nunca se hubiera imaginado que tuviera más visitantes la tumba de Jim Morrison que la de Chopin. Y aquella complicidad que se creó entre ellos en la oficina de Correos de la Rue des Saints-Pères. Clémence y Arnold no les habían contado nada a sus colegas. Nunca llegaban juntos, fingían saludarse con deliciosa reserva, y aquella primera sonrisa solapada. . . Su mundo estribaba en eso, en la maravillosa hipocresía de que hacían gala en el comedor, en el silencio del café de la esquina, en el Boulevard Saint-Germain.

-¿Cree usted que allá notan algo?

Seguían tratándose de usted, aunque eso no significa nada. El «usted» se enriquecía cada día con secretos compartidos, con distancia preservada. El «allá» tenía también su peso. El señor Spitzweg y Clémence Dufour no tenían a mucha gente de quien ocultarse. Lachaume, Dumontier y la señora Corval no llegaron a imaginarse el papel que desempeñaban en aquel juego de escondite un tanto ingenuo. En realidad, a nadie se le ocurría pegarse a ellos para pillarles in fraganti.

El mes de abril, el señor Spitzweg pasó toda una semana en Bécon-les-Bruyères. Hicieron el amor, lo que tanto temían. El señor Spitzweg continuaba siendo bastante adolescente al respecto. Conservaba costumbres que, pese al liberalismo de la época, le parecían un tanto vergonzosas, o deseaba que le parecieran vergonzosas. Pero ambos dieron muestras de buena voluntad y de paciencia, como si se enfrentaran a un problema delicado. Se acariciaron con deliciosa confianza, sin orgullo, y se alegraron muchísimo de no quedar del todo decepcionados. Después tomaron champán, como si hubieran aprobado un examen.

Aun así, no tardaron en buscarse las cosquillas. Por las mañanas, Clémence decía:

-¡Bueno! ¡Voy a hacer el fregoteo del desayuno!

«El fregoteo del desayuno.» La expresión horripiló al señor Spitzweg. Hablar de « fregoteo del desayuno» significaba que muy pronto el mundo no sería más que fregadas.

Tampoco era para tanto, por supuesto. Pero en la vida de Clémence Dufour había bastantes fregoteo, babuchas de felpa a la entrada del salón para que no se ensuciara, «pasadas» que darle a la mesa antes de poner los cubiertos. Por su parte, ella le reprochaba al señor Spitzweg las cenizas de Ninas que quedaban esparcidas por doquier, las manchas de pasta de dientes en las mejillas o los periódicos que dejaba tirados y desteñían el hule.

Cosillas insignificantes que uno no dice, por supuesto, en la embriaguez de los primeros tiempos. Pero esas cosillas insignificantes llevaban acumulándose veinte años, sin suscitar protestas de nadie, en la temible impunidad de la soledad. Muy pronto renunciaron a la idea de pasar tanto tiempo juntos. Era mucho mejor verse en momentos privilegiados.

-Al contrario de lo que pueda pensarse, lo cotidiano es lo más difícil de compartir.

El señor Spitzweg dejaba caer tranquilamente tal afirmación mientras hundía la cucharilla en el tarro de confitura, y Clémence Dufour se preguntaba de dónde le venía tanta cordura.

En lo que atañía al orden y al modo de guardar las cosas, Arnold y Clémence tenían temperamentos radicalmente opuestos. El señor Spitzweg guardaba todo lo externo, metía al azar en los armarios todo lo que sobresalía: correo, facturas, botellas empezadas. A Clémence Dufour, en cambio, le gustaba clasificar a conciencia, saber que lo invisible estaba domesticado en carpetas, en cajas, en armarios. Además, a veces tiraba cosas, en tanto que Arnold quería conservarlo todo. Los vídeos amontonados en el comedor de la Rue Marcadet se convirtieron un objeto de discordia. Sería quedarse corto decir que a Clémence le exasperaban. Sería quedarse corto decir que Arnold no quería desprenderse de ellos.

-¡Horas y horas de Benny Hill! No irá usted a decirme. . .

Ante la mirada que le lanzó su compañera, Arnold hubo de admitir la mediocridad de algunas grabaciones. Pero le consternó tener que confesarlo; con ellas se veía obligado a admitir la mediocridad de una parte de su pasado. Clémence le hacía vivir alegrías que hasta entonces no había experimentado; pero cada rayo de luz arrojaba una sombra sobre una costumbre o un objeto queridos. ¿Tan ridícula era su copita de oporto ribeteada con una franja dorada? Y así, sólo conservaron instantes privilegiados, cada vez más instantáneos, cada vez menos privilegiados. Renunciaron a tocarse. Una noche de junio, junto a las frescas fuentes del Trocadero, hablaron largo rato de la amistad después del amor y llegaron a la conclusión de que era difícil. Al regresar a su casa, el señor Spitzweg colocó en la pletina el concierto para piano número 21 de Mozart, el movimiento lento. Arrastró el sillón hasta la puerta abierta del balcón. Unos niños jugaban aún en la plazoleta. Se sentía muy bien, muy triste. Más tarde, se sirvió dos lágrimas de oporto en la copa dorada.

 

 

***

 

La historia con Clémence sigue ahí, como una astilla que va hundiéndose. Pero no es más que una historia; ha pasado, principio y fin. El señor Spitzweg está hecho para el presente. Sigue un poco turbado: felicidad, esperanza, futuro, memoria, las palabras grandilocuentes, todas las palabras que lastiman y que creía enterradas para siempre, le dejan una huella, un eco. Es como si Clémence Dufour hubiera arrojado una piedra al agua: las ondas se amplifican para luego espaciarse. El canal recobrará su quietud, ha de ser así.

El señor Spitzweg coge de nuevo su cesta. Va a comprar al mercado de la Avenue de Saint-Ouen, y es domingo. Le ronda por la cabeza una frase de Goscinny que le vuelve a la memoria de la época en que leía los episodios de el Pequeño Nicolás en el Pilote: «Un mercado es como un patio de escuela pero que huele bien». A ambos lados de la avenida, todo es un bonito patio de escuela. Hace buen tiempo, el aire tiene ese frescor de agua que precede por las mañanas a los días más calurosos. En la Avenue de Saint-Ouen se juntan todas las calles aledañas: la Rue Marcadet, la Rue Championnet, la Rue Ordener, la Rue Vauvenargues y la Rue Lamarck. Tocados árabes, gorras puestas al revés y sombreritos de señora se codean con entera naturalidad. Arnold Spitzweg se siente allí como pez en el agua. Eso es una vida auténtica. Un barrio popular. El señor Spitzweg está orgulloso de su barrio. Sabe que, no muy lejos, por la Avenue des Termes y el Parc Monceau, el distrito XVII puede caer en una fría elegancia. Sabe que, muy cerca, el distrito XVIII puede hundirse en la promiscuidad babilónica de Château-Rouge. Pero el mercado de la Avenue de Saint-Ouen constituye un precioso punto de equilibrio. Arnold Spitzweg compra cerezas Napoleón. Le encanta esa casi acidez del amarillo brillante que se confunde con el rosa. El vendedor le ofrece probar una y Arnold acepta. Expresa su opinión con un ademán.

-¡Pasa un poquito del kilo! ¿Lo dejo?

-Déjelo.

Lo que más le gusta al señor Spitzweg es la bolsa en la que se las entregan, con su dibujo impreso en verde y rojo: unas manzanas, un plátano, unas fresas y el eslogan «Coma fruta». Es agradable recorrer los puestos mientras comes cerezas. Arnold compra una alcachofa; le gusta el ceremonial de la alcachofa, la larga cocción, el ir arrancando las hojas, y el ritual de levantar el plato apoyándolo en un tenedor para recoger la vinagreta, con ese fondo un poco peludo que queda. Unas lustrosas berenjenas (¡fritas en la sartén, cortadas a finas rodajas, con ajo y perejil!), tres peras Williams. Frutas y hortalizas que requieren tiempo, gestos lentos, pelarlas pacientemente, lavarse las manos. El señor Spitzweg no tiene prisa. Liquidaría la compra en un momento, pero, una vez llena la cesta, se entretiene por puro placer, revuelve entre los casetes de música de gaita, incluso se pregunta si no comprarle una cartera al africano. Con frecuencia algún vendedor intenta camelárselo, Spitzweg debe de tener cara de dejarse engatusar:

-¿A que es una delicia la morcilla, caballero? ¡Mismamente la que comíamos de niños! ¡Se nota que el caballero se acuerda!

Arnold esgrime una sonrisa un poco boba. Le gustaría contestar, pero ¿el qué? La vida le ha dado un papel sin palabras. Arnold suspira. ¿Satisfacción, tristeza? ¿Qué más da comer después de la una? Se han acabado las citas. El señor Spitzweg no tiene prisa.