Destejiendo el Arco Iris

Imagine el lector una nave espacial llena de exploradores durmientes, colonos potenciales ultracongelados procedentes de algún mundo distante. La nave podría estar cumpliendo una misión desesperada para salvar a la especie antes de que un cometa imparable, como el que eliminó a los dinosaurios, impacte en su planeta natal. ¿Cuáles son las posibilidades de que la nave espacial encuentre alguna vez un planeta tolerable para la vida? Si, en el mejor de los casos, sólo hay un planeta de cada millón que sea adecuado, y si se tardan siglos en viajar de una estrella a otra, es patéticamente improbable que la nave encuentre un refugio apto y, menos aún, seguro para su cargamento durmiente.

Pero imaginemos que el piloto robot de la nave tiene una suerte indecible y, después de millones de años, acierta a encontrar un planeta capaz de albergar vida: un planeta de temperatura regular, bañado por una cálida luz estelar y refrescado por el oxígeno y el agua. Los pasajeros, nuevos Rip van Winkle, se despiertan y salen de la nave tambaleándose. Después de un millón de años de sueño, contemplan un planeta fértil, con ríos y cascadas rutilantes y prados lujuriantes, un mundo repleto de criaturas que surcan una exuberancia verde y extraña. Nuestros viajeros caminan en trance, estupefactos, incapaces de dar crédito a sus sentidos no habituados o a su suerte.

Como ya he dicho, este relato implica una suerte increíble; es improbable que ocurra algo así. Ahora bien, ¿acaso no es esto lo que nos ha ocurrido a cada uno de nosotros? Nos hemos despertado después de un sueño de cientos de millones de años, desafiando las posibilidades astronómicas en contra. Admito que no venimos al mundo en una nave espacial, ni irrumpimos en él con la conciencia ya despierta, sino que acumulamos conocimiento gradualmente a lo largo de la infancia. El hecho de que descubramos lentamente nuestro mundo en lugar de aprehenderlo de golpe no le resta nada de su maravilla.

Sé que estoy haciendo trampa. Al hablar de suerte estoy poniendo la carreta delante de los bueyes. No es ningún accidente que la vida tal como la conocemos se encuentre en un planeta cuya temperatura, pluviosidad y demás sean inmejorables. Si un planeta es apto para la evolución de alguna clase de vida, entonces las condiciones serán las idóneas para esa clase de vida. Pero en tanto que individuos seguimos siendo inmensamente afortunados. Somos unos privilegiados, y no sólo por poder gozar de nuestro planeta. Se nos ha concedido la oportunidad de comprender por qué nuestros ojos están abiertos, y por qué ven lo que ven, en el corto tiempo de que disponemos antes de que se cierren para siempre.

Aquí, me parece a mí, radica la mejor respuesta a esos tacaños de espíritu que andan siempre preguntando qué utilidad tiene la ciencia. En una de esas anécdotas míticas de autoría incierta, parece ser que cierto personaje le preguntó a Michael Faraday para qué servía la ciencia. «Señor», contestó Faraday, «¿para qué sirve un niño recién nacido?». Lo que Faraday (o Benjamin Franklin, o quienquiera que fuese) quiso decir es que un bebé podía no reportar nada en el presente, pero tenía un gran potencial de cara al futuro. Me gusta pensar que quiso decir algo más: ¿Qué utilidad tiene traer un niño al mundo si lo único que hace con su vida es trabajar para poder vivir? Si todo se juzga por lo «útil» que es (útil para seguir vivo, se entiende), entonces nos encontramos ante un argumento circular y fútil. Tiene que existir algún valor añadido. Al menos una parte de la vida debería dedicarse a vivirla, y no sólo a trabajar para retrasar su final. Ésta es la razón por la que encontramos justificada la inversión del dinero de los contribuyentes en las artes. Es una de las justificaciones legítimas para la conservación de especies raras y edificios hermosos. Es nuestra contestación a esos bárbaros que piensan que los elefantes salvajes y las casas históricas sólo debieran conservarse si «se pagan el viaje». Lo mismo vale para la ciencia. Por supuesto que la ciencia se paga el viaje. La ciencia es útil, desde luego, pero esto no es todo lo que importa.

Después de un sueño de cien millones de siglos hemos abierto al fin los ojos en un planeta suntuoso, de colores rutilantes y repleto de vida. Dentro de algunas décadas deberemos cerrarlos de nuevo. ¿Qué manera de invertir nuestro breve tiempo bajo el sol puede ser más noble y esclarecedora que trabajar para comprender el universo y nuestro despertar en él? Así contesto cuando se me pregunta (cosa que, para mi sorpresa, ocurre con frecuencia) por qué me molesto en levantarme por las mañanas. En otras palabras, ¿no es triste irnos a la tumba sin habernos preguntado nunca por qué nacimos? ¿Quién, con ese pensamiento, no saltaría de la cama ávido de continuar descubriendo el mundo y felicitándose de formar parte del mismo?

La poetisa Kathleen Raine, que estudió ciencias naturales en Cambridge y se especializó en biología, encontró un consuelo parecido cuando era una joven despechada que buscaba desesperadamente un alivio para el dolor que la abrumaba:

Entonces el cielo me habló en un lenguaje claro,

Familiar como el corazón, que el amor más cercano.

El cielo le dijo a mi alma: «¡Tienes lo que deseas!

»Ahora debes saber que has nacido junto con estas

nubes y vientos y estrellas y mares siempre en movimiento y habitantes de los bosques. Ésta es tu naturaleza.

»Levanta de nuevo tu corazón sin miedo,

Duerme en la tumba, o respira en el aire vivo,

Este mundo lo compartes con la flor y con el tigre».

«Pasión» (1943)

Existe una anestesia de la familiaridad, un sedante de la cotidianidad, que embota los sentidos y nubla la maravilla de la existencia. Para quienes no estamos dotados para la poesía, vale la pena, aunque sea de vez en cuando, hacer un esfuerzo para sacudirse la anestesia. ¿Cuál es la mejor manera de combatir la indolente habituación que produce nuestro gateo gradual desde la infancia? Es obvio que no podemos volar hasta otro planeta, pero podemos recobrar la sensación de despertar a la vida en un mundo nuevo si contemplamos nuestro propio mundo desde perspectivas no familiares. Es tentador echar mano de un ejemplo fácil como una rosa o una mariposa, pero vayamos directamente al extremo más extraño y profundo. Hace años asistí a una conferencia de un biólogo especialista en pulpos y sus parientes, calamares y jibias. Recuerdo cómo expresó su fascinación por estos animales: «Miren», dijo, «ellos son los marcianos». ¿Ha visto alguna vez el lector un calamar cambiando de color?

A veces las imágenes de televisión se proyectan en grandes paneles de diodos emisores de luz (LED). En lugar de una pantalla fluorescente con un haz de electrones que la barre de un lado a otro, la pantalla LED es un gran conjunto de lucecitas controlables individualmente. La intensidad de cada luz puede aumentarse o disminuirse, de manera que, desde cierta distancia, toda la matriz resplandece con imágenes en movimiento. La piel del calamar se comporta como una pantalla LED. En lugar de luces, la piel del calamar está tapizada de minúsculos sacos de tinta. Cada saco posee fibras musculares para su contracción. Mediante cordeles de marioneta atados a cada paquete de músculos, el sistema nervioso del calamar puede controlar la forma y, por ende, la visibilidad de cada saco de tinta.

En teoría, si pudiéramos interceptar los nervios que llevan a los diferentes píxeles de tinta y estimularlos eléctricamente mediante un ordenador, podríamos proyectar películas de Charlie Chaplin sobre la piel del calamar. El calamar no hace esto, pero su cerebro controla las conexiones con precisión y rapidez, y las películas cutáneas que exhibe son espectaculares. Ondas de color se desplazan por la superficie como nubes en un filme acelerado; ondulaciones y remolinos surcan la pantalla viva. El animal expresa sus cambios de humor a velocidad vertiginosa: es capaz de pasar en un segundo del pardo oscuro a un blanco fantasmal, y de modular rápidamente patrones de bandas y punteaduras entretejidas. En lo que respecta a cambiar de color, los camaleones son, en comparación, unos aficionados.

El neurobiólogo norteamericano William Calvin es uno de los científicos que en la actualidad se dedican a pensar sobre qué es realmente el pensamiento. Como han hecho otros antes, insiste en la idea de que los pensamientos no residen en lugares concretos del cerebro, sino que son pautas cambiantes de actividad superficial, unidades que reclutan a las unidades vecinas en poblaciones que se convierten en un mismo pensamiento, y compiten de manera darwiniana con poblaciones rivales de pensamientos alternativos. Estas pautas cambiantes no son visibles, pero tengo la impresión de que si las neuronas se iluminaran cuando se activan la corteza cerebral se parecería a la superficie del cuerpo de un calamar. ¿Piensa un calamar con su piel? Cuando un calamar cambia de repente su modelo de color, suponemos que ello es una manifestación de un cambio de humor dirigida a otro calamar. Un cambio de color anuncia que el calamar ha pasado de un talante agresivo, por ejemplo, a uno temeroso. Es natural presumir que este cambio de talante tuvo lugar en el cerebro, y que el cambio de color es la manifestación visible de pensamientos internos, externalizados con fines comunicativos. La conjetura que se me ocurre es que quizá los pensamientos mismos del calamar residan en la propia piel. Si los calamares piensan con la piel, entonces son todavía más «marcianos» de lo que mi colega creía. Incluso si esta especulación es demasiado cogida por los pelos (y lo es), el espectáculo de sus ondeantes cambios de color es lo bastante extraño para hacernos salir de nuestra anestesia de la familiaridad.

Los calamares no son los únicos «marcianos» que tenemos al lado mismo de la puerta. Piénsese en las grotescas caras de los peces abisales; en los ácaros del polvo, incluso más terroríficos si no fueran tan diminutos; en los tiburones ballena, simplemente terribles. Piénsese en los camaleones, que lanzan su lengua como una catapulta, con sus ojos sobre torretas giratorias y su paso lento y frío. Tambien podemos captar esa sensación de «otro mundo extraño» de manera igualmente efectiva mirando hacia nuestro interior, a las células que constituyen nuestro propio cuerpo. Una célula no es simplemente una bolsita de jugo. Está repleta de estructuras sólidas, laberintos de membranas replegadas de forma intrincada. Existen alrededor de 100 billones de células en un cuerpo humano, y el área total de estructuras membranosas en nuestro interior suma más de 80 hectáreas. Una granja ciertamente respetable.

¿Qué hacen todas estas membranas? Parecen rellenar la célula como guata, pero esto no es todo. Gran parte de las hectáreas plegadas se dedica a líneas de producción química, con cintas transportadoras, cientos de fases en cascada, cada una de las cuales conduce a la siguiente en secuencias organizadas con precisión, y accionado todo el conjunto por ruedas dentadas químicas que giran rápidamente. El ciclo de Krebs, el engranaje de 9 dientes responsable en gran parte de que tengamos energía disponible, gira a unas 100 revoluciones por segundo, y se repite miles de veces en cada célula. Los engranajes químicos de esta clase se encuentran alojados en las mitocondrias, cuerpos minúsculos parecidos a bacterias que se reproducen por su cuenta en el interior de nuestras células. Como veremos, hoy se acepta que las mitocondrias, junto con otras estructuras celulares vitales, no sólo parecen bacterias sino que descienden directamente de bacterias ancestrales que renunciaron a su libertad hace mil millones de años. Cada uno de nosotros es una ciudad de células, y cada célula es una aldea de bacterias. El lector es una gigantesca megalópolis bacteriana. ¿No levanta esto el manto de la anestesia?

Mientras que el microscopio ayuda a nuestras mentes a internarse en las extrañas galerías de las membranas celulares y el telescopio nos traslada a galaxias lejanas, otra manera de salir de la anestesia es retroceder con la imaginación a través del tiempo geológico. Es la edad inhumana de los fósiles lo que nos hace caer de espaldas. Tomamos un trilobite y los libros nos dicen que tiene 500 millones de años de antigüedad. Pero esta edad está más allá de nuestra comprensión. Nuestro cerebro ha evolucionado para comprender las escalas de tiempo de nuestra propia vida. Segundos, minutos, horas, días y años nos resultan fáciles de evaluar. Podemos habérnoslas incluso con los siglos. Pero cuando llegamos a los milenios nuestra espina dorsal comienza a estremecerse. Los mitos épicos de Homero; las gestas de los dioses griegos Zeus, Apolo y Artemisa; de los héroes judíos Abraham, Moisés y David, y su terrible dios Yahvé; de los antiguos egipcios y su dios sol Ra: todos ellos inspiran a los poetas y nos dan esa frisson de antigüedad inmensa. Es como si a través de nieblas fantasmagóricas atisbáramos los ecos ajenos de la antigüedad. Pero, en la escala de tiempo de nuestro trilobite, todo eso ocurrió ayer mismo.

 

Se han ofrecido muchas escenificaciones, y yo voy a ensayar otra. Escribamos la historia de un año en una única hoja de papel. Esto no permite entrar en demasiados detalles. Viene a ser como el sucinto «resumen del año» que los periódicos sacan a relucir el día 31 de diciembre, en el que cada mes merece sólo unas pocas frases. Escribamos después en otra hoja de papel el resumen del año anterior, y así sucesivamente, al ritmo de un año por hoja. Encuadernemos las hojas en un libro y numerémoslas. Decline and fall of the Roman Empire [Decadencia y caída del Imperio Romano] (1776-1788), de Gibbon, abarca unos 13 siglos en seis volúmenes de unas 500 páginas cada uno, de manera que cubre el terreno aproximadamente al ritmo del que estamos hablando.

«Otro maldito libro, grueso y cuadrado. ¡Siempre garabateando, garabateando y garabateando! ¿Eh, Señor Gibbon?»

William Henry, primer duque de Gloucester (1829)

Este espléndido volumen que es The Oxford Dictionary of Quotations [Diccionario de citas de Oxford] (1992), del que acabo de copiar esta observación, es asimismo un maldito libro grueso y cuadrado, que tiene el tamaño más o menos adecuado para retrotraernos a los tiempos de la reina Isabel I. Tenemos un patrón aproximado de tiempo: 10 cm de grosor de libro para registrar la historia de un milenio. Una vez establecida nuestra norma, sumerjámonos en el ajeno mundo del tiempo geológico profundo. Coloquemos el libro del pasado más reciente plano sobre el suelo, y después amontonemos sobre él la pila de libros de los siglos anteriores. Ahora coloquémonos junto al montón de libros a modo de vara de medir viva. Si queremos leer acerca de Jesús, por ejemplo, deberíamos seleccionar un volumen situado a 20 cm del suelo, justo por encima del tobillo.

Un famoso arqueólogo desenterró a un guerrero de la edad del bronce con una máscara facial magníficamente conservada y exclamó alborozado: «He contemplado la faz de Agamenón». Manifestaba así poéticamente su reverencia por haber penetrado en la antigüedad legendaria. Para encontrar a Agamenón en nuestro rimero de libros, tendríamos que agacharnos hasta un nivel situado hacia la mitad de las espinillas. En algún lugar cercano encontraríamos a Petra («Una ciudad rosa y roja, la mitad de antigua que el tiempo»), Ozimandias, rey de reyes («Contemplad mis obras, vosotros los poderosos, y abandonad la esperanza») y esa enigmática maravilla del mundo antiguo, los jardines colgantes de Babilonia. Ur de Caldea y Uruk, la ciudad del legendario héroe Gilgamesh, tuvieron su día un poco antes, y encontraríamos relatos de su fundación a un nivel algo más cerca de nuestras rodillas. Por ahí se encontraría la más antigua de las fechas, según el arzobispo del siglo XVII James Ussher, quien calculó que el 4004 a. de C. era la fecha de la creación de Adán y Eva.

La domesticación del fuego es uno de los grandes hitos de nuestra historia: de ella se derivó la mayor parte de la tecnología. ¿A qué altura de nuestra pila de libros se encuentra la página en la que se registra este descubrimiento épico? La respuesta es toda una sorpresa si se piensa que podríamos sentarnos cómodamente sobre el montón de libros que abarca toda la historia documentada. Las trazas arqueológicas sugieren que el uso del fuego fue descubierto por nuestro antepasado Homo erectus, aunque no sabemos si hacía fuego o simplemente lo mantenía encendido. De esto hace medio millón de años, de manera que para consultar el volumen correspondiente de nuestra analogía tendríamos que trepar hasta un nivel ligeramente superior al de la Estatua de la Libertad. Una altura vertiginosa si se tiene en cuenta que Prometeo, el legendario suministrador del fuego, es mencionado por primera vez algo por debajo de nuestro tobillo en nuestra pila de libros. Para leer acerca de Lucy y nuestros antepasados australopitecinos africanos tendríamos que trepar a más altura que la de cualquier edificio de Chicago. La biografía del antepasado común que compartimos con los chimpancés sería una frase en un libro situado a una altura doble que la anterior.

Pero nuestro viaje en busca del trilobite no ha hecho más que empezar. ¿Qué altura debería tener el rimero de libros para acomodar la página en la que se celebra rutinariamente la vida y la muerte de este artrópodo en su somero mar del Cámbrico? La respuesta es unos 56 kilómetros. No estamos acostumbrados a tratar con alturas como ésta. La cumbre del monte everest está a menos de 9 kilómetros sobre el nivel del mar. Podemos hacernos una idea de la edad del trilobite si situamos el montón de libros a 90 grados sobre el suelo. Imagínese el lector un estante de libros tres veces más largo que la isla de Manhattan, abarrotado de volúmenes del tamaño del Decline and fall de Gibbon. Abrirse camino leyendo hasta el trilobite, aunque cada año ocupe sólo una página, sería más laborioso que deletrear los 14 millones de volúmenes de la Biblioteca del Congreso. Pero incluso el trilobite es joven comparado con la edad de la vida misma. Las vidas químicas arcaicas de los primeros organismos, los antepasados comunes del trilobite, las bacterias y nosotros mismos, estarían registradas en el volumen 1 de nuestra saga, situado en el extremo opuesto de un estante maratoniano que se extendería desde Londres hasta las fronteras de Escocia, o bien atravesaría Grecia desde el Adriático al Egeo.

Puede que estas distancias sigan siendo irreales. El arte de concebir grandes números mediante analogías consiste en no sobrepasar la escala de lo que las personas pueden comprender. De lo contrario, la analogía no mejorará nuestra perspectiva. Abrirse camino leyendo a través de una biblioteca de historia cuyos volúmenes ocupan una estantería que va de Roma a Venecia es una tarea casi tan incomprensible como la cifra desnuda de 4000 millones de años.

He aquí otra analogía. Extienda el lector completamente los brazos para abarcar toda la evolución desde su origen (en la punta de los dedos de la mano izquierda) hasta la actualidad (en la punta de los dedos de la mano derecha). En todo el trecho que va desde la mano izquierda hasta bien pasado el hombro derecho, la vida no consiste en otra cosa que bacterias. La vida pluricelular e invertebrada surge en algún punto en torno al codo derecho del lector. Los dinosaurios aparecen en medio de la palma de la mano derecha, y se extinguen hacia la última articulación del dedo. Toda la historia de Homo sapiens y de nuestro predecesor Homo erectus está incluida en el grosor de la punta de una uña cortada. En cuanto a la historia documentada: los sumerios, los babilonios, los patriarcas judíos, las dinastías faraónicas, las legiones romanas, los padres cristianos, las leyes inmutables de los medos y persas; Troya y los griegos, Helena, Aquiles y Agamenón; Napoleón y Hitler, los Beatles y Bill Clinton; ellos y todos los que los conocieron serían arrastrados por una leve pasada de una lima para uñas.

A los muertos se les olvida rápidamente,

Son mucho más numerosos que los vivos, pero ¿dónde están sus huesos?

Por cada hombre vivo hay un millón de muertos,

¿Se ha ido su polvo a la tierra que no se verá nunca?

No habrá aire para respirar, con un polvo tan espeso,

No habrá espacio para que el viento sople ni para que la lluvia caiga;

La Tierra será una nube de polvo, un suelo de huesos,

Sin siquiera lugar para nuestros esqueletos.

Sacheverell Sitwell, «La tumba de Agamenón» (1933)