El laberinto de las sirenas

En Nápoles

Unos días después, el señor Murano y Galardi iban a un gran hotel de Nápoles, a orillas del mar.

Juan Galardi tenía entonces veintisiete años, un gran vigor físico y un aire dominador. Era alto, ágil, esbelto, tostado por el sol, con el pelo que comenzaba prematuramente a blanquear, que contrastaba con su aire de juventud, el brillo de sus ojos y su bigote negro. Su aspecto era de hombre serio y grave.

Al día siguiente de estar en el hotel ya se sabía quiénes eran Galardi y el señor Murano, y el acto del piloto, echándose al agua para salvar al judío, se había divulgado y Galardi se vio sonreído por las damas.

-¡Qué guapo! ¡Qué gentil! -decían algunas señoras, mirándole a la cara.

Galardi desviaba la vista con cólera.

-Es un salvaje -añadían las señoras-, pero es un salvaje simpático.

Pocas noches después, en el comedor del hotel, Galardi vio por primera vez a la marquesa Roccanera. El señor Murano se la mostró. Era alta, morena, de un perfil clásico; el óvalo de la cara, alargado; los ojos, negros, grandes, quizá algo sombreados artificialmente; la boca, fresca; el talle, muy esbelto. Era una mujer hermosa, elegante, con unas posturas un poco teatrales y el aire fascinador.

Él la contempló con cierto asombro, y ella, sin duda, harta de admiraciones, hizo con la boca una mohín de desdén.

Esto le pareció mejor a Galardi que no que le dirigieran cumplimientos como a una señorita.

Por la noche había baile en el hotel. El señor Murano, con su cara cárdena, sus pelos negros, rizados, y un enorme puro en la boca, se paseaba por el salón, vestido de etiqueta, hablando frenéticamente a sus conocidos, con un aire entre llorón e inspirado, bailando con las señoras, presentando a todos a su amigo Galardi, su salvador, un marino español, arisco como un gato montés.

Galardi fue presentado a la Roccanera por Murano.

-Doña Laura, marquesa Roccanera. . ., el marino español Juan Galardi.

La marquesa le acogió con una amabilidad extraordinaria.

Estaba la Roccanera en compañía de una amiga suya, María Santa Croce. La Santa Croce era una mujer joven, delgada, con una cara de galgo; los ojos, grandes y azules, claros; la cara, muy estrecha; la nariz, larga y algo torcida; el pelo, rubio, y la boca, grande. Era un tipo que a primera vista parecía de un taller de Montmartre; pero había algo en ella más fino, algo de raza aristocrática, que no es frecuente en una modelo de pintor.

La Santa Croce tenía fama de ser graciosa y alegre y fácil para los caprichos amorosos.

Iba con frecuencia acompañada de una vieja dama, cubierta de colorete y de afeites y llena de joyas.

La Santa Croce pareció tomar una afición inmediata por Galardi, y manifestó un deseo ostensible de conquistarle, que estorbó la Roccanera con sus sonrisas. Galardi quedó entusiasmado con la espléndida belleza de la marquesa. Ésta bailó con algunos jóvenes napolitanos, airosos y elegantes; ahora, con uno; luego, con otro; coqueteando con todos, y mirando con frecuencia y sonriendo a Galardi.

El vasco no se encontraba completamente a gusto. Aquellas damas, que le miraban con curiosidad; el tener que levantarse a cada paso para ser presentado; los jóvenes elegantes y finos, de hombros anchos y rígidos y de caderas estrechas, como los antiguos egipcios, que sonreían, saludaban e interrumpían su seriedad habitual con gracias histriónicas y movimientos de bufón, le molestaban. Echaba de menos el camarote de su barco.