El beso del cosaco

Magdalena estará cocinando

 

Olía a papas con alcauciles cuando Elsa Sheenan entró en La Desembocadura. Durante más de cincuenta años había viajado por todo el mundo con un ánimo, si no estrictamente aventurero, sí lleno de incansable curiosidad, y ese terco interés por lo desconocido, que en realidad era una forma apacible de rebeldía contra su destino en exceso afortunado, no excluyó jamás las temeridades culinarias. No sólo los platos más refinados e imaginativos de los restaurantes más prestigiosos -por los que siempre habría optado de haber tenido que elegir entre cualquiera de ellos y cualquier deslumbrante joyería-, sino los más primitivos o estrambóticos, los más enigmáticos o desafiantes, los más rudos o resbaladizos, habían encontrado siempre la voluntariosa disposición de Elsa Sheenan a probar sabores no ya nuevos y extraños, sino a todas luces preocupantes. Junto al género mejor catalogado y más cotizado y los ingredientes más caros y de mayor aprecio, las carnes más inesperadas, los pescados y mariscos más asombrosos, las legumbres y verduras más irreconocibles, y las combinaciones más arriesgadas, así como las salsas más abruptas o armoniosas y las especias más feroces o sutiles, se habían ido concentrando como soldados de fortuna en el intrépido paladar de aquella mujer empeñada en contrariar -siempre que se le presentaba la ocasión, por deslucida que pareciese- la feliz y decorosa rutina de su vida. Pero a la hora del regreso, después de tantos años de ausencia, el que se había convertido en el aroma preciso de su memoria era aquel cálido y tembloroso olor de un guiso adormilado de papas con alcauciles.

Pensó: «Magdalena estará cocinando».

Resultaba evidente, sin embargo, que Irene no había sentido ningún olor. Lo primero que había hecho Elsa Sheenan cuando su olfato descubrió el olor del guiso, con la agilidad y el tino con que un perro de caza descubre entre la retama una tórtola malherida, fue cerrar los ojos y concentrarse un instante en aquel súbito resplandor de los tiempos lejanos, pero inmediatamente miró a su hija y comprendió que Irene no olía nada. «La estética dichosa», pensó. Y es que Elsa llevaba años convencida de que las innumerables y no siempre consecutivas operaciones de estética facial a las que su hija venía sometiéndose desde 1976, semanas antes de cumplir los cuarenta años, le habían causado estragos en los cinco sentidos, como si, al ir estirándole la piel y corrigiéndole derrumbes y deterioros, hubieran ido también desencajándole el hervor secreto de las mejillas, la misteriosa estructura del paladar, la delicada red de vericuetos del oído, el alambicado juego de luces y sombras de la vista, y, desde luego, la trama de altísima precisión en la que se cultiva el olfato. Irene no olía, o quizás lo hiciera con creciente arbitrariedad y a destiempo. Elsa incluso albergaba la desoladora sospecha de que su hija no sentía ya la turbación o el consuelo de un beso o una caricia, de que todo lo que comía y bebía le sabía a nada o a lo mismo, de que ningún sonido le despertaba la nostalgia o el deseo.

Tampoco parecía ver demasiado bien o con suficiente confianza. Porque allí estaba Irene, al parecer sumida en el desconcierto, con la mirada fija -y perpleja, como un arpón que hubiera ido a clavarse en un blanco imprevisto- en la figura de caoba rubia y oscurecida por el tiempo, de tamaño natural y vestida con uniforme de gala, de Vladimir El Cosaco, que allí seguía, en el vestíbulo de La Desembocadura, como único e impertérrito defensor de sus legendarios y extraviados dominios.

-¿No hueles? -le preguntó Elsa a su hija, no con ánimo de reproche, sino con el irremediable desconsuelo que le producía el temor de que Irene, al ignorar o repudiar aquel olor, la hubiese abandonado por fin a su última soledad.

-Es exacto a como me lo imaginaba -murmuró Irene-, como si hubiera vivido con él toda mi vida.

Desde luego, Irene no se refería al olor, sino a Vladimir. Nunca lo había visto, ni siquiera en fotografía, porque -aunque a veces las cartas que Magdalena estuvo escribiéndole durante toda su vida a su hermana Elsa iban acompañadas de fotos o postales que daban fe de cómo eran o iban cambiando los miembros de la familia, o de cómo se iba transformando la ciudad- en la casa de estilo español de Del Mar, la pequeña y elegante localidad del condado de San Diego en la que Elsa vivió durante treinta y siete años con Robert Sheenan Jr., y en la que continuó viviendo tras la muerte de su segundo marido a pesar del reproche de los recuerdos, jamás se recibió una foto de la imponente escultura de madera del oficial cosaco de aparatosos bigotes y porte solemne que, según la emocionante leyenda familiar, diezmaba selectiva y precozmente, de generación en generación, con su beso incurable, la por lo demás adocenada estirpe de los Medina. Cierto que Irene siempre se había burlado de aquel prodigio, demasiado novelesco y exótico para una mujer educada en el apabullante sentido práctico y el moderno e impetuoso paganismo de California, pero ahora daba la impresión de estar paralizada por la incredulidad ante la repentina revelación de que también ella, como Elsa le había dicho siempre, fue besada, el día de su nacimiento, por el cosaco Vladimir.

Lo único que no encajaba en la leyenda era la edad de Irene. Estaba a punto de cumplir sesenta y tres años, de modo que se había alejado hasta lo grotesco del tiempo inclemente pero deslumbrante que acoge para siempre a los muertos jóvenes y hermosos, a pesar de que las cada vez más audaces operaciones de cirugía plástica se empeñaran sin descanso, y con éxito más que discutible, en fabricarle sobre el rostro una copia de la juventud. Elsa, en algún momento, llegaba a pensar: «Puede que no sea una insensatez o una manera de castigarse por tanto fracaso matrimonial, sino un cochino truco del destino para que por fin pueda cumplirse a rajatabla la condena que le corresponda por el beso del cosaco». A ella misma aquellas cavilaciones terminaban por parecerle exageradas, cuando no atrabiliarias hasta la ridiculez, pero jamás consiguió quitarse del todo de la cabeza la idea de que aquel lunar confuso que Irene tenía sobre la clavícula izquierda, con la enigmática imprecisión de un barco abandonado en tiempos remotos en alta mar, no era sino la marca de nacimiento que había implantado una tormentosa y lacerante rareza en aquellos Medina que Vladimir había ido eligiendo en su condición de sicario de la fatalidad, y los había conducido con implacable prontitud a la desdicha y a una muerte temprana. Por tener una marca así, Elsa Sheenan había hecho a lo largo de su vida un buen puñado de cosas extraordinarias.

Irene se había casado y divorciado tres veces, y por ello se había llamado de forma consecutiva Irene Bradley, Irene Schiff e Irene Rush, y tal vez en esos apellidos bárbaros, y desde luego en su propio apellido de soltera -Sheenan-, que se había empeñado en rescatar después de que se rompiera su último matrimonio, quizás como una manera de obligarse a sí misma a no intentarlo de nuevo, estuviese la explicación de que la marca de nacimiento estampada sobre su clavícula izquierda, además de estar desplazada algunos centímetros -según la leyenda que Elsa había oído de labios de su propia madre, el día que mataron a Genaro Medina Jones, Vladimir besaba en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda, no sobre ella-, pareciese también desdibujada y, tal vez, desactivada. En realidad, Elsa siempre había mantenido en secreto -porque comprendía que no era de recibo- la extravagante sospecha de que Irene no era del todo hija de Robert Sheenan Jr., ni del todo hija de Álvaro Soto, su primer marido, sino de los dos, como si el embarazo, acaecido en los días en que el adulterio irrumpió con desordenada fiereza en las vidas de Elsa y Robert, hubiera sido consecuencia de una atropellada mezcla de espermas, sin precedentes en la historia de la obstetricia. En aquellos días inflamados de gozo y desesperación, Elsa llegaba a veces a hacer el amor con Álvaro y Robert con apenas una hora de diferencia, y cuando, tres semanas después de conocer su embarazo, abandonó abruptamente a Álvaro para huir a América con Bob, su instinto continuaba siendo incapaz de discernir si la criatura que llevaba en las entrañas era hijo de uno u otro, y esa confusión, que juzgaba contraria a la sabiduría de la naturaleza, la llevó a especular, siempre en secreto, que quizás fuese hija de ambos.