Ripley Bogle

Así que aquí me tienes, en pleno mes de junio, con los testículos congelados y los pies como témpanos, enzarzado en todo un cuerpo a cuerpo con la hipotermia. ¡Tengo tanto frío que se me ha quitado hasta el hambre, rediós! (Y eso que la Desnutrición y el Debilitamiento me hacen señas con una mezcla de coquetería y timidez, miradas afables y sonrisas refinadas.) Sí, hace un frío espantoso, pero ya empieza lentamente a remitir. Intento olvidarme de él en la medida de lo posible. Parece lo más razonable. Al fin y al cabo, después de cierto tiempo el frío de verdad (la auténtica ola de frío polar) se convierte en una cuestión teórica. Como una inquietante convicción intelectual, incordia, pero no llega a irritar. Anestesia contra sí mismo, algo que yo le agradezco. Todo esto confiere al asunto de la congelación una especie de grotesca respetabilidad ascética, pese a lo cual podría prescindir de ella sin el menor problema. . . Pues sí, así soy yo.

En este preciso instante estoy sentado en un gélido banco de St James's Park, satirizando de mala manera la prismática luz de pacotilla de la noche. Reconozco que no podría estar haciendo cosa más vomitiva que ésta, pero ahora mismo mi abanico de posibilidades no es precisamente enciclopédico.

Dos cosas curiosas dignas de mención.

En primer lugar, que a pesar de este frío de cojones y de la tremenda incomodidad que siento en general, no puedo evitar ponerme sentimental ante esta claridad crepuscular que nimba el parque. Me revienta tener que decirlo, pero parece como si esta noche el mundo se hubiera vestido de gala para mí. Irá a algún sitio especial. Si la conociese algo mejor, intentaría sacarle un billete de cinco libras o algo así. ¿Querías esteticismo? Pues ya lo tienes. Pero no voy a sacarle nada. De un tiempo a esta parte el mundo y yo andamos un poquito distanciados.

La segunda cosa digna de mención es que estoy sentado en este banco congelado, amenazando con caerme de él en cualquier momento y morirme de puro pobre, a pesar de que me encuentro a menos de trescientos metros del palacio de Buckingham. (Esta idea tiene la irritante tendencia a hacer que me tronche de risa.) Ahí dentro está la reina. ¡Jobar, puede incluso que esté sentada ahora mismo junto a una de esas rígidas y parpadeantes ventanas, mirándome! Puede que esté riéndose de mí mientras me pongo todo belsenesco y me quedo hecho una sopa. (Se ha puesto a llover. Puta lluvia. . .) No me sorprendería lo más mínimo. Es que incluso los mayores memos de ese lugar se alimentan mejor que yo. . . Aunque lo cierto es que da igual el lugar que sea, porque prácticamente cualquier memo se alimenta mejor que yo. (Aquí me vuelvo a reír como el auténtico gilipollas que soy.) Se me ocurre que soy más culto, más guapo y más majo que la reina y, sin embargo, estoy muriéndome de hambre en el jardín de delante de su casa. ¿Qué habría dicho Charlie Dickens sobre esto?, me pregunto.

A decir verdad, hay otra cosa digna de mención. Es la más insensata y estúpida de todas, y es que en realidad esta situación no me importa mucho. En el fondo no. No estoy desesperado. Lo que quiero decir es que el hecho de que sea un mugriento vagabundo sin comida y sin dinero no me molesta tanto como debería. Debo de estar mal del azotea. ¿Desde cuándo la indigencia es un caldo de cultivo para la indiferencia y la despreocupación? Pero así son las cosas. En medio de la pobreza y la degradación me siento extraña y nebulosamente feliz. Como el capullo y la irresistible monada que soy, me da la impresión de que las cosas no van tan mal después de todo. Ni que decir tiene que estoy terriblemente equivocado. Las cosas van pero que muy mal, y todo indica que van a ir a peor. No obstante, me veo en este momento puro y fresco, castigado y demacrado por la adversidad. La lucha continúa, pero yo me mantengo en pie. A mí no me va lo de escaquearse; eso se lo dejo a los bien alimentados, a los sensatos. De acuerdo, puede que esté olvidándome del viejo argumento de las congelaciones, la desnutrición y la falta de techo, pero eso es lo de menos.

Tú piensa, sólo, en lo que me proporciona la privación, ese severo filántropo. ¡Ay. . .! No sin cierta desesperación, trato de acordarme de qué es lo que me proporciona exactamente. ¡Ah, sí! Eso es. Por supuesto. . .

Los dones de la reflexión y la memoria, eso es lo que me proporciona. Bien, ¿y qué más? La reflexión y la memoria. Yo recuerdo y reflexiono. Dispongo de mucho tiempo, y hay muy pocas cosas que me distraigan en realidad. En efecto: estar en la miseria es fundamental para la formación de un talante intelectual en verdad incisivo. Piensa en Dickens y en Orwell. ¿Qué habría sido de ellos si al principio no hubieran pasado una fructífera temporada azotando las calles?

La reflexión y la memoria: unas cosas sorprendentemente buenas. Confieso que mi inteligencia se reduce a manifestaciones meramente esporádicas, pero la mnemotecnia constituye para mí un apoyo sólido y estable. Los momentos reproducibles: en ellos se cifra mi pequeña historia. En la revisión, en las reflexiones lechosas y los olvidos nebulosos. Corrector: yo y mis atrevidos caprichos de autor damos cabida a la realidad y la zarandeamos.

Con ellos me consuelo. ¿No harías tú lo mismo?

 

 

Más cosas sobre mí, creo. Algunos detalles. Algunos datos sobre mi pasado. Tu medida y tu patrón.

Mido un metro ochenta. Mi peso fluctúa y no es nada bueno en este momento. Tengo los ojos verdes (y preciosos), la cara pálida y el pelo oscuro. (Ahora es de un color bastante indefinido debido al abandono y a una taimada pátina de mugre, pero en cualquier caso es oscuro.) Tengo veintiún años, me llamo Ripley Bogle y me dedico a pasar hambre, morirme de frío y llorar como un histérico.

Soy mitad galés y mitad irlandés. Perdonarás mi franqueza si te digo que esto es una puta mierda. Nunca consigo saber a quién aborrezco más: si a los galeses o a los irlandeses. (En general ganan los galeses por un estrecho margen.) La parte irlandesa de mi familia es la de mi madre. Ahora bien, todas las mujeres irlandesas que he conocido eran un verdadero espanto, y te alegrará saber que mi madre no era ninguna excepción. Estaba hecha una auténtica foca, la tía. Probablemente ya esté muerta; al menos eso quiero creer. Me parece que su padre (mi abuelito) sigue vivo, y debe de estar echando a perder su vida en las inmundas calles de Belfast. Su padre, mi bisabuelo materno, es el único miembro irlandés de mi familia que ha alcanzado una posición mínimamente digna en este mundo. Esta posición es la de héroe oficial. Logró semejante honor después de que le arrancaran las piernas y buena parte de los testículos en Passchendaele mientras luchaba por la nación británica contra el ejército alemán. Por aquellas mismas fechas, a su hermano (¿mi bitío?) le arrancaron la cabeza en O'Connell Street mientras luchaba por la nación irlandesa contra el ejército británico en el levantamiento de Pascua. El resto de la familia forma el típico elenco de soplapollas infrahumanos gaélicos.

Lo que está claro es que mi padre está muerto. De eso estoy seguro. Aunque menos repulsivo que mi madre desde el punto de vista físico, era mucho más hijoputa. Recuerdo con cariño que en una ocasión intentó sacarme las tripas con un botellín roto de Bass. Creo que yo entonces tenía ocho años. Probablemente hubiera acabado asesinando a ese cabrón de mierda si él no se me hubiese adelantado esparciendo la mayor parte de sus órganos vitales por el suelo de la cocina antes de que yo tuviera edad o fuerzas para rajarle con mis propias manos. No sé mucho sobre sus antepasados. Seguro que eran unos repugnantes cabronazos gaélicos como él.

¿Severo? ¿Poco convincente? Sí, quizás un poco. No sé muy bien por qué me molesto en hacer toda esta crítica, esta pseudosátira de los cojones. En realidad no me pega, y además no se me da precisamente bien. Cuando era más joven sí que se me daba bien lo de ser cruel e insultante: tenía don para hacer daño y condenar sin paliativos. En aquel entonces la idea me encantaba; me parecía una herramienta o un arma de lo más útil. Ahora me parece que no conduce a ninguna parte. Es una verdad a medias, la mera mitad de nada.

Para mí es como si la historia se hubiera detenido. Opté por dejarlo todo. Tiré la toalla y me entregué a la sencilla comodidad del fracaso y la decadencia. Simplemente capitulé ante el mundo y desaparecí del mapa de forma tan silenciosa y discreta como pude. Ahora aquí estoy, tan feliz. Llevo todo el año sin dormir bajo techo. Terrible, ¿verdad? Tengo los músculos y tendones atrofiados de los excesos y las horas extras. La piel se me está poniendo gris de la falta de calor. Soy mucho más que un simple vagabundo: soy un claustrofóbico, un ermitaño, un profeta, un perdedor, un cero a la izquierda. ¡Soy un símbolo de la época, rediós! Pero no exageremos; hago lo que me apetece.

Ahora bien, antes era un triunfador, por así decirlo. Era un hombre sensato; un hombre buscado, agasajado y adinerado. Ahora no soy nada. Nadie me conoce y subsisto a duras penas. Voy a pasar a mejor vida, es decir, voy a fundirme con la realidad. Soy el hombre de antes de ayer.