Sin rumbo cierto

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América, América

América, no invoco tu nombre en vano.

Pablo Neruda

 

Con Marina en Nueva York

Pensábamos pasar un mes en Nueva York, pero pocas ciudades me han fascinado tanto como aquélla entonces. Creo que las ciudades tienen su momento en la vida de cada uno y hay que acertar con él. Londres estará siempre asociada a mi niñez; la visión de Venecia es la romántica de un chico de dieciséis años; Nueva York fue un símbolo de mi juventud y Roma, de mi vejez.

En el momento en que Marina empezó a vivir conmigo en Nueva York rompió las relaciones con su padre, pero, como sólo tenía 21 años, su padre seguía teniendo aquello, entre grotesco y espantoso, que se llamaba la patria potestad. Por tanto, y pensando en el regreso a España, decidimos casarnos. Yo lo hubiera hecho sólo por lo civil, pero en España, en aquel momento, no servía para nada una boda civil en Nueva York, y la verdad es que regresar y encontrarme con que mi intemperante suegro volvía a armar un drama calderoniano por vivir amancebado con su querida hija, no me hacía ninguna ilusión. Así que fui a una iglesia y pregunté cuál era la boda más barata. Me dijeron que una de trece dólares, y ésa fue la que escogí. Si a eso le sumamos los diez que cobró el Ayuntamiento por el matrimonio civil, por veintitrés dólares nos casamos ante tres testigos, y aquí paz y después gloria. Hasta el cura que nos casó se daba cuenta de que aquello era un farsa. La ceremonia duró siete minutos; como se ve la religión católica controla eso muy bien: trece dólares son siete minutos. Ese día cenamos con unas botellas de un vino italiano magnífico, el Valpolicella. Porque en Nueva York, contra lo que muchos ignorantes me habían dicho, se comía magníficamente bien, con una variedad de restaurantes impresionantes: cubanos, indios, chinos. . ., y con unas tiendas de vinos muy variados y a buenos precios.

Vivimos en Manhattan, en Broadway Avenue, en un hotel antiguo, agradable y silencioso, lleno de jubilados y un poco tristón, en el que los más ruidosos éramos nosotros. Nos hacía mucha gracia, sobre todo un grupo de señores ancianos que se reunían en el salón del hotel. Todos parecían haber combatido con el general Custer.

Nos pasábamos los días viendo museos. Recuerdo el Metropolitan y mi pasión, entre otros cuadros magníficos, por los Rembrandt. Aunque mi preferido era un retrato de Simonetta Vespucci pintado por un artista italiano poco conocido que se llamaba Lorenzo di Credi. La belleza de aquel cuadro aún perdura en mi memoria. También recuerdo con mucho cariño la Frick Collection, aparte de por sus cuadros -entre ellos dos Vermeer-, porque era un oasis de silencio y de paz, curiosamente en plena Quinta Avenida y tantos otros museos y galerías de arte.

Paseamos mucho por la ciudad, algunos días sobre la nieve, a varios grados bajo cero. Una vez nos encontramos, a las nueve de la mañana, al profesor José Olivio Jiménez -un testigo de nuestra boda, que iba a su trabajo, y le pareció asombroso que nos dedicáramos a pasear por la nieve a esa hora.

fantasmas en la nieve

Andas bajo la nieve, con las botas mojadas

y el blanco abrigo afgano,

por la orilla helada del Hudson,

una tarde oscura de febrero.

Luego, desnuda, en el cuarto caluroso,

miro la curva suave de tu culo,

el empapado brillo de tus ojos,

mientras sigue cayendo nieve en los cristales.

Es un recurso simple, muy poco original,

pero lo guardo para aquellas horas

en que volviendo atrás, sin amor y sin odio,

intentando recordar, acercar nuestra historia,

sólo quedan retocadas anécdotas, viejas fotografías

y unas pocas palabras desgastadas.

Gotas en tu frente y el brillo de tus ojos,

errantes y abrazados en la ciudad extraña,

así ríes aún, así regresas hoy, así nos imagino,

borrados y distantes, fantasmas en la nieve.

(Antes que llegue la noche, 1985)

Aun sin trabajar, Nueva York cansaba porque era inagotable: casi cada día se inauguraba una exposición que me interesaba. Todo era a lo grande; ibas por una calle y, de pronto, te encontrabas en la acera unas esculturas de Henry Moore que estaban sacando de una galería de arte. Entrabas en otra galería y te ofrecían una pequeña figura de Giacometti, lo que estaba muy lejos de nuestras posibilidades económicas. Acostumbrado al provinciano Madrid, aquello parecía un sueño. Comprendí que fuera la ciudad mítica de mi admirado Scott Fitzgerald, a quien recordé en el Hotel Plaza.

Scott Fitzgerald era un escritor que me había subyugado desde que lo descubrí. Recuerdo que había leído Suave es la noche en Astorga, la Semana Santa de 1963, cuando yo estaba allí pasando unos días retirado. Al terminar la lectura, escribí entonces un poema muy malo sobre ella y pensé que, si alguna vez escribía una novela, me gustaría que se pareciera a aquélla. Es curioso la influencia que tuvo aquel libro sobre un cineasta que me entusiasmaba por aquellos mismos años: Antonioni. La aventura y La noche son dos películas que le deben mucho a Fitzgerald. Inclusive Lea Massari, una de las protagonistas de La aventura, está leyendo Suave es la noche, un detalle del que no mucha gente se ha dado cuenta. Por entonces Scott Fitzgerald estaba bastante olvidado. Luego el cine, en especial al adaptación de El gran Gatsby, con Robert Redford, crearía una nueva moda y sus obras volvieron a editarse por millones. Durante los años de mi matrimonio con Marina, sus libros -y la primera biografía suya que compré precisamente en Nueva York- se convirtieron en libros de cabecera.

Un día leí en el New York Times una entrevista con Lawrence Durrell en la que se anunciaba una lectura suya en The Poetry Center, un lugar donde habían leído su poesía todos los grandes, de Eliot a Neruda. Fuimos a la lectura y después nos lo presentaron. Recitó poemas, charló, fue una intervención bastante entretenida. Algo mágico: Alejandría de pronto reencontrada en Nueva York. Era tal, en definitiva, la cantidad de cosas interesantes que fuimos a Nueva York para pasar un mes y nos quedamos tres. Nos habríamos quedado mucho más, pero se imponía pensar en el dinero.