La ignorancia

Traducido del original francés por Beatriz de Moura

1

-¿Qué haces aquí todavía? -no había mala intención en el tono de su voz, pero tampoco era amable; Sylvie se impacientaba.

-¿Y dónde quieres que esté? -preguntó Irena.

-Pues ¡en tu tierra!

-¿Es que no estoy en mi tierra?

Por supuesto no quería echarla de Francia, ni darle a entender que era una extranjera indeseable.

-¡Ya me entiendes!

-Sí, ya lo sé, pero ¿olvidas que aquí tengo mi trabajo, mi casa, mis hijas?

-Escúchame, conozco a Gustaf. Lo hará todo para que puedas volver a tu país. En cuanto a lo de tus hijas, no me vengas con historias. ¡Ya llevan su propia vida! ¡Dios mío, Irena, lo que está ocurriendo en tu tierra es tan fascinante! En una situación así las cosas siempre acaban arreglándose.

-Pero, Sylvie, no se trata sólo de las cosas prácticas, de mi empleo y de mi casa. Vivo aquí desde hace veinte años. Es aquí donde tengo mi vida.

-¡Pero si en tu tierra hay una revolución!

Lo dijo en un tono que no admitía respuesta. Después calló. Con su silencio quería decirle a Irena que no se debe desertar ante los grandes acontecimientos.

-Pero, si vuelvo a mi país, no volveremos a vernos nunca más -dijo Irena para poner a su amiga en un aprieto.

Esa demagogia sentimental hizo mella. La voz de Sylvie se enterneció.

-Querida, pero si pienso ir a verte. ¡Te lo prometo, te lo prometo!

Estaban sentadas codo con codo desde hacía bastante rato ante dos tazas de café vacías. Irena vio lágrimas de emoción en los ojos de Sylvie, que se inclinó hacia ella y le apretó la mano:

-Será tu gran regreso -y repitió-, tu gran regreso.

Así repetidas, las palabras adquirieron tal fuerza que, en su fuero interno, Irena las vio escritas con mayúsculas: Gran Regreso. Ya no opuso resistencia: quedó prendida de imágenes que de pronto emergieron de antiguas lecturas y películas, de su propia memoria y tal vez de la de sus antepasados: el hijo perdido que reencuentra a su anciana madre; el hombre que vuelve hacia su amada, de la que le arrancó un destino feroz; la casa natal que cada cual lleva dentro; el sendero redescubierto en el que han quedado las huellas de los pasos perdidos de la infancia; el errante Ulises que vuelve a su isla tras vagar durante años; el regreso, el regreso, la gran magia del regreso.

2

En griego, «regreso» se dice nostos. Algos significa «sufrimiento». La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. La mayoría de los europeos puede emplear para esta noción fundamental una palabra de origen griego y, además, otras palabras con raíces en la lengua nacional: en español decimos «añoranza»; en portugués, saudade. En cada lengua estas palabras poseen un matiz semántico distinto. Significan con frecuencia tan sólo la tristeza causada por la imposibilidad de regresar a la propia tierra. Morriña del terruño. Morriña del hogar. En inglés, sería homesickness, o en alemán Hemweh, o en holandés heimwee. Pero es una reducción espacial de esa gran noción. El islandés, una de las lenguas europeas más antiguas, distingue claramente dos términos: söknudur: nostalgia en su sentido general; y heimfra: morriña del terruño. Los checos, al lado de la palabra «nostalgia» tomada del griego, tienen para la misma noción su propio sustantivo: stesk (en checo) y su propio verbo; una de las frases de amor checas más conmovedoras es: styska se mi po tobe: «te añoro; ya no puedo soportar el dolor de tu ausencia». En español, «añoranza» proviene del verbo «añorar», que proviene a su vez del catalán enyorar, derivado del verbo latino ignorare (ignorar). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia. Estás lejos, y no sé qué es de ti. Mi país queda lejos, y no sé que ocurre en él. Algunas lenguas tienen alguna dificultad con la añoranza: los franceses sólo pueden expresarla mediante la palabra de origen griego (nostalgie) y no tienen verbo; pueden decir: je m'ennuie de toi (equivalente a nuestro «te echo de menos» o «en falta»), pero esta expresión es endeble, fría, en todo caso demasiado leve para un sentimiento tan grave. Los alemanes emplean pocas veces la palabra «nostalgia» en su forma griega y prefieren decir Sehnsucht: deseo de lo que está ausente; pero Sehnsucht puede apuntar tanto a lo que ha sido como a lo que nunca ha sido (una nueva aventura) y no implica, pues, necesariamente la idea de un nostos; para incluir en la Sehnsucht la obsesión del regreso, habría que añadir un complemento: Senhsucht nach der Vergangenheit, nach der verlorenen Kindheit, o nach der ersten Liebe (deseo del pasado, de la infancia perdida, o del primer amor).

La Odisea, la epopeya fundadora de la nostalgia, nació en los orígenes de la antigua cultura griega. Señalémoslo: Ulises, el mayor aventurero de todos los tiempos, es también el mayor nostálgico. Partió (no muy complacido) a la guerra de Troya, donde permaneció diez años. Después se apresuró a regresar a su Ítaca natal, pero las intrigas de los dioses prolongaron su periplo, primero durante tres años llenos de los más fantásticos acontecimientos, y, después, durante siete años más, que pasó en calidad de rehén y amante junto a la diosa Calipso, quien estaba tan enamorada que no le dejaba abandonar la isla.

Hacia el final del canto quinto de La Odisea, Ulises dice: «No lo lleves a mal, diosa augusta, que yo bien conozco cuán bajo de ti la discreta Penélope queda a la vista en belleza y en noble estatura. (. . .) Mas con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso.» Y sigue Homero: «Así dijo, ya el sol se ponía, vinieron las sombras y, marchando hacia el fondo los dos de la cóncava gruta, en la noche gozaron de amor uno al lado del otro».

Nada que pueda compararse con la vida de la pobre emigrada que había sido Irena durante mucho tiempo. Ulises vivió junto a Calipso una auténtica dolce vita, una vida fácil, una vida de alegrías. Sin embargo, entre la dolce vita en el extranjero y el arriesgado regreso al hogar, eligió el regreso. A la apasionada exploración de lo desconocido (la aventura), prefirió la apoteosis de lo conocido (el regreso). A lo infinito (ya que la aventura nunca pretende tener un fin) prefirió el fin (ya que el regreso es la reconciliación con lo que la vida tiene de finito).

Sin despertarlo, los marinos de Feacia depositaron a Ulises envuelto en sábanas en la orilla de Ítaca, al pie de un olivo, y se fueron. Así terminó el viaje. Él dormía, exhausto. Cuando se despertó, no sabía dónde estaba. Pero Atenea despejó la bruma de sus ojos y a él le embargó la ebriedad; la ebriedad del Gran Regreso; el éxtasis de lo conocido; la música que hizo vibrar el aire entre el cielo y la tierra: vio la ensenada que conocía desde la infancia, las dos montañas que la rodean, y acarició el viejo olivo para asegurarse de que seguía siendo el mismo de hacía veinte años.

En 1950, cuando hacía catorce años que Arnold Schönberg vivía en Estados Unidos, un periodista norteamericano le hizo algunas preguntas malintencionadamente ingenuas: ¿es cierto que la emigración debilita en los artistas su fuerza creadora, que su inspiración se agota en cuanto dejan de alimentarle las raíces de su país natal?

¡Imagínense! ¡A tan sólo cinco años del Holocausto, un periodista norteamericano no le perdona a Schönberg su falta de apego a la tierra en la que, ante sus propios ojos, se había puesto en marcha el horror de los horrores! Pero no hay remedio. Homero glorificó la nostalgia con una corona de laureles y estableció así una jerarquía moral de los sentimientos. En ésta, Penélope ocupa la cima, muy por encima de Calipso.

¡Calipso, ay Calipso! Pienso muchas veces en ella. Amó a Ulises. Vivieron juntos durante siete años. No sabemos cuánto tiempo compartió Ulises su lecho con Penélope, pero seguramente no fue tanto. Aun así, se suele exaltar el dolor de Penélope y hacer burla del llanto de Calipso.

3

A golpes de hacha las grandes fechas abren profundas hendiduras en nuestro siglo. La primera guerra de 1914, la segunda, luego la tercera, la más larga, llamada fría, que termina en 1989 con la desaparición del comunismo. Además de estas grandes fechas que conciernen a todos los europeos, fechas de importancia secundaria determinan los destinos de ciertas naciones: 1936, año de la guerra civil en España; 1948, año en que los yugoslavos se rebelaron contra Stalin, y 1991, año en que se pusieron todos a asesinarse entre sí. Los escandinavos, los holandeses, los ingleses gozan del privilegio de no haber tenido fecha importante alguna desde 1945, lo cual les ha permitido vivir la mitad de un siglo deliciosamente nulo.

En este siglo, la historia de los checos se engalana de una notable belleza matemática debido a la triple repetición del número veinte. En 1918, después de muchos siglos, obtuvieron su Estado independiente y, en 1938, lo perdieron.

En 1948, importada de Moscú, la revolución comunista inauguró, mediante el Terror, el segundo veintenio que termina en 1968, cuando los rusos, furiosos al ver su insolente emancipación, invadieron el país con medio millón de soldados.

Los ocupantes se instalaron con todo el peso de su poder en 1969 y se fueron, sin que nadie se lo esperara, en el otoño de 1989, con suavidad, cortésmente, como lo hicieron entonces todos los regímenes comunistas de Europa: el tercer veintenio.

Sólo en nuestro siglo las fechas históricas se han apoderado con semejante voracidad de la vida de cada cual. Imposible comprender la existencia de Irena en Francia sin antes analizar las fechas. En los años cincuenta y sesenta, los emigrados de los países comunistas no eran muy queridos allí; para los franceses el único verdadero mal era entonces el fascismo: Hitler, Mussolini, la España de Franco, la dictaduras de América Latina. No se decidieron sino progresivamente, hacia finales de los años sesenta y durante los años setenta, a concebir también el comunismo como un mal, aunque un mal, digamos, de grado inferior, el mal número dos. Por esa época, en 1969, Irena y su marido emigraron a Francia. Comprendieron enseguida que, en comparación con el número uno, la catástrofe que se había abatido sobre su país era demasiado poco sangrienta para impresionar a sus nuevos amigos. Para que les entendieran, se acostumbraron a decir más o menos eso:

«Por horrible que sea, una dictadura fascista desaparecerá con su dictador, de tal manera que la gente puede seguir teniendo esperanza. Por el contrario, el comunismo, apoyado por la inmensa civilización rusa, es para un país como Polonia o como Hungría (¡por no hablar de Estonia!) un túnel que no tiene fin. Los dictadores son mortales, Rusia es eterna. El infortunio de los países de donde venimos consiste en la ausencia total de esperanza».

Expresaban así fielmente su pensamiento, e Irena, para apoyarlo, citaba un cuarteto de Jan Skacel, poeta checo de entonces: habla de la tristeza que le rodea; habría querido levantarla, llevársela muy lejos, hacerse con ella una casa, encerrarse dentro durante trescientos años y, durante esos trescientos años, no abrir la puerta, ¡no abrir la puerta a nadie!

¿Trescientos años? Skacel escribió esos versos en los años setenta y murió en 1989, en octubre, por lo tanto un mes antes de que los trescientos años de tristeza que había vislumbrado ante él se pulverizaran en pocos días: la gente llenó las calles de Praga y, haciendo tintinear sus llaveros con las manos en alto, celebró la llegada de nuevos tiempos.

¿Se equivocó Skacel al hablar de trescientos años? Por supuesto que sí. Todas las previsiones se equivocan, es una de las escasas certezas que le han sido dadas al ser humano. Pero, si se equivocan en lo que al porvenir se refieren, dicen la verdad acerca de quienes las enuncian, son la mejor clave para comprender cómo viven su tiempo presente. Durante lo que yo llamo su primer veintenio (entre 1918 y 1938), los checos pensaron que su República se disponía a vivir lo infinito. Se equivocaban, pero precisamente porque se equivocaban vivieron aquellos años con una alegría que hizo florecer las artes como nunca antes.

Después de la invasión rusa, al no tener la menor idea del próximo fin del comunismo, se imaginaron de nuevo viviendo en un infinito, de modo que la vacuidad del provenir, y no el sufrimiento de la vida real, es lo que les ha quitado fuerzas, lo que ha sofocado su valentía y convertido ese tercer veintenio en un tiempo tan cobarde, tan miserable.

Convencido de haber abierto lejanas perspectivas a la Historia de la música gracias a su estética de doce notas, Arnold Schönberg declaraba en 1927 que, gracias a él, quedaba asegurado el dominio (no dijo «gloria», dijo Vorherrschaft: dominio) de la música alemana (siendo vienés, no dijo de la música «austriaca», dijo «alemana») durante los cien años siguientes (lo cito con toda precisión, habló de «cien años»). Quince años después de esta profecía, en 1936 fue desterrado de Alemania (la misma de la que él quería asegurar el Vorherrschaft) por su condición de judío y, con él, toda la música basada en su estética de doce notas (condenada por incomprensible, elitista, cosmopolita y hostil al espíritu alemán).

El pronóstico de Schönberg, por engañoso que sea, sigue siendo pese a todo indispensable para quienes quieran comprender el sentido de su obra, que no se creía destructora, hermética, cosmopolita, individualista, difícil, abstracta, sino profundamente arraigada en «suelo alemán» (sí, hablaba de «suelo alemán»); Schönberg no pensaba escribir un fascinante epílogo a la Historia de la gran música europea (así es como me inclino a comprender su obra), sino el prólogo de un glorioso porvenir que se extendía hasta donde alcanzara la vista.