Thomas Pynchon, Mason y Dison
Comienzo del capítulo primero
Los copos de nieve han volado en arco y cuajado de estrellas las paredes de los edificios anexos, así como el cuerpo de los primos, cuyos sombreros ha arrebatado el fuerte viento que sopla desde Delaware. Ponen los trineos a cubierto, secan y engrasan esmeradamente los patines, depositan los zapatos en el zaguán de la entrada trasera y, con los pies enfundados en las medias, bajan a la gran cocina, donde desde la mañana reina una agitación que no tiene nada de improvisado, acentuada por las tapaderas resonantes de varias ollas y cacerolas de estofado, y por la atmósfera, que huele a las especias para las empanadas, a frutas peladas, sebo y azúcar caliente. Los muchachos, tras bajar precipitadamente y, entre golpes rítmicos de batidor y cuchara, conseguir y birlado lo que pueden, prosiguen su camino, como cada tarde de este nevado Adviento, hacia una sala cómoda en la parte trasera de la casa, cedida desde hace años a sus alegres ataques. Aquí han venido a parar una larga mesa de caballete, llena de muescas e incisiones, y dos bancos desparejados, procedentes de la rama familiar del condado de Lancaster, algunos muebles Chippendale de la calle Segunda, entre ellos una versión del afamado Sofá Chino, provisto de un alto dosel tapizado con varas de tela violeta que se puede estirar alrededor para formar una tienda cómoda y penumbrosa, unas pocas sillas desiguales, enviadas desde Inglaterra antes de la guerra. Los muebles son de pino y cerezo en su mayor parte, sin apenas presencia de caoba, salvo una siniestra y espléndida mesa de juego que exhibe el más barato veteado sinusoidal (conocido en el ramo como Corazón Errante, que causa una ilusión de profundidad y que durante años los niños han contemplado como si mirasen las páginas de un libro ilustrado), junto con numerosos goznes, entalladuras deslizantes, pestillos ocultos y compartimientos secretos que ni los gemelos ni su hermana pueden afirmar que han visto en su totalidad. De la pared, desterrado a esta madriguera de monos parlantes por su condición de recuerdo de una época que es mejor olvidar, reflejando la mayor parte de la sala (la alfombra y las colgaduras un tanto raídas, los bigotes de un gato que acecha bajo un mueble y mira con ojos sutilmente reflexivos cualquier cosa que parezca alimento), cuelga un espejo con una inscripción en el marco que conmemora la Mischianza, aquel memorable baile de despedida que, en el 77, dieron los británicos que ocupaban la ciudad, poco antes de su retirada de Filadelfia.
En estas Pascuas de 1786, con la guerra terminada y la nación sumida en altercados disgregadores, las heridas del cuerpo y del alma, grandes y pequeñas, siguen doliendo, no todas ellas rememoradas y a menudo ni siquiera enumeradas. La nieve cubre toda Filadelfia, de uno a otro río, cuyas orillas más alejadas se han desvanecido de tal manera tras las cortinas de gélida niebla, que hoy la ciudad podría ser una isla en medio del océano. Estanques y arroyos están helados, y relucen hasta las ramitas más livianas de los árboles, como nervios de luz concentrada. Martillos y sierras guardan silencio, los ladrillos forman montones cubiertos de nieve, los gorriones de la ciudad son como motas que se mueven de repente y brincan dentro y fuera de todo refugio que se les presenta. El cielo que se va oscureciendo, cubierto de nubes similares a borrones de tiza, se extiende sobre los barrios de las Libertades del Norte, Spring Garden y Germantown, la luna temprana es tan pálida como los amontonamientos de nieve. El humo de eleva desde los remates de chimenea, quienes tenían intención de viajar en trineo aplazan su salida y permanecen en casa, las tabernas bullen, el café recién hecho fluye por doquier, transportado a través de las salas delanteras y traseras, mientras que el Madeira, que siempre ha sido un combustible de la asociación por estos pagos, se vierte hoy cual antiguo elixir sobre el puchero hirviente de la política, pues en este Adviento los tiempos son tan díficiles de calcular como la distancia a una estrella.
Los gemelos, su hermana y los amigos mayores y menudos que se acercan a esta sala han adquirido el hábito de reunirse por la tarde para escuchar otro cuento de su tío, viajero por tierras lejanas, el Revdº Wicks Cherrycoke, el cual se presentó aquí en octubre para asistir al funeral de un viejo amigo (aunque no llegó a tiempo para el entierro) y permanece como invitado en el hogar de su hermana Elizabeth, esposa, desde hace muchos años, del señor J. Wade LeSpark, respetado comerciante que participa activamente en los asuntos municipales, mientras que en su casa es un Sultán en grado suficiente para proponerle al Revdº, aunque sin estipularlo en tales términos, que, mientras sea capaz de divertir a los niños, puede quedarse. . . pero si abundan las muestras de alboroto juvenil en el momento inoportuno, ¡ojo!, que te planto en la calle, donde aguardan el tajo y la afilada hoja del invierno.
Así pues, han escuchado las historias de la huida del país de los hotentotes, del rubí de Mogok, de los naufragios en las Indias Orientales y Occidentales. . . una maraña de aventuras y curiosidades dignas de Herodoto, que, según da a entender el Revdº, ha seleccionado por su utilidad moral, mientras que ha evitado otras no tan apropiadas para los oídos de la juventud. Como de costumbre, la juventud no ha sido consultada sobre el particular.
Tenebrae se ha sentado para proseguir su labor de punto, una obra cuyos tamaño y dificultad son ya objeto de comentarios en la casa, mientras que la bordadora guarda silencio. . . por lo menos sobre ese particular. Anunciados por Telégrafo Nasal, llegan los gemelos, portadores de la cafetera de peltre que suelta chorros de vapor y una gran cesta dedicada a los apetitos sacaromaníacos, llena hasta el borde de rosquillas recién fritas espolvoreadas de azúcar, castañas glaseadas, panecillos, buñuelos, frutas de sartén y pastelillos.
--¿Pero qué es esto? Vaya, muchachos, habéis leído mis pensamientos.
--El café es para usted, señor tío. . . la última vez habló en sueños --le explican la pareja, depositando los dulces más cerca de ellos. En esta habitación todo está siempre a su alcance, ya sea para tomarlo, ya para verterlo.