Hace unos días. . . Me disponía a salir cuando, para atusarme el pañuelo, me miré en el espejo. Y de repente un espanto indescriptible: ¿quién es ese hombre? Me resultaba imposible reconocerme. De nada me sirvió identificar mi abrigo, mi pañuelo, mi sombrero, no sabía quién era, pues no era yo. Duró unos treinta segundos. Cuando logré recuperarme, el terror no cesó al instante, sino que se degradó insensiblemente. Conservar la razón es un privilegio del que podemos vernos privados.
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Desde hace tiempo creo que la capacidad de renunciar es el criterio -el único- de nuestros progresos en la vida espiritual.
Y, sin embargo, cuando examino algunos de mis actos de renuncia, comprendo que todos ellos fueron acompañados de una enorme, aunque secreta, satisfacción de orgullo, inclinación absolutamente opuesta a toda profundización interior.
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Y, en efecto, la amplitud y la profundidad de una inteligencia se calibran por los sufrimientos que ha aceptado para adquirir la sabiduría. Nadie sabe sin haber pasado por duras pruebas. Una inteligencia sutil puede ser perfectamente superficial. Hay que pagar por el menor paso encaminado a la sabiduría. (Utilizar esto para distinguir a los moralistas: Pascal, por un lado; Montaigne, por el otro.)
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6 de enero de 1960
Sólo hablé con Camus una vez, en 1950, creo; he hablado mal de él muchísimo y ahora me siento presa de un remordimiento terrible e injustificado. Ante un cadáver, sobre todo cuando es respetable, me siento impotente. Tristeza incalificable.
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Cuanto más pienso en la vida como fenómeno distinto de la materia, más me espanta: no se apoya en nada, representa una improvisación, un intento, una aventura, y me parece tan frágil, tan inconsistente, tan desprovista de realidad, que no puedo reflexionar sobre ella y sus condiciones sin sentir un escalofrío de terror. Es un mero espectáculo, una fantasía de la materia. Si supiéramos hasta qué punto somos irreales, dejaríamos de ser. Si queremos vivir, debemos abstenernos de pensar en la vida, de aislarla en el universo, de querer delimitarla.
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Soy el resultado de herencias contradictorias, reconozco en mí el carácter de mi padre y mi madre, sobre todo el de mi madre, vanidosa, caprichosa, melancólica. Además, como no siento la menor inclinación a allanar mis incompatibilidades (o, mejor dicho, las suyas en mí), las he cultivado, al contrario, las he exasperado y nutrido.