El Jaquemart

Aciano, caléndula y semilla de perejil. Aún borboteaba el licor verde cuando el ayo Ot lo vertió a través de un filtro en la pequeña copa ovalada de cristal. En la misma habitación, sentado en la cama de hierro, el maestro Buenaventura Deulocrega esperaba llorando por un solo ojo. Fue aquel verano del jaquemart y las hogueras aromáticas, la tapada negra había entrado en Barcelona y el maestro Deulocrega dejó suspendidas sus lecciones en el Estudio General para trasladarse a la Santa Cruz con su criado más viejo. El hospital recibía apestados desde la primavera, por más que el Consejo hubiera esperado hasta San Juan para reconocer la epidemia. El día en que se leyó la orden de prender hogueras aromáticas para purificar el aire de la ciudad, el ayo Ot había despertado al maestro diciéndole: «El Consejo ha declarado la peste, Buenaventura» —tenía la mandíbula caída y movía siempre la boca como si rumiara-. Deulocrega había sacado un brazo fuera de la cama y empezaba a protestar con la cara hundida en las almohadas. La peste no necesitaba la autorización del Consejo para declararse, naturalmente. Se había declarado por sí misma sin esperar asambleas ni bandos.

Digo que fue aquel verano del sol blanco y de la bruma de calor, que era como despertar por las mañanas sin acabar de despertarse del todo. El maestro Deulocrega suspendió también sus visitas a las casas particulares que le habían tomado como médico de pulso. Ahora el ayo Ot y él compartían una celda con fogón en la casa de fundaciones del hospital de la Santa Cruz. Recorría las salas dos veces al día con el médico de casa -un hombre demasiado mayor para ejercer que caminaba amparándose en una vara y que todavía usaba el anticuado cuatricornio de los doctores en medicina-. En la celda, pequeña y mal ventilada, apenas había espacio para la cama que Deulocrega había traído desde su casa. Los instrumentos y la ropa de vestir, los manuscritos y las láminas, llenaban los estantes de una alacena con las ollas y la vajilla. En el suelo, abierta como un libro, la caja de la botica mostraba su interior de tubos, pipas y frascos de porcelana con muestras de plantas secas, raspaduras minerales, pólvoras, jarabes, unturas. Detrás de la puerta colgaba una ristra de ajos en forma de cruz.

El ayo Ot había levantado la copa para comprobar la pureza del licor y se la ofreció al maestro. Buenaventura Deulocrega no lloraba por un solo ojo porque estuviera medio afligido por algo, sino porque aquella madrugada, herborizando por un bosque para llenar sus frascos vacíos, una rama de espinos se quedó prendida un momento en una manga del ayo para volver a cerrar el camino con la fuerza de un latigazo. El maestro no había sentido dolor, sólo un resplandor rojo y dorado que le cegaba. El ayo Ot se había quitado el sombrero de paja para examinar el ojo herido. Adelantaba un poco el mentón con la boca abierta -y qué pocos dientes le quedaban ya bailándole en las encías-; las manos y las ropas le olían a todas las hierbas curativas que llevaba a la espalda en un cesto con correas: la verbena, la borraja, la marialuisa, el liquen, el anís. Había que regresar cuanto antes a la Santa Cruz para extraer la punta de espino con unas pinzas y preparar un colirio. Dejaron atrás las zarzas y caminaron hasta un claro entre encinas donde esperaba el aprendiz del portalero con las mulas del hospital.

Poniéndose en pie, solemne como si estuviera a punto de improvisar un brindis, el maestro parpadeó y se llevó la copa al ojo. Escocía tanto que el ayo Ot abrió la puerta de la celda para que Deulocrega dejara de dar vueltas y pudiera salir al corredor. «No hay peores enfermos que los médicos», pensaba el ayo mirando cómo el maestro agitaba una mano y pateaba el suelo. Entró en la celda y cerró la puerta. Buenaventura Deulocrega se alejaba por el corredor recitando en voz alta todo el santoral romano.

La casa de fundaciones era un edificio grande y oscuro, casi conventual, que comunicaba con las habitaciones privadas del gobierno. El maestro se había permitido un respiro mirando un vitral cerrado, tentado de tirar aquel licor del demonio al patio por una mella del cristal. Volvió a parpadear muy cerca de la copa -ahora lloraba lágrimas calientes y verdes- y probó una nueva ablución más rápida, con el ojo inflamado lo más abierto posible. Caminaba tan deprisa que no se dio cuenta de que había llegado al ala noble, donde las celdas eran verdaderas cámaras y las paredes estaban vestidas con tapices. Aquí se alojaban los enfermos que entregaban donativos a las fundaciones de caridad para ser atendidos lejos de las salas. El maestro miraba los historiados escudos de piedra sobre los dinteles: Llupiá, Darder, Orden Tercera de San Francisco. En las puertas de gruesas molduras brillaba la cera reciente.

Se detuvo meciendo el espeso licor en la copa. Algunos días antes, regresando de su primera visita al prior, había sorprendido a un hombre durmiendo en una de aquellas cámaras. Buscaba su celda cuando un fraile que caminaba delante de él llevando una bandeja llamó a una puerta. Había sido una discreta mirada al pasar, suficiente para ver a un hombre recostado en una silla de campo, las manos cruzadas sobre el pecho y la espalda tan forzada hacia atrás que el respaldo parecía a punto de quebrarse. Desde entonces iría conociendo todo lo que se contaba en el hospital acerca de Juan de Ameno, el hombre que dormía en aquel trono de teatro. Los camareros aseguraban haber visto dibujos de máquinas sobre la mesa de trabajo que el de Ameno recogía apresuradamente para que le sirvieran la comida. Se decía que había sido relojero del rey, y que nunca consentía en que le ayudaran a desvestirse por miedo a que alguien pudiera robarle sus deslucidas ropas de corte -cuando era tan escaso de talla que sólo hubiera podido usarlas un niño a medio crecer-. Raramente paseaba por el claustro o el patio, y cuando lo hacía no disimulaba sus escrúpulos hacia los enfermos que convalecían al sol. Había entregado un generoso donativo a los administradores porque buscaba un lugar tranquilo donde vivir y trabajar.

Buenaventura Deulocrega ya había pensado en volver con el ayo Ot cuando vio un hilo de luz en la cámara de Juan de Ameno. Nunca había sentido verdadero interés por el enfermo fingido, pero aquel día -el día del lavatorio de ojo en aquel verano del sol blanco, el jaquemart y las hogueras aromáticas- se sorprendió a sí mismo empujando suavemente con un dedo la puerta del relojero del rey, que cedía sin ruido.

Vio con su ojo sano la cama intacta. El dedo empujó un poco más hasta ver la mesa, una cristalera, un armario abierto que sólo guardaba un plato de manzanas; y a lo largo de una pared blanqueada, la silla de campo, otra ventana de damero ámbar y dos arcones de viaje en el suelo. No había nadie en la cámara. El maestro miró hacia los fondos del corredor y entró.

Se acercó a la mesa y dejó la copa al lado de los pliegos de papel donde Juan de Ameno concebía sus máquinas. Entonces Deulocrega no sabía qué era un jaquemart -y cuando lo supo no llegó a compartir la importancia que el de Ameno concedía a las estatuas animadas de los relojes públicos-. Aquellos dibujos iban adquiriendo forma humana a medida que se sucedían los pliegos. Pasaban de una simple disposición de ruedas y engranajes parecida a la de los relojes, a inscribirse en la doble silueta de un hombre abierto en dos mitades, como una caja preparada para contener la máquina. Todo le recordaba a las láminas italianas que guardaba para sus clases de anatomía en el Estudio: La figura abierta y desmembrada. El detalle de un brazo articulado. Otra figura parecida pero trazada en secciones, por cuyo interior circulaba una infinidad de líneas punteadas que parecían representar finísimas cadenas. Había muchas acotaciones en una apretada letra casi ilegible. El último pliego era el dibujo de un pedestal donde el relojero había escrito la palabra «nepíos», que en griego antiguo significaba al mismo tiempo loco y niño.

El maestro Deulocrega volvió a coger su copa pero la dejó en el mismo sitio. Caminó hasta la silla de campo, de alto respaldo coronado por un pequeño baldaquín. Era un extraño trono de estacas negras y cintas de cuero, como el que podía haber usado un noble antiguo en sus partidas de caza. Movió el respaldo y algo crujió bajo el asiento. Se inclinó y vio un mecanismo dentado que se accionaba mediante un resorte para liberar el respaldo y anclarlo en diferentes posiciones. Se sentó con cuidado, afianzó las manos en los brazos de la silla y empujó el respaldo con la nuca. Ahora el crujido pudo provenir de la silla o de su propia espalda. Estiró las piernas. Entraba una luz tan dulce por las ventanas que acabó por perder la noción del tiempo: Nunca supo cuánto tiempo estuvo sentado en la silla ni el tiempo que Juan de Ameno llevaba observándole desde el vano de la puerta.

El relojero tenía la expresión afilada de un pájaro. Los ojos pequeños y fijos, muy negros, y una fragilidad también de pájaro, a punto de echarse a volar. Pero aquélla era su intimidad y aquel hombre era sólo un intruso. Había abierto la boca pero no decía nada. El maestro se levantó e hizo una pequeña reverencia con la cabeza que el de Ameno no contestó. Se presentó como maestro en artes y medicina de la Santa Cruz, Buenaventura Deulocrega, aunque eso tampoco pareció tranquilizar al huésped de la cámara. Por fin, resueltamente, se frotó las manos y caminó hacia Juan de Ameno, que se alertó un poco más. Cerró la puerta y le dijo en tono confidencial que había estado esperándole para examinar su espalda. Se trataba de una sugerencia personal del prior.

Aturdido, el relojero se dejó desabrochar el jubón y las cintas de la camisa. Aún quería decir algo, pero Deulocrega hablaba tanto y tan deprisa que pronto se vio en calzas apoyado en uno de los brazos de la silla. No vivía en el hospital para que atendieran aquella vieja lesión. Sólo quería trabajar en paz. Cuando la espalda le molestaba se sentaba en su silla y buscaba una postura cómoda.

El maestro asentía y examinaba el rosario de huesos salientes en aquella espalda casi infantil. Había un callo óseo bajo la piel, el recuerdo de una fractura grave. Intentó conocer la historia de la lesión pero el relojero se obstinaba ahora en guardar silencio aferrado al brazo de la silla. Los débiles músculos se tensaban con la exploración de los dedos. Juan de Ameno estaba perdiendo la paciencia y seguía desconfiando de aquel médico de mirada torva.

Ninguno de los dos sospechaba entonces las largas horas de conversación que mantendrían en aquella misma cámara. El relojero atreviéndose a contar lo que no había contado a nadie temiendo que le tomaran por un alucinado. El maestro Deulocrega descubriendo en aquel enfermo falso una enfermedad cierta de la que no se hablaba en los libros, mientras el jaquemart iba tomando forma y se convertía en una presencia real que escuchaba en silencio cuanto decían.

Fue tan torpe aquel primer encuentro, que el relojero estuvo a punto de llevar sus quejas al prior de todos modos. Cuando acabó el examen -el maestro nunca había examinado a nadie con tan poca habilidad; seguía llorando por un ojo-, Juan de Ameno se vistió apresuradamente y se acercó a su mesa de trabajo para mirar la copa de colirio. Una gota se había derramado sobre uno de sus dibujos. El maestro pidió disculpas por la torpeza de un camarero imaginario y levantó la copa, que se había convertido por arte de magia en un remedio muy eficaz para las dolencias de la espalda. Debía beberse de un solo trago porque tenía un sabor muy amargo.

Juan de Ameno olió el líquido con repugnancia y lo apuró resignado porque era el único modo de librarse del médico. «No es tan amargo», pudo decir mirando la copa vacía, paladeando incluso el licor. Buenaventura Deulocrega sonreía cortésmente señalando la puerta. Ahora debía reunirse con el médico de casa y sus ayudantes para visitar las salas.

Cuando poco después el relojero se quedó solo, secó con polvo de albayalde la gota de licor que había manchado su dibujo. Sopló sobre el papel y corrigió el trazo con tinta. Después caminó hasta la silla y se sentó mirando la luz de una cristalera. No había descansado bien aquella noche. Se notaba inquieto. Pero la medicina iba haciendo su efecto y el de Ameno comprobó con agrado cómo un hormigueo muy sutil, casi imperceptible, empezaba a mitigar la dolorosa tensión de su espalda.

 

A veces volvía a recordar aquella imagen de la plaza pública desde la esfera del reloj de torre. El tiempo ha derretido la nieve sucia del suelo entre los puestos del mercado y confunde aquella mañana de enero con un día de verano o primavera. Sigue habiendo lienzos tensados con picas, quitasoles, toldos, humo, reflejos, y una extraña actividad de hormigas entrando y saliendo de la plaza por las bocas oscuras de unos pórticos. Juan de Ameno era entonces un pájaro más joven y más ágil, haciendo equilibrios en el ligero andamio de tablones que oscilaba en la torre a la altura del mostrador del reloj. Removía un cazo de lacre caliente para lustrar los números de las horas, deslucidos por la intemperie de muchos años, cuando algo indefinible, el presentimiento de un peligro inmediato, hizo que levantara la cabeza y buscara apoyo en la moldura circular de mármol que protegía la esfera.

Se había quedado de costado mirando hacia arriba, indeciso entre el andamio y la fachada. El lacre se había derramado del cazo y un silbido agudo destensó una soga que cayó rizándose desde la altura. Juan de Ameno contuvo la respiración y soltó el palo untado de pasta negra al mismo tiempo que se le hundía el apoyo de los tablones. El último impulso le llevó a dar un inverosímil paso de volatinero casi sustentándose en el aire, girando sobre un talón en la moldura para afianzarse, palpar la piedra, abarcar con las manos y los pies la curva lisa del círculo, de cara al vacío. El estómago se le encogió viendo la estela de lacre y cuerdas segadas. Un instante de silencio que rompió el estruendo de la madera estallando muy cerca de unos puestos contra las losas de la plaza.

Nunca entendió cómo pudo vencer la atracción de la caída y afirmarse en su postura separando un poco más las piernas y los brazos. Los números todavía humeantes le quemaban la piel. Quiso reunir fuerzas y gritar hacia el campanario, hacia los frailes que le habían ayudado a descender con la cabria, pero sabía que en aquel precario saledizo, que resbalaba como el hielo, debería estudiar cada movimiento e incluso respirar con cautela.

En la plaza no hubo ningún revuelo alrededor de los restos del andamio. Sólo se habían reunido unas figuras quietas que miraban el suelo; que tardaron una eternidad en comprender lo sucedido y en decidirse a mirar la torre. «Estoy aquí», gritaba el de Ameno con el pensamiento. «Que alguien suba al campanario. Avisad a los frailes.» Pero las figuras le miraban ahora con la ociosidad de quien mira un espectáculo de feria. No se movía nadie, salvo para sumarse al grupo de curiosos y señalar hacia el hombre del reloj, que cubría la esfera con su cuerpo como empeñando la vida en que nadie pudiera saber la hora.

El relojero pensó que los frailes, según su costumbre, estarían durmiendo en los tejados de la catedral. Los imaginaba como gatos grandes, tendidos aquí y allá al calor de las tejas. Otras mañanas había tenido que gritar muchas veces para que le izaran. Probó a gritar con cuidado pero sólo pudo emitir un leve quejido que le dobló las rodillas. Volvió a tomar aire y se quedó en suspenso: había resbalado un poco hasta que las uñas se clavaron en un resalte providencial del mármol. Aquella moldura le escupía como escupía la lluvia para la que había sido concebida. Se soplaba las gotas de sudor que le resbalaban por la frente y las mejillas buscando las comisuras de la boca. Hacía muecas, cerraba los ojos con fuerza y los abría otra vez. Le dolían tanto los dedos que empezaba a pensar en la caída como en un alivio.

«Así que éste es el día en que voy a morir», se dijo. Tenía que contener un espasmo parecido a la risa que le nacía en la boca del estómago. Era un día apacible sin viento y sobre los tejados de las casas se levantaban delgadas columnas de humo. Las figuras del mercado seguían allí. Esperando. Protegiéndose los ojos con las manos para mirar hacia la torre. A lo lejos se abría una extensión de campos de cultivo y una borrosa silueta de colinas moradas. Juan de Ameno volvió a gemir cuando una bandada de palomas cruzó la plaza a su misma altura.

Para olvidar el dolor de los brazos -y la visión obsesiva de las losas que brillaban como una superficie inmóvil de agua-, empezó a entonar sin voz una antigua canción de ciego: con un esfuerzo volvió a ver las telas tendidas de ventana a ventana para dar sombra a las calles. La voz parecía perderse pero volvía a crecer. Se acercaba. Ya llegaba el ciego caminando sobre el reguero de agua negra y se santiguaba al llegar a cada hornacina, aunque no pudiera ver las vírgenes pintadas en los azulejos.

Ahora Juan de Ameno repetía la primera estrofa cantando hacia dentro. Cada palabra de la canción le henchía un poco más el pecho, como si el recuerdo y el aire que retenía se acumularan al mismo tiempo. Sintió que sus dedos estaban unidos al mármol. El mármol les contagiaba su dureza. Creyó ver el camino trazado entre los campos por el que aquel mismo día, si no se hubiera roto el andamio, habría emprendido el camino de regreso con el aposentador del rey y los oficiales de las caballerizas. La máquina latía a su espalda como un ser vivo, podía oír el rumor de las ruedas a las que él mismo había devuelto el movimiento: «Soy una estatua de piedra, hijos de la puta», pensó desafiando la expectación de la plaza. «No me caeré nunca.» Entonces se acordó de las campanas.

Comprendió muy pronto que si algo podía vencerle era la vibración de las campanas de la sonería. Eran unas campanas demasiado grandes para una ciudad tan pequeña. Podía imaginar el sonido engolado de las horas llenando el aire y el escalofrío que le haría resbalar por el mármol. Se mordía los labios tratando de pensar lo más deprisa posible: Supo que acabaría perdiendo el equilibrio si no conseguía detener de algún modo los pasos de la saeta que se acercaba al mediodía.

El relojero cerró los ojos y apretó la espalda contra la rosa de las agujas. No era una máquina demasiado grande. Presionó con tanta fuerza, buscando que el hierro encajara entre dos vértebras, que pronto notó unas gotas más espesas que el sudor recorriéndole las piernas. Aún así la saeta avanzó un paso más.

Con las uñas firmemente afianzadas -«vas a poder, maldita sea»- dejó que el metal se clavara en la carne hasta topar con el relieve de los huesos. Unas gotas de sangre resbalaban por el mármol y desaparecían en el aire. «Estoy aquí», repetía entre dientes con una extraña obstinación. Jadeaba con un silbido de pájaro. Volvía a la canción del ciego pero sólo para apretar un poco más con cada palabra. La saeta temblaba, se estaba bloqueando la máquina y Juan de Ameno lo sabía. Hizo un esfuerzo final -el hierro o los huesos-, pero un dolor agudo como una punzada lo aturdió y la saeta alcanzó las doce con el impulso de la fuerza acumulada.

El relojero abrió la boca y esperó, sorprendido por las cuatro campanadas de aviso de los cuartos. Después se oyó el contrapeso del registro, una fricción de cadenas engrasadas que se tensaban para liberar el badajo de la campana de las horas.

Hubo un momento en que pensó que podría mantener el equilibrio. Llegó a contar hasta tres campanadas. Pero la vibración le hacía temblar de pies a cabeza y las manos ya no encontraban el resalte del mármol. Abría la boca todavía más, como si gritara en silencio. Notó un desgarrón de ropa en la espalda y se le rompió una uña en la última grieta que encontraron los dedos al resbalar. Antes de caer sintió un momento de felicidad que nunca podría explicar a nadie.

 

Dos días después abría los ojos en un lugar desconocido. Estaba entablillado desde el cuello a la cintura y llevaba un vendaje en la cabeza. Una mujer muy rubia y muy blanca le miraba desde los pies de la cama. Juan de Ameno quiso incorporarse y decirle algo pero la mujer salió corriendo de la habitación. Cuando volvió a despertarse, era de noche y la mujer estaba sentada en una silla al lado de la ventana. Tres hombres y un religioso discutían en voz baja junto a la cabecera de la cama.

No recordaba ningún viaje ni entendía las palabras amistosas de aquel hombre vestido de paño grana que repetía su nombre como una letanía. El religioso, con un acento extraño, fue quien intentó explicarle la gravedad de la fractura: el señor de Ameno tenía dos vértebras rotas y una profunda herida en el centro de la espalda -el señor de Ameno era él, tendido en la cama sin poder moverse. El religioso olía a lana mojada y tenía las manos juntas delante de la boca-. El resto eran sólo magulladuras de las que sanaría pronto. Aquí otro de los hombres intervino para agradecer la mediación divina en nombre del relojero: A punto había estado de no acertar en la caída sobre el carro de paja que los mercaderes habían empujado hasta el pie de la torre.

Juan de Ameno tuvo que guardar cama varios meses. El vendaje de la cabeza desapareció una mañana y se redujeron las gasas y las tablillas. Una tarde se despertó y vio a la mujer rubia sentada otra vez al lado de la ventana. La estuvo observando mientras bordaba hasta que unas campanadas conocidas se oyeron a lo lejos señalando las seis. Entonces la mujer levantó la cabeza y se dio cuenta de que la miraba, dejó su labor sobre el regazo y le sonrió. «Es imposible parar el tiempo», dijo Juan de Ameno con un hilo de voz. La mujer se encogió de hombros tímidamente. Era muy joven: -«si aquel señor lo decía, sería verdad»-. El relojero volvió a apoyar la cabeza en la almohada y cruzó las manos sobre la frente. Aún tenía fragmentos de grandes números negros tatuados en los brazos.

Tardó muchas semanas en poder levantarse de la cama y caminar unos pasos por la habitación. La espalda seguía doliéndole aunque los huesos habían soldado. Como no encontraba acomodo en ninguna de las sillas, pidió papel y tinta a la mujer y comenzó a imaginar una silla de estacas con el respaldo móvil, alto y recto, y un pequeño mecanismo de anclaje bajo el asiento. También era un modo de ocupar aquellos días tan largos, así que el dibujo fue acumulando fantasía hasta recordar el trono de un rey de fábula.

El plano pasó por el taller de varios ebanistas, tapiceros y cerrajeros de la ciudad. Un día llamó a la puerta el religioso que le atendía y entró seguido por dos hombres que traían la silla de campo recogida como un gran hatillo de cuero y estacas de madera. Después el propio relojero ayudó a tensarla, a armar las ruedas dentadas, las varillas, a separar las picas en sus ejes hasta que el trono quedó abierto. Cuando Juan de Ameno se sentó y probó el mecanismo del respaldo, oyó por primera vez aquel chasquido peculiar de leña. Era muy poco rey para tanto trono pero al fin había encontrado una postura que le permitía respirar con alivio.