Me están bien los aseos de ciertos locales, espaciosos e iluminados por una luz azulada. Así lo resuelvo todo muy rápidamente, apoyada en un rincón, encajada entre el lavabo y el váter. A veces busco alguna mujer en algún local de alterne. Las mujeres me dan corte, me recuerdan a mi madre y a esas ansias suyas de perfección que no lograba disimular su acentuada fragilidad nerviosa. Hace algunos meses conocí a una mujer mucho mayor que yo, de rancio abolengo, menuda y más bien afectada, Oleandra. Le permití que me tocase, que me rozase los senos con la boca mal pintada. Tendía los labios hacia mis gruesos pezones y ella volvía a ser una niña, yo miraba la habitación y con una mano le acariciaba la espalda. Estaba caliente. Mientras ella gobernaba el tumulto de sus sentidos y yo sentía que sus manos se apoderaban de mi cuerpo, respiré entre su pelo suelto un perfume como el de Letizia, mi madre. Nunca volví a verla.
Con el desconocido hablo lo imprescindible, enumero mis gustos con precisión. Necesito palabras fuertes.
Durante la relación sexual no tengo que ver la cara de nadie encima de mí y me pongo una máscara negra. Habitualmente creen que se trata de un juego erótico y aceptan de buena gana; si no, se marcha. Ningún rostro, ninguna expresión, tan sólo carne, gemidos y olores. En esos momentos regreso al internado y me entrego a las sombras. A nadie le permito ver mi rostro abandonado al placer, sólo Gilbert podía hacerlo. Ciega y sintiéndome protegida, me embriago de manos que buscan a tientas la mejor manera de tocarme, me aprietan los pezones, que tienen el grosor de la falange de un dedo, me dan empellones fuertes y decididos. El olor a limón del esperma se me sube a las narices, sudor, saliva, me gusta que me la escupan en la boca para luego sorberla como una ventosa. Esos olores tiene que bastarme para al menos un mes.