Memorias de un amante sarnoso

1

¡Viva la diferencia!

 

 

 

 

 

Hasta que cumplí cuatro años no fui capaz de darme cuenta de que existe una diferencia entre los sexos. Iba a escribir «los dos sexos», pero hoy hay tantas variaciones que, si hago tal precisión, puede que los amigos piensen que se trata de un mustio anacronismo y se pregunten si no habré vivido en una caverna durante las tres últimas décadas.

El primer indicio de que existía un mundo mejor me cayó encima una mañana cuando la única tía con dinero y modales sofisticados vino a visitar a mi madre. Estaba casada con un célebre actor de vodevil y, a pesar de ser joven aún, conocía ya Chicago, St. Louis e incluso una vez pasó la noche en Denver. Era pelirroja, llevaba tacones altos y tenía unas formas hermosas y apretadas, que abultaban por donde todas las formas deseables deben abultar (soy consciente de que la palabra «forma» me convierte en un anticuado y lo único que lamento es no haber sido entonces lo bastante mayor para salir con ella).

Cuando entró en nuestro piso, el ambiente empezó a impregnarse de una fragancia apetecible y exótica que más tarde he asociado siempre con el olor habitual de los burdeles. Por supuesto, en aquel tiempo yo no tenía ni idea de lo que estaba inhalando. Además, dada mi experiencia de entonces lo mismo habría podido tratarse de un líquido de embalsamar. Pero fuera lo que fuese, me pareció excitante y, desde luego, muy distinto de lo que había olido hasta entonces.

Lo único que resultaba familiar en el piso miserable donde vivíamos eran los olores conjuntos de cuatro hermanos generalmente sin bañar, de la sopa de alubias y de una estufa de petróleo que echaba humo. Y me vi de improviso respirando el violento perfume de la eternidad: un aroma que hace temblar de deseo a los hombres fuertes y sollozar de impotencia a los débiles.

Mi tía era muy hermosa y, al verme, sonrió con admiración. Volviéndose hacia mi madre, le dijo:

—Sabes, Minnie, Julius tiene los ojazos castaños más bonitos que he visto en mi vida.

Hasta aquel momento yo no había reparado en mis ojos. Oh, estaba al tanto de que era miope, pero nunca se me habría ocurrido pensar que fuesen nada extraordinario. Consciente ya de mis recién descubiertos encantos y a pesar de que ella no volvió a reparar en mí, alcé las cejas tanto como pude y clavé la mirada en ella de forma descarada, con la esperanza de que si mis ojos continuaban sobresaliendo, me echaría un nuevo cumplido. Pero no, estaba ocupada cotilleando con mi madre y al parecer se había olvidado completamente de mí. Seguí merodeando frente a ella, deseando que dijera otra vez algo agradable de mis ojazos color castaño.

Al cabo de un rato las órbitas de mis ojos empezaron a dolerme por el esfuerzo desacostumbrado, además de que el perfume que flotaba en el ambiente empezaba a marearme. No había manera de atraer su atención, pero como ansiaba recibir otro elogio a mis ojazos, decidí ponerme a toser. Más que una tosecita suave y discreta fue una descarga profunda, constante y tuberculosa, que recordaba a La dama de las camelias interpretada por una lesbiana sueca. A fuerza de toser la cabeza empezó a darme vueltas. A pesar del celo por conseguir otro cumplido, no volvió a fijarse en mí.

Comprendí por fin que no había nada que hacer y, tambaleándome a causa de los diversos males que sentía, salí de la habitación confundido y afiebrado. Con todo, me sentía feliz por la primera lisonja que había recibido de una mujer... aunque sólo fuera el comentario fortuito de una tía.

Habría de pasar mucho tiempo antes de que me mirara en un espejo... y descubriera que mis ojos son grises.

 

2

Cuando los pichones entran,

el amor sale volando

 

 

 

 

 

Hace muchos años, cuando era joven y estaba soltero, las muchachas me gustaban con locura. No es una característica insólita, si tenemos en cuenta que era un mozo destinado a ser un maniaco sexual en potencia.

La verdad es que si a un joven no le gustan las muchachas es más que probable que un psicoanalista termine por decirle (por supuesto después de cuatro años a treinta y cinco dólares la sesión) que, o bien está enamorado de su madre, o de su padre o del muchacho de enfrente. No me entra en la cabeza que cualquiera de los lados de este triángulo pueda tentar a un joven (o a un viejo), y eso sin contar con que la mayor parte de la sociedad, como es bien sabido, desaprueba las desviaciones sexuales. De manera que aconsejo a todos los jóvenes que se dediquen a perseguir niñas desde el mismo día en que aprendan a atarse los cordones de los zapatos y que se olviden de las tendencias anormales que podrían llevarlos a la ruina física, moral y, hoy, incluso política.

Por suerte, mi afición estaba únicamente dirigida hacia las muchachas y hacia mí mismo, en ese orden, e incluso me consideraba más afortunado aún por el hecho de que íbamos de gira con una compañía de vodevil dotada de ocho señoritas excepcionalmente guapas. Como nosotros éramos sólo cuatro hermanos, tocaba a dos señoritas por cabeza (si las matemáticas no fallan).

Sólo una de ellas me interesaba; dejaba siete señoritas para tres hermanos. Cuando digo que sólo una señorita me interesaba no quiero decir que me interesase para toda la vida. Lo único que pretendía era llevarla a mi cuarto. Era una tía buenísima (yo tenía gustos escoceses por entonces), pelirroja, con un cuerpo imponente y una sonrisa permanente que solía dirigir hacia mí.

Una noche, después de la última función, estábamos sentados en la cafetería del hotel.

—Gloria —le dije, como si se tratara de algo que se me acababa de ocurrir, aunque lo había estado planeando durante semanas—, ¿qué te parece si subimos a mi habitación y compartimos una botella de champán? Es del país, pero casi no se nota.

—Champán del país —susurró—, me encanta. No te lo vas a creer, pero ayer leí un artículo en el Tribune de Minneapolis, escrito por un experto en vinos, en el que afirmaba estar convencido de que muchas veces el champán que se hace aquí es mejor que el importado.

Aún no había dicho que subiría a mi habitación, pero el súbito entusiasmo que demostraba por el champán nacional me persuadió de que en poco tiempo su hermoso cuerpecito anidaría en mi dormitorio.

Me relamía de antemano. Desde luego cualquiera habría dicho que ya había ganado la batalla. Desgraciadamente la cosa distaba de ser verdadera. El problema consistía en meterla en mi cuarto. Resultaba fácil despistar a los de la recepción, lo difícil era engañar a los detectives del hotel. Aquellos sabuesos rastreaban la entrada desde la puesta del sol; miraban por los ojos de las cerraduras y escuchaban detrás de las puertas en busca de cualquier estridencia sospechosa. Los miembros de las compañías teatrales eran considerados siempre gente de mal vivir y si un sabueso del hotel oía una voz femenina en una habitación que supuestamente estaba ocupada por un soltero, aporreaba la puerta gritando:

—¡Como no saques a esa mujer de ahí te vas a enterar!

Mi habitación era preciosa. Tenía un gran ventanal con puertas dobles acristaladas estilo francés. Para evitar sospechas le dije a Gloria que subiera en ascensor hasta el noveno piso, donde ella compartía cuarto con otra chica, y que luego subiera a pie hasta el décimo. Por mi parte, con el fin de disimular mis intenciones, me fui por las escaleras de atrás y subí literalmente al galope los diez pisos. Lo único que me mantenía en marcha era la figura de Gloria, su pelo rojizo y aquel cuerpo adorable que, con un poco de espacio para contonearse, habría revolucionado un convento de monjes en menos de cinco minutos.

Le había dado a Gloria una copia de mi llave y, por fin, con el corazón palpitante, nos encontramos en mi habitación. ¡Qué triunfo! ¡Qué perspectivas se abrían ante mí! ¡Me sentí como Napoleón al cruzar los Alpes o como MacArthur andando sobre las aguas!

Hacía un calor terrible aquella noche y, después de echar la llave y correr el pestillo, abrí las puertas acristaladas haciendo una pirueta que habría envidiado Rodolfo Valentino, de no ser porque al parecer vivía constantemente en una tienda de campaña con el trasero lleno de arena (por culpa de la tienda, claro).

Las cosas iban bien. El champán era bastante bueno, a pesar de que sólo tenía dos semanas. Mientras permanecimos sentados mirándonos con ansia a los ojos, un par de pichones entraron volando en el cuarto. Pensé que era un detalle elegante. Estaban cortejándose y nosotros también. Salvo por el hecho de que yo llevaba zapatos y fumaba un cigarro, no había una gran diferencia.

Conforme Gloria y yo nos íbamos acercando el uno al otro, entró un nuevo par de pichones. Y luego un tercero. Al principio permanecían en el alféizar de la ventana, arrullándose y dándose el pico. Como yo era un viejo amante de los pájaros, sabía por el sonido que estaban detrás de lo mismo.

Al cabo de un rato el alféizar estaba lleno y algunos empezaron a volar por la habitación en busca de un lugar más privado. Como todo el mundo sabe, hacer el amor puede convertirse en una experiencia extraordinaria bajo circunstancias favorables, pero a medida que la población de pichones iba en aumento, llegó a ser algo imposible de practicar. El dormitorio entero se había convertido en un palomar y nuestra supervivencia pasó a ser el asunto prioritario.

Dejé de hablar con Gloria y empecé a dirigirme a los pájaros, primero con voz suave y persuasiva, adecuada para pichones. Como no parecía servir de mucho, empecé a vociferar. Supongo que pensaron que yo era algún chiflado que odiaba a las palomas, ya que no me hicieron ni caso y continuaron en lo suyo. Entonces me di cuenta de que si no echaba a aquellos aguafiestas de mi nido de amor me iba a quedar sin un cuarto de litro de champán y sin todo lo que había planeado.

Me volví hacia Gloria.

—Querida —le dije—, ¿te importaría meterte en el cuarto de baño un minuto?

Pareció sorprendida y molesta por mi sugerencia, y con razón. Nuestras relaciones no habían llegado aún al grado en que uno le ordena a su amada que se vaya al cuarto de baño.

—Oye —me contestó—, ya soy bastante mayorcita como para saber cuándo tengo que ir, ¡y no es ahora!

—A menos que quieras que me detengan —le dije—, ¡tienes que ir!

—A ver, dime —replicó—, ¿por qué crees que puedes obligarme a entrar en el cuarto de baño?

En ese momento un pichón me picoteó el lóbulo de la oreja derecha. Le eché un zarpazo, pero fallé.

—Escúchame, querida, te amo —dije con desesperación—, pero está claro que no puedo continuar así. Los pichones han ganado la partida y voy a tener que llamar a los detectives del hotel. Estoy seguro de que no es la primera vez que inundan este maldito dormitorio, y seguro también de que la administración ha tenido que enfrentarse antes con este problema y sabe cómo resolverlo.

Gloria dio un resoplido, cogió la botella con el resto del champán y, con mucha dignidad, se fue culebreando hacia el cuarto de baño.

Cinco minutos después hice pasar a dos forzudos de pies planos. Sin decir una sola palabra se quitaron las chaquetas, cerraron las puertas acristaladas, abrieron de par en par la puerta de la habitación y se liaron a chaquetazos con los plumíferos entrometidos. Observé cómo ahuyentaban a los pichones escaleras abajo hasta el vestíbulo. Los detectives parecían dos condenadas aves de presa persiguiendo su próxima comida.

Ignoro de qué manera lograron sacarlos del hotel. Quizá no lo hicieran. A lo mejor los persiguieron hasta la cocina para el guiso del día siguiente. Lo único que me interesaba era sacar a los pájaros y a los detectives de la habitación y a Gloria del cuarto de baño.

Volví a cerrar con llave la puerta y grité:

—¡Gloria, corazón, te adoro! ¡Ya puedes salir!

Conforme aparecía, me anunció:

—No me siento bien y me voy a mi cuarto. ¡Es la última vez que bebo champán del país!

Y aquella fue la última vez que pude acercarme a Gloria, excepto en el escenario, junto a siete señoritas y tres hermanos.

Sic transit Gloria!

4

Sobre el talento

 

 

 

 

 

Hace algunos años se estrenó en Boston un espectáculo de la productora Ziegfeld. Fue algo histórico, aunque en aquel entonces todas las funciones de Ziegfeld eran memorables, como diría el señor Jessel.

¡Con nombrar a Ziegfeld estaba todo dicho! Tenía las chicas más hermosas, la escenografía más espectacular y los cómicos más divertidos.

No voy a mencionar el nombre de la estrella femenina, pero en una comedia musical en la que incluso las figurantes eran escogidas por su belleza, esta chica sobresalía como uno de los ensueños del teatro. No tenía mucho talento pero cantaba bastante bien y bailaba con la misma gracia que la mayoría de las coristas, lo cual no es mucho decir.

Desgraciadamente yo la conocía poco. Si la hubiera conocido no me habría hecho ningún bien porque le gustaba beber y a mí no. Además, era la querindonga de un propietario de haciendas en Brasil. No es que fuera una alcohólica, pero le gustaba arrearse dos o tres tragos antes y durante la representación.

En el primer acto se alzó el telón y apareció un cuadro campestre. El escenario estaba cubierto de rosas y nuestra muchachita estaba sentada en un columpio floral festoneado con pétalos suficientes para enterrar a la primera fila entera. Mientras aquella pieza seductora de feminidad se balanceaba sobre el público entonaba una letra tan banal como original, de ella supongo:

Empújame hacia arriba,

empújame muy fuerte,

empújame a la cima

del árbol que hay enfrente.

Pero a nadie le importaba lo que cantara. Ni siquiera la escuchaban. Sólo miraban. No había marido en el público que no estuviera hipnotizado por su belleza ni esposa que dejara de mirar a su marido.

Durante las dos semanas anteriores en Filadelfia, por sólo un verso y el estribillo de la canción había recibido los aplausos convencionales, pero la noche del estreno en Boston una extraña magia llenó el teatro y los aplausos fueron ensordecedores. El telón tuvo que alzarse una y otra vez. En las ocho ocasiones que repitió el estribillo desplegó sus hermosas piernas ante el público.

El resto de los intérpretes, situados entre bastidores, asistían perplejos a la inesperada ovación. Los tramoyistas estaban estupefactos y Ziegfeld no salía de su asombro. Dudo que las paredes de otro teatro hayan acogido jamás ovación más estruendosa.

¿Qué es lo que le había añadido a la cancioncita para llevar al público de aquella función a un tumulto como aquél?

En realidad no le había añadido nada. Simplemente le había restado: la noche memorable se había arreado unos cuantos lingotazos de más y, aturdida por el alcohol, olvidó ponerse la ropa interior.

De esta pequeña historia se deducen tres moralejas: (1) si uno tiene talento, tarde o temprano saldrá a relucir; (2) no sale a cuenta ocultar la luz bajo una prenda interior; y (3) cuando no se obtiene la respuesta adecuada por simple suma, mejor invertir la operación... y restar.