Salón de belleza

Mi trabajo en el salón de belleza lo llevaba a cabo de lunes a sábado. Pero algunos sábados en la tarde, cuando estaba muy cansado, dejaba encargado el negocio y me iba a los Baños de Vapor para relajarme. El local de mi preferencia lo atendía una familia de japoneses y era exclusivo para personas de sexo masculino. El dueño, un hombre maduro de baja estatura, tenía dos hijas que hacían las veces de recepcionistas. En el vestíbulo habían tratado de respetar el estilo oriental que se notaba en el letrero de la puerta. Allí había un mostrador decorado con peces multicolores y dragones rojos tallados en alto relieve. Siempre se podía encontrar a las dos jóvenes armando grandes rompecabezas, la mayoría de más de dos mil piezas. Cuando llegaba alguien dejaban el entretenimiento y se esmeraban en la atención. El primer paso era la entrega de pequeñas bolsas de plástico transparente, para que el mismo visitante introdujera en ellas sus objetos de valor. Las jóvenes daban luego un disco con un número que uno mismo debía colgarse de la muñeca. Las japonesas guardaban la bolsa en un casillero determinado y después invitaban al visitante a pasar a una sala posterior. Aquí la decoración cambiaba totalmente. El lugar tenía el aspecto de los baños del Estadio Nacional que conocí la vez que me llevó un futbolista aficionado. Las paredes estaban cubiertas hasta la mitad con losetas blancas, en su mayoría desportilladas. En la parte sin losetas habían pintado delfines que saltaban. En aquellos dibujos descoloridos apenas se percibía el lomo de los animales. En esa sala siempre me esperaba el mismo empleado para pedirme las ropas que llevaba puestas. En cada una de mis visitas tuve siempre la precaución de usar sólo prendas masculinas. Luego de que me desvestía delante de sus ojos, con un gesto mecánico el empleado tendía sus brazos para recibirlas. Se fijaba después en el número que colgaba de mi muñeca y se llevaba luego la carga al casillero correspondiente. Antes de hacerlo me entregaba dos toallas raídas pero limpias. Yo me cubría con una los genitales y me colgaba la otra de los hombros.

 

La última vez que visité los Baños, recordé una historia que me contó un amigo cierta noche en que estábamos esperando hombres en una avenida bastante transitada. A mi amigo le gustaba vestirse exóticamente. Siempre usaba plumas, guantes y abalorios de ese tipo. Decía que algunos años antes su padre le había regalado un viaje a Europa, donde había aprendido a vestirse de esa manera. Pero parece ser que aquí no se apreciaba muy bien esa moda y mi amigo se quedaba muchas horas de pie en las esquinas. Ni siquiera los patrulleros que rondaban la zona lo llevaban a dar la vuelta de rutina. En ese momento me acordé de aquel amigo porque en una ocasión me contó que su padre acostumbraba ir a los Baños a pasar los fines de semana. Se trataba de otro tipo de Baños de Vapor, de alta categoría y no como los del japonés. Me dijo que en una de sus primeras visitas los mismos amigos del padre abusaron de él en una de las duchas individuales. Mi amigo no tenía entonces más de trece años y el miedo hizo que no hablara de lo sucedido. El caso es que estos Baños son distintos, porque a diferencia de los que frecuentaba el padre de mi amigo aquí todos los usuarios saben a lo que van. Cuando se está cubierto sólo por las toallas el terreno es todo de uno. Lo único que se tiene que hacer es bajar las escaleras que conducen al sótano. Mientras se desciende, una sensación extraña comienza a recorrer el cuerpo. Después los cuerpos se confunden con el vapor que emana de la cámara principal. Unos pasos más y casi de inmediato se es despojado de las toallas. De allí en adelante cualquier cosa puede ocurrir. En esos momentos siempre me sentía como si estuviera dentro de uno de mis acuarios. El agua espesa, alterada por las burbujas de los motores del oxígeno y por las selvas que se creaban entre las plantas acuáticas, se parecía al sótano de estos Baños. También vivía el extraño sentimiento producido por la persecución de los peces grandes que buscaban comerse a los chicos. En esos momentos la poca capacidad de defensa, lo rígidas que pueden ser las paredes transparentes de los acuarios, eran una realidad que se abría en toda su plenitud. Pero aquellos son tiempos idos que nunca volverán. Actualmente mi cuerpo esquelético, invadido de llagas y ampollas, me impide seguir frecuentando ese lugar. Otro factor importante para considerar aquello como cosa del pasado, es el ánimo que parece haberme abandonado por completo. Me parece imposible haber tenido en algún momento la fuerza necesaria para pasar tardes enteras en los Baños. Pues aun en los mejores tiempos de mi condición física, salía de una sesión totalmente extenuado.

 

Para lo que tampoco tengo fuerza es para salir a buscar hombres en las noches. Ni siquiera en verano, cuando no es tan malo tener que vestirse y desvestirse en los jardines de las casas cercanas a los puntos de contacto que se establecen en las grandes avenidas. Porque toda la transformación se tiene que hacer en ese lugar y furtivamente. Era una locura regresar de madrugada en un autobús de servicio nocturno vestido con las mismas ropas con las que se trabajaba de noche. Además, ya tampoco tengo casi tiempo para ocuparme de mi persona. Tengo que regentar este Moridero. Debo darles una cama y un plato de sopa a las víctimas en cuyos cuerpos la enfermedad ya se ha desarrollado. Y lo tengo que hacer yo solo. Las ayudas son esporádicas. De cuando en cuando alguna institución se acuerda de nuestra existencia y nos socorre con algo de dinero. Otros quieren colaborar con medicinas, pero les tengo que recalcar que el salón de belleza no es un hospital ni una clínica sino sencillamente un Moridero. Del salón de belleza quedan los guantes de jebe, la mayoría con agujeros en las puntas de los dedos. También las vasijas, las bateas, los ganchos y los carritos donde se transportaban los cosméticos. Las secadoras, así como los sillones reclinables para el lavado del cabello los vendí para comprar una serie de implementos necesarios para esta nueva etapa en la que ha entrado el salón. Con la venta de los objetos destinados a la belleza compré colchones de paja, catres de hierro, grandes ollas y una cocina de queroseno. Un elemento muy importante, que deseché de modo radical, fueron los espejos, que en su momento multiplicaban con sus reflejos los acuarios y la transformación que iban adquiriendo las clientas a medida que se sometían al tratamiento de la peluquería y del maquillaje. A pesar de que creo estar acostumbrado a este ambiente, me parece que para todos sería ahora insoportable multiplicar la agonía hasta ese extraño infinito que producen los espejos puestos uno frente al otro. A lo que también creo haberme acostumbrado es al olor que despiden los enfermos. Menos mal que en el asunto de las ropas he recibido alguna ayuda. Con la tela fallada que nos donó una fábrica hicimos algunas sábanas. En el patio que hay detrás del galpón donde duermo, separo las ropas en montones. Son los parien-tes mismos quienes se encargan de lavar cada montón por separado. De los que no tienen a nadie en el mundo, yo mismo tengo que ocuparme del lavado.