Nos quedamos tumbados en la cama, toda la mañana charlando, como si no hubiera nada que hacer en el mundo y después, a eso del mediodía, el señor Bisket llegó con su carromato, al que estaban uncidos su caballito y Jeremiah, y enseguida salimos los dos corriendo a saludarlo. En menos que canta un gallo recogimos todo lo que necesitaríamos durante una estancia en Lawrence que podía ser larga: ropa de vestir, ropa de cama, armas y municiones, libros, velas, un cazo y todas nuestras provisiones. No hubo preguntas ni protestas. El carromato y los caballos habían traído un aire de bullicio y de los grandes acontecimientos que estaban por ocurrir y que no podíamos perdernos. Nos alejamos de nuestra tierra y atravesamos la pradera crespa, compacta y helada sin volver la vista atrás.
Abundaban las noticias. El sheriff Jones anhelaba invadir Lawrence y seguía reclamando a Branson, el fugitivo. Nadie decía dónde estaba, pero Bisket suponía que a aquellas horas ya debía de estar camino de Iowa. Jones pensaba aprovechar la búsqueda de Branson como pretexto para localizar a hombres a los que odiaba particularmente y eran muchos los habitantes de Lawrence que ya se habían hecho a la idea de que se incendiarían casas como represalia por las casas incendiadas de Missouri.
El señor Bisket se había pasado todo el día anterior haciendo prácticas de tiro.
-Tienen miedo de nuestras escopetas -dijo-, un miedo atroz. ¿Sabes por qué? Pues porque saben que no es preciso que tengas muy buena puntería para dar en el blanco, basta con que tengas fulminante, balas y pólvora. Ellos se enorgullecen de poder dar en el ojo de una ardilla a cien metros de distancia, pero saben que nosotros no hacemos esas cosas. Saben que nosotros tenemos esas escopetas y que lo único que hacemos es cargarlas y hacer fuego. No nos hace falta meter cada vez lo que sea por el cañón para disparar. Ojalá que también tuviésemos algo de artillería. Robinson ya lo dijo. Parece que escribió a Thayer pidiendo algunas piezas móviles de artillería. ¡Espero verlas! -soltó una carcajada.
Le pregunté si Thomas estaba haciendo prácticas.
-No, se lo han llevado para cavar trincheras. Los que están en forma hacen eso. Es muy duro. Mañana será el ataque.
-¿Y por qué mañana?
-Pues no lo sé, pero es lo que dicen todos. Depende de cuándo terminen el whisky. Cuando se quedan sin whisky, primero se ponen furiosos pero después se serenan y se espabilan. Atacan cuando están furiosos pero antes de serenarse. Jones se ocupa de mandarles whisky a barriles. Algunos nos animan a que los ataquemos, ya que nos los merendaríamos fácilmente, pero Robinson dice que mejor que nos quedemos tranquilos y dejemos que sean ellos los que hagan el primer movimiento, ya que de lo contrario el ejército de Estados Unidos se echará sobre nosotros como un solo hombre.
-Yo me figuraba que eran millares.
El señor Bisket se encogió de hombros.
Un momento después me pasó las riendas y se deslizó del asiento. Dijo a Frank que se sentara a mi lado en la parte de delante y murmuró por lo bajo:
-Voy a echar un vistazo. Como no lleváis nada comprometido, podéis entrar en la ciudad e ir directamente a la choza de paja.
Dicho esto se alejó.
Estaba anocheciendo, puse los caballos al trote y al poco rato nos tropezamos con unos Rufianes de Frontera que estaban agachados en torno a una hoguera. Yo seguí mi camino pero sin acelerar la marcha ni mirarlos cuando gritaron. Me dejaron pasar, pero otro grupo paró el carromato, uno agarró la brida de Jeremiah y fulminándonos con la mirada, dijo:
-¡Nombre!
Eran tres, llevaban sombreros flexibles y unas patillas tan pobladas que las caras se perdían entre los pelos. Se cubrían el cuerpo con prendas y más prendas de ropa vieja para protegerse del frío y llevaban unas largas escopetas Kentucky anticuadas y muy primitivas, sobre todo comparadas con nuestras carabinas Sharps, aunque no por ello menos mortíferas. Abrí la boca para disponerme a hablar pero me quedé dudando un momento sin saber qué decir. En ese momento intervino Frank:
-No habla. No oye ni habla. Tengo que acompañarla a todas partes.
-¿Adónde vais?
-A la ciudad.
-En la ciudad hay guerra.
-¡No! -exclamó Frank, como si se hubiera quedado turulato con la noticia-. ¿Qué guerra es ésta?
-¡Vamos a acabar con estos m. . . traidores abolicionistas!
-¡Muy bien! -dijo Frank.
-¿Cómo te llamas, chico?
Yo tiré de las riendas y los caballos trataron de ponerse en movimiento, pero el Rufián frenó el caballo asiéndolo por la brida.
-Dile que no puede ir a ninguna parte hasta que aclaremos un par de cosas -afirmó.
Frank me dio un golpecito en el hombro y yo lo miré con gran atención. Hizo unos movimientos muy vivos con la cara y las manos y yo asentí con un gesto de la cabeza. Entonces Frank dijo:
-Me llamo Frank Brereton. ¿Y usted?
Otro dijo:
-¡La peste de los abolicionistas! ¡Uf! -y escupió en la rueda del carromato.
-Vamos a quemarlos a todos y a meterlos en un agujero. Cuando llegue lo que esperamos, verán. ¿Cómo se llama ella?
-Es mi prima Lydia Brereton. Estamos de visita, venimos de. . .
-¡Illinois! -gritó otro-. ¡Uf!
Frank no se mostró afectado en lo más mínimo y dijo:
-Más o menos.
-Conocerás a Burton Brereton, entonces -dijo el hombre.
-Era el tío de mi padre. Era un asesino -dijo Frank. Yo estaba más quieta que una estatua y tenía la cara lívida, trataba de fingir que no me enteraba de aquella interesante conversación-. Yo no llegué a conocerlo -dijo Frank en tono amigable-, murió antes de que yo naciera. Pero en casa teníamos los perros.
-¿Qué perros?
-Los perros que descendían de la perra que avisaba a tío Burton cuando se acercaban asesinos.
-Jamás oí hablar de ninguna perra.
-Pues sí -dijo Frank, que se iba animando por momentos-, la cosa funcionaba de esa manera. El perro se escabullía e iba a buscar a tío Burton, los asesinos no se daban cuenta de lo que pasaba y entonces tío Burton, que se había criado con los indios, salía a hurtadillas y se cargaba a los hombres. Les rebanaba el pescuezo.
No era la historia que a mí me habían contado, pero yo seguí impasible.
-¡Vaya, vaya! -dijo nuestro interlocutor-. Pues mi padre vivió cinco años en Edwards County antes de que yo viniera a Missouri y decía siempre que allí había un hombre que se llamaba Burton Brereton que era el peor, el más rastrero y el más horrible de todos los criminales del mundo. O sea que ya lo sabes.
-Pues ya lo sé -dijo Frank, como si acabase de enterarse del asunto.
-Y ésa es tu prima -dijo el hombre señalándome con el dedo.
-Eso mismo, pero ella de eso no sabe nada -dijo Frank.
-¡Pues vaya prima larga que tienes! -dijo uno de los hombres en tono grosero. Otro se echó a reír.
Frank dijo:
-No tiene por qué insultarla.
-Creía que no oía nada.
Como Frank no supo qué responder a esto, se quedó en silencio.
-Y fea además -dijo otro con mirada especulativa y dirigiéndome una sonrisa. Yo se la devolví-. Señora -dijo sin dejar de sonreír-, está usted más plana que una marrana vieja.
Yo hice un gesto de asentimiento con la cabeza y sonreí.
El hombre me sonrió a su vez.
-¡Me apuesto lo que sea a que es solterona!
Yo me eché a reír y moví la cabeza con aire de coquetería. Todos soltaron una carcajada.
-Está mas sorda que una tapia desde el día que nació -dijo Frank.
-Yo tengo frío -dijo el que sujetaba a Jeremiah-. ¿Se puede saber qué hacemos aquí?
El hombre que tenía referencias de Burton Brereton dijo:
-Si quieren ir a Lawrence, por mí que vayan.
-¿No registramos el carro?
-¡No! Hace demasiado frío para registros.
Los hombres retrocedieron un paso, yo me quedé a la espera y Frank me tocó suavemente con el codo. Agité las riendas y los caballos se pusieron al trote y penetraron en la oscuridad. Un momento después noté que me castañeaban los dientes y sentí el impulso de decir cien cosas a Frank, pero me quedé en silencio como si llevásemos a los hombres sentados en la parte trasera del carromato esperando a que yo rompiera a hablar.
Lawrence bullía con los preparativos de guerra. Al pasar por Massachusetts Street vimos grupos de hombres iluminados por el resplandor de las hogueras. Algunos empuñaban palas y excavaban zanjas o levantaban trincheras, mientras otros, que iban armados, se dedicaban a vigilar las armas de los que hacían trincheras. Mientras yo iba observando, Frank se arrastró hasta la parte trasera del carro y cogió las armas que llevábamos: mi escopeta Sharps y la que su padre le había dado a él antes de salir de viaje. Traté de descubrir la figura de Thomas, pero había tantísimos hombres y estaban todos tan atareados y tan mal iluminados que no me fue posible distinguirlo. Me invadió la angustia al pensar cuándo podría verlo. Durante el viaje con el señor Bisket me había hecho a la idea de que vería a mi marido nada más llegar a Lawrence. Ahora, sin embargo, al hacerme cargo de la situación real, sentía vagos recelos y me arrepentía de haber abandonado nuestra tierra, ya que me decía que, de no haberme movido de ella, por lo menos él habría podido dar conmigo. Los caballos estaban cansados, pero yo los azucé para que fueran más aprisa a la choza de paja, ya que la necesidad de ver a mi marido era urgente. Fue lo primero que me enseñó la guerra: por breves que sean, las separaciones son muy dolorosas.
La choza de paja estaba muy deteriorada. Aquel tejado de bálago que parecía tan pulcro en verano ahora estaba medio derrumbado y los huecos estaban remendados con paja, ramas y trozos de tela. Un costado de la casa se había desplomado. Sentí crecer dentro de mí los recelos por haber abandonado nuestra parcela, sobre todo al percatarme de que no tenía en el Territorio de Kansas ningún sitio donde poder refugiarme. Di una voz e inmediatamente apareció la señora Bush en la puerta, presurosa y con una luz en la mano, que me miró llena de alegría y de contento.
-¡Hola, cariño! -me dijo-. Llevamos toda la tarde esperándola. Thomas ha venido a cenar y estaba muy preocupado al ver que no llegaban. Han dicho que habían venido Rufianes de Lecompton y que estaban apostados en todo el camino hasta el Norte. Teníamos miedo de que les hicieran retroceder o algo peor. Y Frank. . .
Frank bajó de un salto.
-Les he dicho que era sordomuda y les he contado una sarta de mentiras. ¿Está lista la cena?