Sangre

1

La tumba de mi abuelo

 

Lo único que puedo decir sin temor a equivocarme es que aquella mañana el cielo era intensa y casi dolorosamente azul. Ya sé que tomarse el trabajo de desenfundar la pluma para escribir una frase así puede parecer una solemne estupidez indigna aún del más lerdo principiante, pero, por favor, no se me impacienten; concédanme al menos unas líneas de crédito. El cielo que yo vi era tan estrepitosamente azul, un derroche cromático tan deslumbrante que me dejó clavada en la acera sin aliento y con el corazón palpitando. Me sentí como un dios solar. Shamash u Horus, tal vez. O como alguien que recibe por primera vez el premio de la luz.

Mi mirada había sido la mirada casual y distraída de quien mira el cielo como miraría un poste telegráfico, sin intención de ver nada en particular, sin expectativas concretas. De acuerdo: una mirada así ni siquiera merece que se le otorgue el título de nobleza implícito en la palabra mirada; es sólo un subproducto pasivo-vegetativo, una caricatura de mirada, un gesto mecánico desprovisto de una voluntad que lo anime, un acto desnudo precisamente de mirada. En mi descargo diré que debía de estar todavía bastante dormida y que sólo la perturbadora intensidad del azul del cielo despertó bruscamente mis sentidos. Ni siquiera consigo recordar qué diablos hacía yo en la calle a una hora tan temprana: en aquel azul profundo, vibrante y cegador había una especie de loca y jubilosa exaltación de la vida que se inmiscuyó en mi sistema al abordaje.

De lo que hice a continuación, no tengo la menor idea de por qué lo hice. Podría inventar sobre la marcha un par de explicaciones convincentes y elegir la mejor de ellas, pero prefiero suponerlos lo bastante maduros o lo bastante temerarios o lo bastante insensatos para encajar con gallarda entereza un acto desprovisto de motivos claros, a menos que se acepte como motivo claro el hecho de que uno pueda extraviarse en un color o una textura.

Lo único que puedo decir sin temor a errar el tiro es que, de pronto, me encontré caminando sin rumbo aparente y con la cabeza vuelta hacia el cielo para absorber con ojos, poros y pulmones toda la luz que se derramaba sobre mí con emocionante y gratuita generosidad. Puede que llamara la atención de algún transeúnte. De ser así, supongo que el transeúnte aminoró el paso durante una milésima de segundo tomándome sin duda por una chiflada, tras lo cual se olvidaría por completo del asunto, reclamado por sus preocupaciones habituales. Eso es lo que suele ocurrir en las ciudades; uno se acostumbra hasta tal punto a circular entre chiflados de una u otra especie, que apenas si les dedica ya un rápido parpadeo.

Me pareció que la ciudad resplandecía, inusitadamente bella, como si también ella se hubiera dejado arrebatar por aquel desaforado estallido de luminosa vitalidad.

No supe adónde iba hasta que alcancé mi destino. A la luz de lo que había de suceder poco después, resulta extraño que, entre todos los lugares posibles, me encaminara hacia el cementerio del sudoeste. Pero ya he dicho que no dispongo de conjeturas sólidas para explicar mis actos de esa mañana. Sólo sé que el cielo era endemoniadamente azul, de un azul que invitaba a celebrar la existencia.

En la plazoleta bordeada de plátanos que se abre al cementerio, dos ancianos paseaban y otros dos dormitaban en un banco. Me pregunté si no estarían ahí de forma permanente, estacionados en la antesala de la muerte para ahorrarles los gastos de transporte a sus allegados. O tal vez, sencillamente, aguardaban su turno para ingresar en el camposanto. Tranquilos, matando el tiempo.

Crucé las verjas y localicé en un plano el recinto protestante, ubicado en la agrupación 13, una zona antiguamente situada fuera del camposanto donde recibía sepultura lo que entonces se consideraba la escoria: ateos, duelistas, suicidas y espiritistas, así como aquellos que practicaban religiones distintas al catolicismo. No me costó demasiado dar con la tumba de mi abuelo. Casi diría que fue asombrosamente sencillo, como si el penetrante azul del cielo hubiera rasgado el velo calinoso que habitualmente empaña mis actos con dudas e indecisiones para conferirles una extraña precisión, la misma decidida nitidez que se respiraba en la atmósfera.

Era la primera vez que veía la tumba de Pablo Cano, mi abuelo materno, capitán de la armada hasta que una guerra ni grande ni mundial lo obligó a retirarse de la navegación. Grabada con letras doradas en la sencilla lápida de granito gris que sellaba el modesto nicho, bajo el nombre de mi abuelo y la fecha de su muerte se leía esta inscripción:

 

«Como el lucero de la mañana entre tinieblas, y como resplandece la luna en tiempo de su plenitud... Como el arco iris, que resplandece en las transparentes nubes, y como la flor de la rosa en tiempo de primavera, y como las azucenas junto a la corriente de las aguas...

 

»Eclesiastés 50, 6-8».

 

La lectura de estas líneas surtió el efecto de un inesperado bofetón. Con la sangre hirviéndome en las venas, me sonrojé de los pies a la cabeza. De repente, la piel me picaba como si todo un hormiguero hubiera confundido mi cuerpo con una autopista libre de peajes. Me sentía como alguien que en el curso de un paseo a orillas del río viera salir a flote un objeto odioso y comprometedor del que se hubiera deshecho años atrás. Mentiría si dijera que perdí la calma. ¿Cómo va uno a perder lo que jamás ha tenido? Pero el hecho de que el cielo siguiera inconmoviblemente azul se me antojó un sarcasmo fuera de lugar.

¿Qué esperabas?, me dije mientras me alejaba unos pasos, confiando en que el movimiento me ayudaría a vencer la agitación. ¿Un epitafio escrito por Beckett o Ionesco? ¿una cita de Chéjov?

Al salir del exiguo corredor delimitado por las dos hileras de nichos donde se hallaba la tumba de mi abuelo, desemboqué en una especie de encrucijada bordeada de altaneros y adustos cipreses. Puede que no fueran ni tan adustos ni tan altaneros, pero en aquellos instantes todas las cosas venían envueltas en un halo de hostilidad. Mientras trataba de librarme de mis espantosos picores rascándome como un mandril, vi a mi derecha un sendero que conducía al mausoleo de Companys, según indicaba un diminuto letrero en forma de flecha. A pocos metros de la bifurcación, tres sencillas tumbas dispuestas en estrecha vecindad me llamaron la atención. Al acercarme, descubrí que se trataba de los restos de Durruti, Ascaso y Ferrer Guardia. ¿Por qué no le habría dado a mi abuelo por hacerse anarquista y entretenerse en la fabricación de bombas caseras en lugar de abrazar la fe espondalaria?, me pregunté mientras contemplaba las diminutas banderas de la CNT pegadas en cada lápida. Imaginé entonces a mi abuelo irrumpiendo con febril excitación en la sala de estar de la casa de mi infancia para notificarnos que había conseguido ampliar a cuatro metros y medio el radio de acción del artefacto explosivo cuya fabricación absorbía toda su energía desde hacía años. Me pareció un recuerdo hermoso y emocionante; lástima que fuera apócrifo.

Casi sin pensar en lo que hacía, como si el azul del cielo siguiera dictando mis actos, arranqué uno de los manojos de pensamientos que decoraban la tumba de Durruti, volví sobre mis pasos y deposité aquellas flores, de un encendido color amarillo, junto a la lápida de mi abuelo, improbable constructor de bombas domésticas. Inmediatamente me sentí ridícula. ¿Qué demonios hacía poniendo florecillas cuando lo único que deseaba era reescribir aquel maldito y estúpido epitafio que me llenaba de un indescriptible malestar?

-Interesante, ¿verdad? -dijo una profunda voz de barítono a mis espaldas.

Giré sobre mis goznes y, justo detrás de mí, a apenas metro y medio de distancia, vi a un tipo alto y sólido como una torre. Tenía la cabeza bien esculpida, con pómulos y mandíbulas admirablemente bien cincelados, y una mirada penetrante en la que me pareció percibir un denodado esfuerzo por reprimir cierta propensión a la socarronería. Calculé que podía tener treinta y tantos años o rondar los cincuenta. En vista de los distintos grados de conservación observados en los especímenes que se hallan en esa franja de edad, los diagnósticos no suelen ser muy fiables a menos que se tome la precaución de darles un amplio margen por detrás y por delante. En conjunto, el inquilino de aquella enormidad territorial resultaba más singular que guapo. No había tenido tiempo de contestar a la pregunta acerca de si la maldita lápida me parecía interesante cuando La Torre pasó al segundo asalto.

-¿Es algún familiar suyo?

-¿Quiere que conteste a su primera pregunta o era sólo una forma de abordarme?

El tipo se encogió de hombros afectando displicencia, pero adiviné que mi impertinencia le había divertido. Observé que llevaba un libro en la mano, pero no conseguí leer ni el título ni el nombre del autor.

-Desde luego, es una inscripción singular -dije tratando de dominar mi voz de forma que no traicionase el tumulto de confusas y violentas emociones que me embargaba. Aunque lo más probable es que sólo consiguiera parecer rígida, tensa y encorsetada.

-¿Singular? -repitió aquel tipo muy lentamente, como si la palabra fuera un traje abandonado y él lo estuviera sometiendo a un minucioso registro-. ¿Es un pariente suyo?

-No -mentí, con lo que no pude evitar sentirme como un vil san Pedro. Rastrera, cobarde y traicionera-. Y a usted, ¿qué le parece la inscripción? -pregunté a mi vez, más para vencer mi turbación que por un noble afán de conocer la opinión de aquel caballero.

-¿De verdad quiere saberlo?

-Sí, claro -volví a mentir, aunque la extraña reticencia del tipo a exponer sin más su opinión, y eso en una época en la que la gente no suele privarse de comunicarle al prójimo aun las más triviales e insulsas de sus opiniones, empezaba a hostigar mi curiosidad.

-¿Está segura? Mi opinión es bastante larga -afirmó con imperturbable seriedad.

-¿Larga?

-Sí, larga. Digamos que la tengo bastante meditada. Calculo que será un monólogo de unos cinco minutos, tal vez algo más. Y, si me interrumpe, puedo incluso alcanzar el cuarto de hora. ¿Está segura de que lo resistirá?

-Estoy dispuesta a asumir el riesgo.

-De acuerdo entonces. Usted ha dicho que la inscripción le parecía singular -dijo subrayando cuidadosamente la palabra-. Yo, en cambio, la encuentro de una enrarecida extravagancia. No recuerdo haber visto ningún otro epitafio que transgreda tan alegremente las leyes de la literatura necrológica. Por regla general, los epitafios son un lamento de los deudos por la pérdida de quien yace en el sepulcro, es decir: el muerto. Se trata, por supuesto, de un lamento expresado según unas pautas convencionales y a menudo se utilizan fórmulas acuñadas en la antigüedad, como el célebre siste viator, detén tus pasos, caminante; a veces constan de una descripción del difunto -oficio, costumbres, etcétera- y casi siempre exaltan sus virtudes, genuinas o inventadas, con la ostentosa magnanimidad propia del superviviente, porque a quien ya no está y no corre el menor peligro de volver a fastidiarnos se le puede perdonar cualquier cosa. También suelen señalar la fugacidad de la vida, lo absurdo de todo, nuestra resignada impotencia frente a la muerte, la última estación, la única certeza, nuestro inexorable destino, del polvo venimos y en polvo nos convertimos, etcétera. Y el tono es más bien grave y solemne, desde luego. O melancólico. Es cierto que hay excepciones. Pero hasta en las excepciones hay una serie de coincidencias. ¿Conoce el epitafio de Groucho Marx?

Negué con la cabeza.

-En su tumba se lee una simple frase: perdone que no me levante, una obra maestra del humor negro y absurdo. Ni que decir tiene que fue él mismo quien lo escribió: un epitafio de "autor", por así decirlo. Y, no muy lejos de aquí, en este mismo cementerio, hay una lápida con una inscripción que dice: esto es to-to-todo, amigos. El finado, según pude saber, además de ser tartamudo poseía un agudo sentido del humor. En fin, lo que quiero decir es que los epitafios más heterodoxos suelen hacer befa de la muerte, pero en ningún caso la niegan. La fulana de la guadaña siempre es la protagonista, la primera actriz, no importa que el autor del epitafio ataque el asunto en clave de drama o de comedia: la muerte siempre está ahí. Es el meollo de la cuestión, por así decirlo. Eso es lo más extravagante de esta inscripción: que no contiene la menor alusión a la muerte. Al contrario: todo en ella hace hincapié en la vida, la plenitud, el renacer, la luz, como si el autor se hubiera equivocado de género.

-Y ¿cómo diría usted que es la familia que ha elegido semejante epitafio?

Me miró con tal reconcentrada intensidad que tuve la impresión de estar ante una torre de prospección petrolífera capaz de extraer la respuesta de los estratos geológicos más recónditos de mi alma. Era casi insultantemente obvio que había adivinado mi embuste y trataba de calibrar mi apego por las respuestas sinceras. Tardó mucho en decidirse a hablar; era un tipo lento pero, en cuanto arrancaba, lo hacía sin las vacilaciones y titubeos que siembran de rastrojos las parrafadas de la mayor parte de la gente que conozco.

-Podría ser una familia capaz de negar resueltamente la evidencia. Una familia cuya manera de afrontar la adversidad, por ejemplo, consistiera en negarla. En darle la espalda, como si no existiera. ¿La muerte? ¿Y eso qué es? Hablemos de la luz. Gente capaz de extasiarse en la contemplación de un mar agitado y bravío o de un cielo resplandecientemente azul mientras el mundo se descompone a su alrededor. Pacientes y tenaces constructores de espejismos, así es como los veo.

Pese a que luchaba por mantenerme impasible, se me debió de escapar alguna señal de agonía interior porque el tipo se detuvo en seco. Casi me pareció oír el ensordecedor chirrido de sus frenos hidráulicos. Pensé que si hubiera sido arqueólogo, no habría tenido excesivos problemas para reconstruir la historia de toda una civilización a partir de la cáscara de un cacahuete del pleistoceno.

-Naturalmente, construir espejismos es sólo una de las cien mil maneras que la humanidad ha inventado para mantenerse en pie -dijo en un obvio intento de suavizar el impacto de su diagnóstico.

-Sin embargo -apostillé-, luchar contra la realidad para tratar de modificarla goza de un prestigio mil veces mayor. Por algo será, digo yo.

-Por supuesto. Todas las civilizaciones que han aparecido hasta ahora, en Occidente al menos, priman la acción sobre la reflexión. Fíjese bien en el epitafio. «Como el lucero de la mañana entre tinieblas, y como resplandece la luna en tiempo de su plenitud... Como el arco iris, que resplandece en las transparentes nubes, y como la flor de la rosa en tiempo de primavera, y como las azucenas junto a la corriente de las aguas...». Además de lo desconcertante que resulta la ausencia de toda alusión a la muerte, no hay ni un solo verbo. Es cierto que el verbo resplandecer aparece dos veces, pero su función aquí es más la de un calificativo. Al no haber verbos, el lector tiene la impresión de algo que queda en suspenso, inacabado, porque no hay una acción que le confiera un sentido global.

-¿Le sugiere eso algo más acerca de los autores del epitafio?

-Ya se lo he dicho: tenaces constructores de espejismos. Pero fíjese en otra cosa: el azogue dorado de las letras está ya muy gastado. Da la impresión de que nadie ha venido por aquí desde hace mucho tiempo.  Puede que sientan un vivo afecto por el difunto y que cultiven su memoria, pero no se ocupan en absoluto de adecentar su última morada.

-Que los muertos se ocupen de los muertos -murmuré yo.

-¿Cómo ha dicho?

-Nada... Una tontería. ¿Le parece que es una familia feliz?

Algo me impelía a seguir tirando del hilo para descubrir hasta dónde llegaba su asombrosa perspicacia.

-Yo diría que sí -contestó tras uno de sus silencios habituales-. Por lo menos, actúan como si lo fueran. Es posible también que se crean capaces de hacer felices a los demás. Y puede que quienes los rodean sean, efectivamente, bastante felices. Si están escenificados de forma convincente, los espejismos colectivos pueden cobrar una fuerza enorme. No tiene más que pensar en las sectas religiosas y en los movimientos revolucionarios: son los estados de ánimo y las emociones los que contribuyen a propagar las ideas; ejercen de vehículo conductor, de forma análoga a como la saliva y la sangre transportan los virus. Sin emociones y estados de ánimo susceptibles de operar como medio transmisor, las ideas no circularían. Y lo que no se mueve, tarde o temprano se agarrota y se pone rígido como un... -miró en torno suyo y bajó la voz- cadáver.

-Cadáver -repetí yo con objetiva necedad-. Cadáver -volví a repetir sin que mi aguda conciencia de la objetiva necedad de repetir esa palabra me turbara lo más mínimo. Se me ocurrió que con aquel tipo no me daba miedo ser necia. Tal vez porque en todo aquel rato no le había oído hacer un solo juicio de valor.

-¿Y usted? ¿Qué ve usted en esa lápida?

Antes de empezar, habría jurado que no tenía ni puñeteras ganas de hablar del asunto. Pero no debía de ser así, es curioso, porque no bien abrí la boca las palabras acudieron a mí a borbotones.

-¿Yo? Yo veo ahí una espeluznante mansedumbre que me revuelve las tripas desde que tengo uso de razón. Y un cabreo olvidado. ¿Cree usted que puede existir algo parecido a un cabreo olvidado y sin usar? En cierto momento, alguien que tenía serios motivos para cabrearse declinó la invitación y, en lugar de emprenderla a dentelladas contra el mundo, optó por agachar la cabeza y sufrir en silencio.

-Una actitud muy virtuosa... ¿No la ha probado usted nunca? La mortificación del espíritu, el callado sacrificio. Hay grandes adictos a esa modalidad.

La imperturbable seriedad de aquel tipo se me antojó un puente cuyos pilares se bañaran en un océano de sorna. Un coloso con pies de sorna.

-¿No será usted unos de ellos?

-Sinceramente, no me intereso demasiado como tema de conversación. Prefiero hablar de otras cosas. Y, además, la he interrumpido. Me hablaba usted de...

-Sí, le hablaba de una mansedumbre tan abominable que, con los años, acabó por obligarme a lanzarme a tumba abierta a la sedición. Veo que en toda mi vida no he hecho otra cosa que intentar borrar esa mansedumbre. Una empresa infructuosa porque, por un efecto de transparencia, la mansedumbre sigue ahí, tan visible como siempre a pesar de los borrones y las tachaduras.

Aquel tipo me miró como si realmente hubiera logrado desentrañar una brizna de sentido en mi espantoso galimatías. No siempre necesito que la gente me entienda, pero en este caso aprecié el detalle. Encima -y eso no podré agradecérselo lo suficiente- dejó pasar una excelente oportunidad de ejercitar su sorna. Pero hacía ya bastante rato que me resultaba simpático por nada en particular. La simpatía y la antipatía son sentimientos extraños. Es cierto que, en gran medida, admiten explicaciones, pero siempre hay algo que se te escapa, algo inasible y misterioso que se obstina en burlar cualquier intento de racionalización.

El tipo le echó una ojeada a su reloj y, acto seguido, se puso a buscar algo en sus bolsillos. Me fijé en que el autor del libro que llevaba en la mano era Albert Camus, pero tampoco esta vez conseguí leer el título.

-Ha sido un placer, pero se me hace tarde -dijo el tipo tendiéndome su tarjeta-. Si un día de estos necesita hablar con alguien y no tiene con quién, recuerde que le debo por lo menos diez minutos de atención. Estaré encantado de volver a verla.

Mientras me estrechaba enérgicamente la mano, vi, con cierta perplejidad, que el título del libro era El último hombre. Recordaba vagamente haber leído un libro de Camus titulado El primer hombre, pero pensé que tal vez me equivocaba.

Lo vi alejarse a grandes zancadas y me guardé su tarjeta sin haberla examinado y diciéndome que un crédito de diez minutos de monólogo no es un ofrecimiento como para desecharlo en los tiempos que corren. Aunque lo más probable es que jamás volviésemos a vernos. Sí, seguramente no volveríamos a vernos. No hay muchas certezas en esta vida y las que circulan por ahí suelen estar de oferta porque tienen una tara u otra, pero al menos estaba casi segura de que no volvería a ver a ese tipo. O bien perdería la tarjeta o bien, si la encontraba, me daría una pereza horrorosa llamar. Es lo que siempre sucede. Uno guarda las tarjetas de personas que en su momento le parecieron simpáticas y singulares y con el tiempo las tarjetas se acumulan por todos los rincones. Uno se resiste a tirarlas, por supuesto, porque imagina que en cualquier momento podría asaltarle un imperioso deseo de llamar a cualquiera de esas encantadoras criaturas cuyas tarjetas contribuyen al desorden del hogar. O bien uno sabe que no va a asaltarle el menor deseo de llamar, pero de todos modos se niega a deshacerse de las tarjetas porque sería como admitir ante uno mismo que los buenos sentimientos hacia esas personas, la curiosidad, la simpatía y todas esas cosas, han caducado. Supongo que todos arrastramos cierto número de simpatías abstractas e inexploradas, leves brotes de calor humano cuya propia levedad los preserva de la decepción y la rutina.

 

 

No, no volvería a ver a ese tipo. Era una lástima, desde luego, porque me gustaba su seriedad forzada y corroída por una sombra de socarronería clandestina. Mi instinto me decía que podía haber sido un buen sustituto de Nico, quien a su vez se había revelado un excelente sustituto de Jordi, quien a su vez había sido el brillante sustituto de Thiérry, quien a su vez había sustituido con gallardía a Albert, quien a su vez hizo lo que pudo por eclipsar a Víctor, su mejor amigo, quien a su vez... Ya saben: la diversidad de la especie ofrece infinitas posibilidades de deleite, tanto muscular como espiritual.

Sería un error atribuir a mi atractivo todo el mérito de un inventario sentimental tan dilatado. Cuando uno se dedica al teatro, no duerme solo a menos que lo desee. No hace falta ser Miss Universo, créanme. Yo, desde luego, no lo soy. A los trece años quise cortarme el pelo y mi madre me lo desaconsejó con una claridad expositiva y una vehemencia que no dejaban lugar a dudas. «¡Hija mía!», exclamó con la dramática gestualidad de una prima donna a quien su hija acabara de anunciarle su condición de yonqui irrecuperable. «¡Ni se te ocurra cortarte el pelo! ¡Si es tu única belleza!»

Cuando a los trece años tu madre te dice algo así, ya puedes despedirte de conseguir alguna vez un título de belleza. Tampoco soy tan fea para que, al verme, la gente aparte la mirada en estado de shock. Tengo una de esas caras expresivas y llenas de carácter, el tipo de cara que las actrices guapas afirman envidiar cuando el farisaísmo acampa en sus almas, algo que, a fe mía, sucede con más frecuencia de la que sería deseable. Siempre me pregunto hasta cuándo resistiré la tentación de darles de hostias hasta desfigurarlas, a ver si al salir del hospital opinan lo mismo. La belleza es, a fin de cuentas, uno de los pocos factores de desequilibrio social susceptibles de ser corregidos sin necesidad de armar una revolución.

Pero al público le trae sin cuidado que seas guapa o fea con tal de que hayas salido un par de veces en la televisión, la radio y los periódicos. La fama: he ahí el más poderoso de los afrodisíacos actuales. Ni siquiera importa que seas un famoso de verdad o una celebridad de mediopelo como yo; el público no suele fatigarse la neuronas con sutiles distingos. No sé si a Homero, en su época, haber escrito la Ilíada y la Odisea le valió unos cuantos revolcones entre hexámetro y hexámetro pero, hoy en día, cualquier actorzuelo que aparezca en los medios irradia un extraordinario atractivo sexual para el público. Todo el mundo se comporta como si la fama fuera lo único que valiera la pena en este mundo. Si no puedes conseguirla, siempre te queda el consuelo de acostarte con un famoso. Lástima que no se contagie por contacto carnal, en cuyo caso yo habría sido una de sus más generosas expendedoras. He observado a menudo el fenómeno: los actores expresivos y con carácter solemos ser más promiscuos que los guapos, como si la forzosa convivencia con auténticas beldades a lo largo de meses de trabajo nos obligara continuamente a sacar pecho. Para demostrarnos algo, supongo.

 

 

No tenía nada que hacer hasta las cinco de la tarde así que, al salir del cementerio, persistí en mi vagabundeo. No saben cómo me gustaría decir que se había levantado un viento tempestuoso y que batallones de ominosas nubes de un color gris plomizo decoraban el cielo con lúgubres augurios de tormenta inminente. Por desgracia no era así. El cielo seguía inconmoviblemente azul, pero la profunda alegría de vivir que me impregnaba apenas una hora antes había desaparecido sin dejar rastro. Para no pensar en el epitafio de mi abuelo, que hería mis neuronas como un cuchillo de sílex y traía inevitablemente consigo una cohorte de pensamientos sombríos, me concentré en mi papel en la obra en la que trabajaba. El autor era un tipo muy joven, afable y de una timidez enfermiza, que miraba el mundo con ojos desorbitadamente inteligentes y perplejos y jamás hablaba a menos que se le hiciera una pregunta. Nadie que se cruzara por la calle con ese tipo menudo, apocado y frágil habría podido imaginar que era el autor de aquellas fábulas ásperas y tan indigestas como un trago de puro vitriolo. Yo encarnaba a una niña loca -una niña loca envejecida, por supuesto- que había sido violada a los siete años y ahora se pasaba la vida acarreando un bidet de un lado para otro, unas veces porque estaba obsesionada por lavarse el coño, otras porque aseguraba que con el bidet podía llegar a cualquier sitio antes que nadie. Si lo llenaba de tierra y plantas, estaba en la montaña. Si lo llenaba de agua y mierda, estaba en el río. Si además de agua y mierda echaba sal, estaba a orillas del mar. Aborrecía los medios de transporte usuales porque la obligaban a pasar un rato rodeada de extraños. Para que dejaran de ser extraños, los sometía a implacables interrogatorios. Pero a menudo los extraños no querían dejar de ser extraños y no contestaban, como si tuvieran algo horrible que ocultar. ¿Por qué la obligaban a estar entre gentes que tenían cosas horribles que ocultar cuando ella podía viajar donde le viniera en gana con la sola ayuda del bidet?

Ése era mi personaje en la obra y ésa era la atmósfera que impregnaba toda la pieza. Por algún motivo que no había logrado transmitirme con suficiente claridad, Sarah Oxman-Salesbury, la directora, no estaba de acuerdo con la forma en que yo abordaba el personaje. La tarde anterior, S.O.S (así se hacía llamar la directora) me había pedido que buceara en mi infancia para rastrear en ella mis heridas. Argüí que nadie me había violado a los siete años y, por lo tanto, excepto mi imaginación y mi capacidad de empatía, dos facultades del alma a las que tengo en gran estima, nada había en mi infancia susceptible de ayudarme a construir a la niña loca. Pero S.O.S insistió en que en cualquier infancia hay alguna experiencia capaz de convertirte en una niña loca. En realidad, añadió, lo extraño es que después de atravesar la infancia no seamos todos un maldito hatajo de niños y niñas locos, palabras textuales. ¿Estás segura de que no lo somos?, pregunté yo. O no me oyó o fingió que no me había oído. Investiga, dijo. Mete una excavadora en tu infancia y remueve toda la tierra hasta dar con la fractura.

Esa misma noche, la excavadora de S.O.S. se las debió de ingeniar para colarse en mi cama, porque mi viejo sueño recurrente volvió a visitarme. No recuerdo ya cuándo apareció por primera vez; hace tantos años que he perdido la cuenta. Algunos detalles varían en cada edición pero, en lo esencial, el sueño se mantiene inalterable. Tengo seis o siete años, ocho tal vez. Estoy jugando en una plaza, unas veces a la pelota y otras a las canicas. Una iglesia cuyas altas torres se recortan contra el cielo domina la plaza. En algún momento creí que podía tratarse de la Sagrada Familia, pero la impresión que se ha ido imponiendo a través de las sucesivas ediciones del sueño es que nunca he visto esa iglesia ni conozco esa ciudad. De pronto sucede algo, un accidente, una desgracia de la que al parecer soy responsable, aunque tengo la vaga impresión de contar con uno o varios cómplices a quienes, sin embargo, no veo nunca en el sueño. Inmediatamente después del accidente, todo se vuelve confuso. En medio de la nebulosa, tengo la certeza de haber matado a alguien; lo curioso es que ni siento deseos de esconderme ni ninguno de los presentes me recrimina lo sucedido. Y, aunque la atmósfera del sueño es angustiosa y opresiva, en la mayor parte de sus ediciones me siento tan orgullosa de mí misma como cuando abandono el escenario tras una interpretación brillante.