La carne de René

Encuentro en la carnicería

 

 

 

            La carnicería La Equitativa es, como otros tantos expendios del ramo, un establecimiento nada llamativo, pero hoy, en contraste con la plácida tarde reinante, parece una fortaleza sitiada. Si en sus inmediaciones todo es calma, en ella todo es desasosiego. Sin tregua la marea humana sigue afluyendo. Ya forma una cola de más de una cuadra.

            Esta excitación -que toca las lindes de la histeria- se debe a la venta libre de carne. El público podrá comprar toda la falda, el jarrete, el boliche, bistés y costillas que desee; el de un gusto más exigente adquirirá hermosas masas de cerdo o delicadas piernas de cordero. En ese sentido se ha dado carta blanca por esta tarde y todos están dispuestos a proporcionarse la carne que necesitan.

            Un pueblo sometido al racionamiento no tiene que dar muestras de cordura si, como ahora ocurre, hay venta libre de carne. El hecho de privarse de ella día tras día lo ha llevado a la falsa creencia de que en breve serán víctimas de la inanición. «¿Qué va a ser de nosotros?» Y así pasan su vida discurriendo los medios de procurarse carne.

            Puede entonces comprenderse su histeria. A la vista de tal cantidad de carne, que comprarán después de permanecer en una cola hecha de ansiedades y de empujones, ya la ven convertida en una nada aterradora. Los más próximos al mostrador meten sus ojos en los enormes cuartos de res que cuelgan de los garfios y aspiran con fruición el olor de la sangre coagulada. Es, por así decirlo, un día de fiesta nacional.

            En la cola predomina el elemento femenino: señoras elegantes y mujeres del pueblo, criadas, jovencitas. Todas se introducen osadamente en lo más apretado de la cola. Una de estas señoras, Dalia de Pérez, ha logrado a fuerza de sonrisas y caderas situarse a dos dedos de la carne. Vestida como para una fiesta sostiene un parloteo incesante con su criada. De pronto lanza una exclamación de sorpresa.

            -¡Pero si es René! Mira, Adela, ¿no es René ese que está en la fila del centro? Parece hipnotizado. Mira, Adela -y se lo señala-, mira qué pálido está. Si fuera hijo mío le daría un vasito de sangre cada mañana. ¡Oh, Dios mío, qué época nos ha tocado vivir!

            René, que casi roza con su cara un cuarto de buey suspendido de un garfio, exhibe una palidez espantosa. Le horroriza cuanto sea carne descuartizada y palpitante. Un cadáver no le causa mayor impresión, pero la vista de una res muerta le provoca arqueadas, después vómitos y termina por echarlo en la cama días enteros. ¿Por qué entonces, a despecho de tales terrores, está en la cola de La Equitativa?

            El padre de René tiene un marcado gusto por la carne, una preferencia tan apasionada que constituye un sacerdocio y hasta una dinastía, algo que se transmite de padre a hijo, y se lega celosamente para mantener vivo el entusiasmo. Esto explica su presencia en la carnicería.

            Y para un joven en trance de heredar la corona de su padre, nada mejor que la asistencia regular al matadero, donde hombres armados de grandes cuchillos y de picas arremeten contra las reses abriéndolas en canal. A René lo han llevado a presenciar estas matanzas. Su impresión fue tan espantosa que enfermó de gravedad. En consecuencia su padre juzgó que las cosas debían ir por grados: primero, asistencia sistemática a las carnicerías, después a los mataderos, más tarde, a las grandes hecatombes humanas.

            Saliendo de su ensimismamiento René paseó la vista por el público. Sus ojos tropezaron con los de la señora Pérez, que no le había quitado los suyos. Ella vivía enamorada en silencio de la carne de René. De acuerdo con el canon de esta señora, René era la encarnación viviente de un semidiós griego. Aunque en esto haya confusión histórica no podría negarse que René es una criatura espléndida. Si no posee los músculos del atleta, en cambio en la calidad de su piel reside su belleza, y lo que lo hace irresistible es la seducción de su cara. En ella la nota dominante es ese aire que está pidiendo protección contra las furias del mundo. Y cosa extraña: ese aire que pedía protección se manifestaba en su carne de víctima propiciatoria. La señora Pérez la imaginaba herida por un cuchillo, perforada por una bala o pensaba en su uso placentero o doloroso. Cuando por vez primera sus ojos vieron la carne de René, experimentó la desagradable y angustiosa sensación de que esa carne estaba a dos dedos de ser atropellada por un camión, que se hallaba intacta de puro milagro, y tan sólo faltaban unos minutos para que algo demoledor se le echara encima aniquilándola. Por contragolpe, se sumía a su vista en divinos éxtasis. Una carne tan «expuesta» (así la calificaba) prometía goces insospechados a la carne que tuviera la dicha de obtenerla en el camino de la vida.

            A punto de cumplir veinte años, René sólo conocía su propia carne. Ramón, su padre, lo había constreñido a una vida tan solitaria que René ni siquiera había visto la carne al desnudo de los muchachos de su misma edad, y mucho menos conocía la carne de la mujer. Ramón se había empeñado en educarlo en el más absoluto de los cenobios. Parecía que se empeñaba en demostrar a su hijo que sobre la tierra sólo había un hombre y una mujer, él y su madre.

            Este programa de aislamiento se iba cumpliendo con exactitud espantosa. Donde viviera este trío estrafalario, la gente diría siempre lo mismo: ¿a qué escuela envían al hijo?, ¿con qué niños juega?, ¿a qué niñas mira? Sería vano tratar de responder tales preguntas si otras, de orden más general, quedaban igualmente sin respuesta: ¿Quién era Ramón, de dónde procedía, qué hacía?. . . Unos afirmaban que era viajante de comercio, otros que ingeniero o contrabandista, y hasta había gente que aseguraba que asesino. Lo cierto es que sólo se podía asegurar que Ramón era un hombre perdidamente enamorado de la carne. Tan enamorado que hacía medrar la de su hijo, con todo el desvelo posible, para ofrecerla en holocausto a divinidades ignoradas.

            En relación con el culto del padre, corría un chisme por el vecindario. El señor Powlavski, viejo inmigrante polaco y joyero establecido, había escuchado de labios de Ramón esta frase, dicha a un hombre muy viejo: «No se aflija, mientras hay carne hay esperanza. . .».

            René había vuelto a poner sus ojos en el cuarto de res colgada y estaba a punto de desmayarse. La señora Pérez nada podía hacer a riesgo de perder su sitio en la cola. Luchaba entre auxiliar a René o permanecer en su puesto. Si lo ayudaba podía perder la carne de res, y a su vez, dejarlo desmayarse, era para ella algo intolerable. Vio entonces que su amiga Laurita, compañera en el bel canto, se hallaba precisamente junto a René. Por señas le hizo comprender la situación. Laurita sacó de su cartera un frasco de sales, se las dio a oler a René, éste revivió, y la señora Pérez también.

            Y en ese instante, alguien que estaba detrás de ella, dijo a su oído:

            -Lo he presenciado todo.

            -Buenas tardes, señor Nieburg. No hay que ser vidente para darse cuenta del estado de ese joven. Créame, me inspira una profunda lástima.

            -Señora, a mí ninguna. Esa clase de carne no me gusta. Más bien lo que quiero decirle es que el jovencito continúa como un profundo misterio para nosotros. Para mí se trata de un conspirador.

            -Usted siempre viendo conspiraciones, señor Nieburg. Es tan fácil imaginar cosas y darlas por ciertas.

            -Por favor, señora Pérez, no se las dé de discreta. El señor Powlavski me ha confiado que usted misma le ha dicho que René tiene cara de conspirador.

            -De modo que el señor Powlavski se atreve a poner en mi boca semejante calumnia. No importa -dijo con tono plañidero-, ahí tiene ante usted la verdad misma -y señalaba a René-: mírelo y dígame si eso puede tener cara de conspirador. Yo diría que tiene cara de enfermo.

            -En todo caso de conspirador enfermo, señora Pérez. Mire esa cara: inspira desconfianza.

            -Sólo un pájaro de mal agüero como usted se atreve a conjurar males sobre esa pobre cabeza.

            -Ya se las arreglarán, él y su familia, para que esos males recaigan en otros. Qué ingenua es usted, señora. Perdone, pero no puedo menos que reírme. ¿No está viendo que los visajes de René forman parte de una farsa?

            -Pues a pesar de todo cuanto usted diga, seguiré pensando que René necesita ayuda.

            -Cómo no, mi querida amiga, no faltaba más. Claro, usted puede auxiliarlo. Con sus encantos el jovencito se sentirá muy reconfortado. Bueno, llegó mi turno. ¡Viva la carne! -y le dijo al oído-: Ahora va en serio. Mucho cuidado con esos aventureros.

            Las palabras de Nieburg dejaron confundida a la señora Pérez. Empezó a imaginar situaciones horrendas: vio a René entrando en su casa para robarle hasta el último centavo, lo vio en su dormitorio acariciándola con una mano y con la otra hundiéndole un puñal en el corazón. Tan vívidos fueron sus terrores que dio un grito y flaquearon sus piernas. No pudo desmayarse: la carne de res se le ofrecía como la hostia consagrada. Sacó fuerzas de flaqueza, eligió, pagó y salió. Pero antes de marcharse pasó cerca de René y le dio la mano. De este modo hacia ver a Nieburg que sus palabras no le habían causado ninguna inquietud.

            René se quedó confundido y volvió a meter los ojos en el cuarto de res. Cuando Laurita le dio a oler las sales la gente había hecho comentarios. Y ahora, esta señora se acercaba para estrecharle la mano. René la conocía de vista (y cómo no reparar en la insistente y pintoresca Dalia de Pérez). Fuera a donde fuera, siempre se topaba con ella, y nunca se había atrevido a saludarlo. A René no le desagradó el saludo, pero recordó que su padre le tenía absolutamente prohibido entablar relación amistosa con quienquiera que fuese. Qué palinodia y qué castigos si Ramón lo llegaba a sorprender cambiando un saludo con la señora Pérez.

            Para colmo, su desfallecimiento en la cola se comentaría en el barrio, y podía llegar a oídos de su padre. De modo que lo mandaba a la carnicería con objeto de familiarizarlo con la carne y él se permitía un desvanecimiento. En vez de aprovechar la profusión de carne sacrificada, entornaba los ojos y dejaba volar la mente. Se acordó de que su padre le había dicho que «tenía la carne flaca», y que a punto de cumplir los veinte años, las promesas de su carne resultaban francamente desalentadoras. Este recuerdo lo llevó a la más torturadora de sus cavilaciones: ¿a qué se destinaba su carne?

            Los años vividos junto a su padre no arrojaban luz sobre esta cuestión. Ramón, semejante a los magos que se rodean de una niebla para ocultarse del resto de los mortales, escondía celosamente todos sus actos. René presentía la anormalidad, pero le faltaban las comprobaciones. Aparentemente la vida de su padre era normal: comer, dormir, bañarse, salir de viaje, volver, ir a un cine, leer, y al mismo tiempo qué excitación perpetua, qué desplazamientos de una a otra ciudad, de un país a otro, de un continente a otro más lejano. Y esas largas, sempiternas homilías de su padre sobre el valor de la carne, sobre lo que el factor carne significa en la marcha de las naciones. Era, en verdad, un lenguaje harto complicado, ya que la carne estaba presente en cada tema de conversación. René recordaba la glosa que Ramón hacía del célebre apotegma de Arquímides: «Dadme carne y moveré al mundo». Dondequiera que volviera los ojos, tropezaba con abrumadoras cantidades de carne.

            Una vez preguntó a su padre si pensaba hacerlo aprender el oficio de carnicero, y Ramón contestó que a su tiempo se madura la carne. Y añadió: «De todos modos no tomes al pie de la letra lo de convertirte en carnicero. Nunca me has visto descuartizar una res. Tampoco pertenezco al sindicato de sacrificadores y expendedores de carne de res. Si te exijo el culto de la carne, no quiere decir necesariamente que serás carnicero. Estás destinado a algo infinitamente más noble».

            ¿Qué se proponía su padre con esas frases dejadas siempre en la sombra, con hablar por refranes, con frases de doble y hasta de quíntuple sentido? ¿Por qué se negaba a decir lisa y llanamente las cosas? ¿Podía decirlas un hombre que enmascaraba cada uno de sus actos? Había que verlo caminar; lo hacía como el que teme una agresión, volviéndose por temor a un súbito ataque, con sus ojos explorando el terreno antes de aventurarse a salir. Sin duda contra su padre había alguien o él mismo estaba contra alguien. A René bastaba realizar el recuento de su corta vida para confirmar su presunción. La vida de los tres había sido un constante éxodo. No recordaba haber pasado más de un año en el mismo país. Se instalaban como para el resto de sus vidas, y un día Ramón levantaba el campamento para transportarlos a cientos de kilómetros, donde todo resultaba diferente: gentes, costumbres, idioma. Cuando pasaban unos meses, vuelta de nuevo al éxodo. No dejaban las ciudades perseguidos por turbas amenazadoras, ni entre piquetes de soldados, pero cuánta violencia, angustia y desazón en esos fulminantes desplazamientos. René recordó la última ciudad en la que les tocó «pernoctar» en Europa antes del gran salto a Norteamérica. Arribaron a ella en invierno, y en ese mismo invierno la dejaron. No hubo tiempo para que las nieves se fundieran. No era su culpa si, debido a estos desplazamientos, su impresión de la ciudad devenía tan estrecha, tan unilateral que la reputaba de «eternamente blanca».

            Arribar al país elegido era también singular: no bien llegaban, alguien se acercaba, los metían rápidamente en un auto y los llevaban a una nueva casa. En ella René experimentaba el mismo desasosiego que en las anteriores. Tenía que asomarse a la ventana para ver el paisaje distinto y convencerse de que no había dado marcha atrás. En estas moradas de paso siempre había la eterna «oficina» de Ramón, una pieza más de la casa, pero constantemente cerrada. Qué hacía su padre en tal «oficina», para qué fines servía. Allí Ramón pasaba las horas y ni la misma Alicia se hubiera atrevido a molestarlo. Las contadas veces que René lo vio salir de la «oficina» advirtió en su cara las señales de un cansancio agotador, el paso vacilante de un borracho. Conmovido, expresó a su padre el deseo de ayudarlo en su trabajo. La respuesta de Ramón fue un grito estentóreo.

            En esta postrer ciudad de Europa habían batido el récord de estadía: en ella residieron ocho meses. De pronto, volaron a Norteamérica. René se había echado a reír como un tonto cuando al llegar a su casa, abrumado por el peso de unos kilos de carne, vio a sus padres haciendo las maletas. Ramón le dijo que embarcarían hacia Norteamérica en el término de una hora. El paquete de carne se le cayó de las manos, y, con la boca abierta, parecía la estatua del estupor. No lo dejaba boquiabierto el anuncio del viaje (estaba hecho a tales sorpresas), sino la inutilidad de su compra. Esto le produjo tal acceso de risa que Ramón lo reprendió. René, revolcándose en el piso, gritaba con convulsas carcajadas que los gatos se darían un festín.

            Hoy mismo podría repetirse la escena. Al llegar a su casa, abrumado de carne y de vergüenza ¿vería a sus padres haciendo febriles preparativos de viaje? Entonces ¿no sería más prudente llamar por teléfono y preguntar si estaban a punto de volar? Pero esta idea, que no era en el fondo sino su aspiración de ver terminados sus sufrimientos en las carnicerías, se fue con la misma rapidez que llegara. Y en su lugar surgió ésta: dejaremos esta ciudad para llegar a otra, y yo iré tarde tras tarde a la compra de la carne.

            Su futuro será siempre ese peso muerto formado por el pasado de su vida. Era para rebelarse contra la norma de conducta impuesta por su padre y dejar allí mismo la carne comprada y cantarle a Ramón las verdades. . .

            En ese momento el cliente que estaba detrás le dijo:

            -¡Vamos, no se duerma. . .!

            René dio un brinco y quedó frente al carnicero que, apuntándole con el cuchillo, preguntó la clase y la cantidad de carne a comprar.

            Y una vez más, con lamento de animal herido, pidió un kilo de ésta y cuatro de aquélla. . . Entonces, para que su vergüenza y frustración se hicieran mas patentes, el carnicero le regaló unas piltrafas para el gato.

 

 

Pro carne

 

 

 

            Después de tomar el café, Ramón le dijo a Alicia:

            -Tienes que curarme la llaga.

            René, que aún tomaba su café, al oír la palabra «llaga» dejó caer la taza. Se agachó para recoger los fragmentos. De nuevo oyó la voz de su padre.

            -Vamos, Alicia, date prisa, la llaga no espera.

            Las manos de René empezaron a temblar, los fragmentos de la taza saltaron de sus dedos. De nuevo se oyó la voz de Ramón:

            -Ven, René, te necesito a mi lado. Es conveniente que empieces a aprender estas cosas.

            René alzó la cabeza y la dejó como clavada en una pica. Durante años se había cumplido el programa de la contemplación de la carne de res; de pronto, sin previo aviso, era invitado a contemplar llagas humanas. Recordó que el día venidero cumpliría veinte años y asoció su cumpleaños a la inesperada revelación de su padre. A despecho de proseguir el culto a la carne de res, le impondrían una nueva tarea: asistir a la curación de la llaga.

            Ramón se quitó la camisa y René vio una llaga en su pecho.

            -¿No te gustaría tener una como ésta?

            René se puso lívido, se incorporó, empezó a retroceder.

            -No, eso no -atajó la voz de Ramón-. Tienes que presenciar la cura.

            -Por favor, papá, me dan ganas de vomitar.

            -¿Lo oyes, Alicia? Conque ganas de vomitar. . . ¿Entonces no te gustaría tener también tu llaga?

            -No, no quiero, es horrible.

            Ramón y Alicia se miraron. René se echó a llorar. Vio que Ramón se le acercaba; pensó que lo heriría en el pecho; dio un grito y cayó de rodillas.

            -Papá, te obedeceré en todo, no me mates.

            -No seré yo quien te hunda el cuchillo, hijo mío. Piensa que en el mundo existen millones de manos y millones de cuchillos.

            Lo cogió por los hombros y lo sentó en una silla.

            -Mira, tu cuerpo, el mío, el de tu madre, están hechos de carne. Esto es muy importante, y por olvidarlo con frecuencia, muchos caen víctima del cuchillo. Sabes que practico el culto de la carne, no el de la atlética e intacta, sino el de la trucidada. Eso sí, viva y palpitante como esta llaga. O como ésta -y se arremangó el pantalón-. Mira qué llaga, del tamaño de un puño. Es reciente. Aun después de curada, la piel se mostrará translúcida y violácea. O si lo prefieres puedo mostrarte mi primera herida, una herida que tiene cuarenta años y, sin embargo, persiste en mantener la cicatriz. Mírala -se sacó el zapato y la media con gran calma y parado en un pie mostró la planta del otro-. ¿No ves que abarca desde el calcañal hasta los dedos? Y en el otro pie sucede lo mismo. Fueron estas dos heridas, mi primera batalla con la carne, y de la cual, si no me equivoco, salí victorioso. No voy a hacerte el relato de esa aventura, pero puedes tener por cierto que no fue una pluma de ave lo que se mantuvo horas y horas pegado a estas plantas. Ya ves, mi cuerpo tiene mucha carne por donde cortar. . . ¿Quieres otro ejemplo? Mira mi hombro derecho. Sabes que esta parte del cuerpo se denomina clavícula. Pues bien, se ha convertido en una grotesca protuberancia. ¿A qué se debe tan violenta dislocación? ¿Y por qué no tengo uñas en los dedos de los pies y en su lugar se observan negros boquetes? Sí, mira, no te canses de mirar, de examinar, y si quieres hasta puedes tocarme. ¡Vamos, ánimo! Me estás viendo como realmente soy. Y hay más, esto no es todo. . . Mira aquí. ¿En virtud de qué, esta piel del vientre -y mostraba su vientre deformado-, está llena de costurones? Para no hablar de otras señales, aunque diminutas, no por ello menos refinadas. Mira este agujero en la oreja, del tamaño de una moneda de un centavo. Te confieso que siento por él un cariño especial. Me procura la sensación de que es como un mirador de cuanto se encierra en mi cuerpo -lanzó una sonora carcajada y se echó en el piso-. ¡Qué cuerpo el mío! ¿No te parece? Y oye, llevo cuarenta años luchando con la carne, pero siempre animoso, siempre coleccionando trofeos, batiendo récords. . . En una palabra, resistiendo, hijo mío, resistiendo.

            -¿Resistiendo, papá, resistiendo a qué? -dijo René, lloroso.

            -Bueno, cálmate, no veo ninguna razón para ponerse así. Me parece que todavía no estoy muerto.

            Se quedó un momento pensativo y prosiguió:

            -¿Piensas que estos golpes, llagas, fracturas se deben a que fui acróbata o boxeador? ¿A qué oficio o profesión atribuyes tales anomalías? Bueno, a su tiempo se madura la carne. . . Creo que ha empezado a madurar para ti. ¿Dime, no has pensado que tu cuerpo pueda convertirse en lo que es el mío?

            -¡No, no, papá! -imploró René-. No me gustan las heridas. Prefiero intacto mi cuerpo.

            -¡Qué tonterías estoy oyendo! ¿Qué significa el cuerpo intacto? Si no lo quieres vulnerado, ¿a qué lo destinas?

            Lo cogió por un brazo y lo puso en pie.

            -Si tu pecho no tiene una llaga como la mía, ¿de qué te serviría? Si tu vientre está libre de costurones, ¿para qué lo quieres? Si esos brazos llegan sin heridas a la vejez, ¿de qué te habrán servido? Si tus piernas no tienen mil y una heridas, ¿a qué uso placentero las reservas? Dime, héroe romántico -y lo zarandeó violentamente-, joven lunar de mirada soñadora, ¿qué piensas? Cuerpo intacto, morbideces, turgencias. . . Dime, hijo, tu padre te pregunta: ¿No amas la carne descuartizada?

            -Es fea -se limitó a responder René y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

            -¡Ah, ahora nuestro héroe se desmaya! Pronto, que venga un médico, traed las sales. . . El hijo del rey ha muerto, el cetro pasa a otras manos. No, no, joven soñador, ni has muerto ni vas a desmayarte.

            Metió el pie en el zapato, cruzó los brazos y miró a René detenidamente. Una mosca, caída en una taza, agitaba vanamente sus alas por escapar. Con suma delicadeza, Ramón la atrapó y la colocó sobre una rosa. Lentamente se fue poniendo la camisa. Por fin, alzando la cabeza de René, preguntó:

            -¿Sabes cómo llamaban a mi padre los camaradas?

            Y, como calculando el efecto, empezó a hacerse parsimoniosamente el nudo de la corbata. Al fin dijo:

            -Mi padre, muerto dos años antes de tu nacimiento, marchó a la tumba acompañado de más de doscientas heridas. Sin duda se había formado en la gran escuela. Yo mismo, yo, que tanto horror te inspiro, que te parezco un monstruo de deformidad, no podría compararme ni remotamente con tu abuelo. Él tenía una llaga que, empezando en la tetilla derecha, recorría la espalda y venía a finalizar en la misma tetilla. Y dicha llaga, al lado de la cual la mía es tan sólo una picadura de mosquito, se mantuvo, abierta y supurante, hasta el último día de su vida. Tu abuelo, camarada de camaradas, resistió victoriosamente veinticinco agujas en las uñas.

            René no lo dejó continuar. Se abrazó a él, y en medio de grandes sollozos, preguntó:

            -¿Por eso, papá, por eso mi abuelo era la Criba Humana?

            -René, mañana cumples veinte años.

            -Sí, mañana es mi cumpleaños.

            -Querido hijo, el día en que cumplirás veinte años, te pondré en posesión del secreto de la carne.

            A estas palabras, de un estilo grato a Ramón, sobrevino un largo silencio. René se había echado en los brazos de su madre, formando con Alicia una pietà casera, a merced de un César implacable. Como si ese cuadro plástico improvisado de la madre con el hijo lo irritara, Ramón exclamó:

            -Mañana también empezará para ti la batalla por la carne.

            Fue interrumpido por un timbrazo. René corrió a abrir. Retrocedió espantado. Adelantándose con gran desenfado, la señora Pérez decía:

            -No voy a comérmelo, tesorito. . . Sólo he venido a informarme de su preciosa salud. En la carnicería lo vi a punto de desmayarse.

            Hizo una profunda reverencia a Alicia, y a Ramón.

            -Tienen ustedes un hijo muy sensible.

            Agradezco, señora, el interés que se toma por René -contestó Ramón-, pero le aseguro que su carne adquirirá el temple debido.

            -El temple necesario. . . -repitió la señora Pérez extasiada ante un René con la carne sabiamente templada para el amor-. Los felicito -añadió-. Trajeron al mundo un ser que hará una brillante carrera con su cuerpo.

            René saludó a la señora Pérez y se dispuso a salir del comedor. La señora Pérez lo cogió por un brazo.

            -No me va a privar de su encantadora presencia. Estaré solamente unos minutos. Olvidaba presentarme. Me llamo Dalia de Pérez. Tanto gusto.

            -Tanto gusto -dijeron maquinalmente Alicia y Ramón.

            -Pues es el caso -prosiguió Dalia- que este jovencito estuvo a punto de desmayarse en la carnicería. Gracias a mi amiga Laurita su lindo cuerpo no rodó por tierra.

            -Tenga por seguro que esa escena no se repetirá, señora. Desde mañana. . .

            -Pues claro -dijo Dalia-, desde mañana, desde mañana. . . Pero no estaría fuera de lugar un tratamiento para los nervios, los de René se ve que son fibras muy sensibles. No va a negarme que también los nervios están hechos de carne, y si los alteramos, el resto de la carne se altera.

            Se quedo un momento embarullada en sus reflexiones, y añadió de un tirón:

            -Lo que quiero decir es que la carne de René no está hecha para el dolor. Eso es -y apoyó la frase con una risita-, ningún dolor para esa carne.

            -Lo mismo pienso yo -dijo Ramón-. Tanto es así que por eso lo mando a la carnicería. Dígame, señora Pérez, ¿no es un placer contemplar esa carne descuartizada?

            Ahora la que estuvo a punto de desmayarse fue Dalia.

            -¡Cómo! ¡Qué esta diciendo, Dios mío! ¡La carne descuartizada! ¡El potro del tormento! No, no, aleje de mi vista esa visión infernal, y también aléjela de su hijo. Mire su cuerpo, tiembla como la hoja en el árbol. Es un cuerpo hecho para el placer. Hágale la vida agradable al cuerpo de su hijo.

            -Mi encantadora señora -contestó Ramón con ironía-, compruebo que usted se interesa grandemente por el destino de René. No tenga cuidado, la carne de mi hijo florecerá a su debido tiempo.

            -Es encantador oírle decir eso, señor. Cuando oigo la palabra florecer me vuelve el alma al cuerpo. Y si en algo puedo ser útil a ese florecimiento, estoy a la disposición de su hijo.

            René se ruborizó. Dalia hizo que se ruborizara. Ramón sintió que su sangre se le subía a la cabeza ¿Pondría a esa mujer de patas en la calle?

            Dalia no le dio tiempo. Mientras hacía nuevos saludos caminaba hacia la puerta. Una vez allí, desplegó la más seductora de sus sonrisas, volvió a saludar y dijo:

            -Hágala florecer.