(Alain Ducasse, Encuentros con
sabor)
(. . .) La trufa siempre ha
suscitado misterios y leyendas. Dicen que hizo su aparición bajo las arenas
libias, gracias a la curiosidad de los sacerdotes. Se afirma que griegos y
romanos la saboreaban gustosos para aumentar la embriaguez de la orgía. Podemos
imaginarnos su placer, tumbados a los pies de las musas, comiendo con
entusiasmo el hongo de turbador perfume. . .
Turbador, sí, hay en la trufa
una dimensión casi mística. A decir verdad, el tubérculo rey se nos escabulle
sin cesar: no acabamos de dominar el conjunto de entrelazamientos químicos, los
azares de toda índole que le permiten ver la luz del día en las condiciones
idóneas. Poca gente se ha aventurado a describir su perfume, el extraño efecto
que genera en nosotros cuando su refinado aroma penetra en las zonas más
recónditas de nuestro cerebro, en esa región lejana donde la complejidad
orgánica se torna poesía. Es como si, en definitiva, nos enfrentáramos a lo
imposible.
La trufa parece una piedra
llegada del exterior que hubiera madurado en las entrañas de la tierra. Cuando
la descubrimos bajo un árbol, nos da la sensación de que exhumamos un tesoro
antiguo, es como milagroso. La fuerza sutil de su perfume radica en un
equívoco: ¿respiramos una ofrenda de la naturaleza o el corazón profundo de una
mujer? ¡Sí, eso es, ni más ni menos! Todo el embrujo de la trufa asocia la
espiritualidad con el erotismo de los sentidos. Aspirar el aroma del
maravilloso tubérculo es ya una experiencia en sí. Una experiencia que nos deja
un tanto trastornados, por más que la sensación sea siempre exquisita.
Trastornados, sí, porque nos produce tanto la impresión de sumergirnos en la
profunda sensualidad de la vida como de alcanzar los laberintos del cielo. Lo
divino se codea con la animalidad, y por un instante surge en nosotros una
fulgurante luz que ilumina la zona oscura de nuestra afectividad. (…)
-------------
(. . .) El mercado de trufas y
de aves de Périgueux existe desde hace diez años. Ha conquistado una clientela
que rebasa ampliamente el marco de la región. Los curiosos no dudan ya en
cruzar departamentos para dar rienda suelta a su pecado de glotonería. Nadie va
a reñirlos, desde luego. Desear, probar, amar. . ., no tenemos de qué
ruborizarnos. Pienso en el cuerpo dinámico de nuestras sensaciones, motor de
nuestra realidad humana. Digan lo que digan, nada podrá sustituir el insondable
apetito de nuestra máquina deseante. . . Está en lo más hondo de nosotros.
El mercado se celebra en la
plaza de Saint-Louis, en el corazón del casco antiguo, bajo un pabellón
cubierto con una lona a lo Daniel Buren, los sábados y los miércoles por la
mañana, de noviembre a marzo. Antes de llegar a la plaza de Saint-Louis, hay
que remontarse un poco en el tiempo, recorrer intrigantes edificios, caminar
por unas calles adoquinadas, tal vez incluso, si llega uno del sur, admirar la
enigmática arquitectura bizantina de la catedral de Saint-Front, la basílica
más antigua de Francia.
Durante ese breve paseo por la
historia de la ciudad, soñamos, nos imaginamos el ruido y la furia de los
mundos antiguos; luego pensamos en nuestro propio destino. Es una especie de
aperitivo. Al llegar a la plaza de Saint-Louis, se impone de entrada la Maison
du Pâtissier. He aquí lo que dice la guía Fanlac, Dordogne-Perigord, con respecto a este edificio: «Formado por dos
cuerpos en ángulo recto, ofrece a la vista un muro defensivo con un arco y una
soberbia puerta de 1518 en chaflán, rematada por una concha de peregrino. No
esperen ustedes descubrir el menor olor a dulce. En tiempos, el pâtissier era un fabricante de patés,
vieja especialidad perigordina». La Maison du Pâtissier, como una dama eterna,
es la soberana de la plaza de Saint-Louis. Los visitantes saben que es difícil
ignorarla y se alegran.
Se recomienda madrugar y llegar lo antes posible, de lo contrario puede uno quedarse sin nada.