����������� Mi madre se marchó a Lugo a vestir
el cargo de gobernadora, que acababa de estrenar. Mi abuelo Federico seguía
escribiendo comedias, mi abuelo Luis esperaba que la política �en este caso el
Partido Radical� le abriera de nuevo sus puertas. Yo andaba mejorcillo y tanto
es así que Carmita Oliver decidió llevarme a Lugo, cosa que me llenó de
emoción. Hasta aquel momento mis viajes habían alcanzado la raya de Las Navas
del Marqués y las primeras estribaciones de la cordillera de Gredos: ahora iba
a llegar hasta Galicia, nada menos.
����������� No fue un viaje cualquiera.
����������� Una mañana, muy temprano, me subió
mi tío Pepe a un taxi de los caros, porque entonces también los había baratos.
Me extrañó que el tío Pepe fuera vestido como a una boda y que incluso llevara
sombrero flexible. Yo también iba muy arreglado, con camisa nueva y oliendo a
colonia. Llegamos a una calle de Madrid y esperamos ante un portal, mientras en
un coche cargaban algunas maletas. Por fin salieron un señor y una señora de
muy buen porte. El tío Pepe los saludó finamente, me empujó un poco, la señora
me dio un beso, y el señor me hizo una caricia en la mejilla. Parecían
simpáticos.
����������� �¿Se marea el niño? �preguntó ella.
����������� �Nunca jamás �respondió el tío Pepe.
����������� Me senté junto al chófer �entonces
se escribía chauffeur y se decía
mecánico� y emprendimos un largo viaje en aquel magnífico automóvil. De cuando
en cuando, la amable señora me preguntaba si todo iba bien. Yo procuré portarme
como un mayor y no dar la lata. A veces veía la carretera, las curvas que íbamos
tomando a gran velocidad, y me acordaba de mi amigo Currinche, o cerraba los
ojos y dormitaba. Al cabo de varias horas llegamos a un pinarcillo verde y allí
nos detuvimos. El mecánico sacó una cesta de mimbre, extendió manteles en el
suelo y nos sirvió la merienda. Mientras tanto el señor se alejó unos metros,
se volvió de espalda e hizo pis, como si fuera una persona corriente. Lo que yo
no esperaba es que en la merienda hubiera tortilla de patata. Mis manos
temblorosas �que sostenían un plato de aluminio� recibieron aquel regalo
inesperado, porque yo sólo podía tomar tortilla de clara de huevo, a causa del
maldito hígado. Luego me dieron un filete empanado.
����������� Ya de noche llegamos a Lugo y, medio
dormido, me dejaron en el Gobierno Civil. Y yo sin enterarme de que me había
llevado a Lugo don José Ortega y Gasset.
����������� Me desperté en un enorme caserón,
como de cuento de miedo, de puertas muy altas, muebles solemnes y ventanas
ajustadas. Yo nunca había visto nada igual. Me arreglaron muy bien, vino un
señor a recogernos, y me llevaron a dar un paseo por Lugo. Me gustó mucho
aquella ciudad tan distinta de Madrid, húmeda, y de grandes piedras cubiertas
de musgo.
����������� Es mentira que los niños no se fijan
en nada, porque muy al contrario suelen estar atentos a todo lo que les rodea,
y que raramente comentan, como los chimpancés, que tampoco hablan, pero se
acuerdan luego. Me fijé en que no había tranvías, en los grandes zapatos de
madera �después supe que se llamaban zuecos�, en los paraguas abiertos, en las
mujeres que llevaban cestos sobre la cabeza, con verduras o pescado, y sobre
todo en la lluvia, que caía como si saliera de un perfumador, y parecía que no
mojaba. Lo que más me gustó de aquella ciudad fue la muralla, por donde dimos
varias vueltas, y el río, que yo no había visto nada parecido, de tanta agua
que llevaba.
����������� En el Gobierno Civil no había
servicio, ni cocinera, ni nadie. Todos los días �al menos los que yo estuve en
Lugo� venía un chico con tres tarteras calientes, sujetas por varillas de
metal, y el postre en una cesta. Una de las tarteras traía caldiño, siempre
caldiño, por la mañana y por la noche; la otra pescado, supongo que pescado de
buena clase, y la última, carne de ternera. Creo recordar que mi madre me dijo
alguna vez que el cubierto �que venía de un hotel o de un restaurante� costaba
tres cincuenta.
����������� Mi estancia en Lugo fue corta e
intensa �también la de mi padre� y allí encontré el mar. El mar de Galicia, el
gran océano Atlántico. Supongo que Luis de Armiñán fue a La Coruña, siguiendo
el camino del abuelo Luis, gobernador de aquella ciudad en 1906. Debía de ser
un domingo o fiesta de guardar, porque mi padre �con su máquina de fotografías
Kodak� vino con nosotros. En el coche me fueron contando la impresión que me
iba a hacer el mar, que llegaba hasta América, y parecían mucho más excitados
que yo. Mi padre hablaba de su niñez, de Algeciras, de Gibraltar, de Marruecos,
del Mediterráneo, que era su mar, azul y tranquilo unas veces y otras desatado
y furioso, claro que el de La Coruña era un océano, el mismo que cruzara
Cristóbal Colón, cuando se fue a descubrir América. Mis padres se quitaban la
palabra, ilusionados con mi virginidad marina, sin pensar que aquellos aires no
eran buenos para mis pulmones. Quizá mezclaran cuentos y novelas de piratas: La isla del tesoro, Lord Jim, 20.000 leguas
de viaje submarino, Moby Dick, Capitanes intrépidos... Hablaban sin parar y
yo buscaba afanosamente las primeras huellas del océano.
����������� �Fíjate, ya se huele el mar.
����������� Por fin llegamos a la playa de
Riazor, me abrieron la puerta del coche y yo salí corriendo como un perrillo.
Salté a la arena, corrí hacia las olas, me volví de espaldas al horizonte y me
puse a escarbar con verdadero entusiasmo. Los gobernadores de Lugo estaban
atónitos y apenas reaccionaron para hacerme un fotografía. Por fin mi madre se
echó a reír:
����������� �Este niño tira mucho más a beduino
que a marinero.
����������� A veces he pensado en aquella
curiosa reacción y creo que se debió a una venganza instintiva: si el mar era
perjudicial para mi salud, yo, como si no existiera, y estaba dispuesto darle a
una lección histórica.