El rey estaba airado. Su hija,
Gerutha, a pesar de que tan sólo era una muchacha llenita de dieciséis años,
había expresado su renuencia a casarse con el noble que él le había elegido,
Horwendil el Juto, un fornido guerrero, idóneo en todos los aspectos, si es que
un juto podía convenirle como marido a una doncella de Zelanda nacida y criada
en el castillo real de Elsinor.
—Desobedecer al rey es traición
—reprendió Rorik a su hija, las rosas de cuyas mejillas de piel fina se
abrieron y le dieron una expresión de desafío y congoja—. Cuando la culpable es
la única princesa del reino —siguió diciendo el rey—, el delito resulta
incestuoso y nocivo para ella misma.
—Idóneo en todos los aspectos para
ti —dijo Gerutha, dejándose llevar por su instinto; el regio resplandor de su
padre ahuyentaba las sombras que permanecían en el fondo de su mente—. Pero ese
hombre no me parece nada sutil.
—¡Nada sutil! ¡Tiene todo el ingenio
guerrero que necesita un danés leal! Horwendil mató a quien atormentaba
nuestras costas, el rey Koll de Noruega, tomando con ambas manos su larga
espada y descubriendo así el pecho; ¡pero antes de que su adversario le
hiriese, destrozó el escudo de Koll y le cortó un pie, de modo que la sangre
brotó a borbotones del noruego! Mientras yacía, convirtiendo en barro la arena
bajo su cuerpo, Koll quiso pactar las condiciones de su funeral, a lo que su
joven adversario accedió amablemente.
—Supongo que eso podría pasar por
refinamiento —dijo Gerutha— en los viejos y oscuros tiempos, cuando se forjaban
las hazañas de las sagas y hombres, dioses y fuerzas naturales eran una y la
misma cosa.
—Horwendil es un hombre
completamente moderno —protestó Rorik—, digno hijo de mi compañero en el
combate, Gerwindil. Se ha revelado en Jutlandia como un cogobernador muy
dotado, junto con Feng, su hermano bastante menos atractivo. Un dotado
gobernador solus, podría decir,
puesto que Feng está siempre en el sur, luchando por el Sacro Emperador Romano
o quienquiera confíe en su brazo y su ágil lengua. Luchando y frecuentando
prostitutas, según dicen. La gente ama a Horwendil, pero no a Feng.
—Las mismas cualidades que contribuyen a obtener el amor del
público pueden impedir el amor en privado —replicó Gerutha, cuyo arrebol se
disipaba lentamente, una vez pasado el momento de más acalorada oposición entre
padre e hija—. En nuestros fugaces contactos, Horwendil me ha tratado con una
cortesía impasible, meramente correcta, como si yo fuese un adorno regio cuya
auténtica valía reside en mi parentesco contigo. O bien me ha examinado a la
ligera, con ojos que sólo ven las hazañas de otros hombres rivales. Éste es el
galanteador que, tras depositar a Koll junto con suficiente oro en la nave
negra enterrada que había de transportarle a la otra vida, persiguió y asesinó
sanguinariamente a la hermana del muerto, Sela, sin tener la menor misericordia
hacia la fragilidad de su sexo.
—Sela era guerrera y pirata, en nada
se diferenciaba de un hombre. Merecía morir como un hombre.
Esta última frase irritó a Gerutha.
—¿Acaso la muerte de una mujer es
inferior a la de un hombre? Creo que la muerte es para los dos exactamente tan
grande como debe ser, igual que la luna cuando ennegrece el sol, para eclipsar
la vida por completo, incluso hasta el último aliento, que tal vez será un suspiro
por las oportunidades desperdiciadas y la felicidad perdida. Sela era pirata,
pero ninguna mujer quiere ser un simple mueble, que es objeto de trueque en el
que alguien se sienta luego.
Una formulación tan provocadora,
pronunciada por su hija rubia y ruborizada, hizo que las enmarañadas cejas
semigrises de Rorik se alzaran en sincronía con el labio superior, del que
pendía un largo y lacio mostacho. El ascenso del labio se detuvo, pues la
presión de la regia prudencia frenó la risa instintiva e indulgente y la
resolvió en un gruñido. El rey recordaba que debía ser severo. Tenía una boca
carnosa, sinuosa y rojiza bajo las hebras del bigote y la barba descuidada y
entrecana. Habría sido feo para ella, de no ser su padre.
—Desde la prematura muerte de tu madre,
mi querida hija, tu felicidad ha sido mi preocupación suprema. Pero te he
prometido a Horwendil, y si un rey falta a su palabra, el reino se resquebraja.
Durante los tres años en que Horwendil se dedicó a la piratería, haciéndose con
trofeos del tesoro escondido de Koll y el palacio de Sela y una docena o más de
ricos puertos de Suecia y Rusia, me asignó, como su señor feudal que soy, una
parte del botín.
—Y yo soy el botín dado a cambio
—observó Gerutha.
Era una muchacha de carnes
abundantes, serena, virginal y juiciosa. Si su belleza tenía un defecto, éste
era una pequeña separación entre los incisivos, como si una sonrisa demasiado
ancha hubiera tirado una vez de ellos, dejando para siempre un espacio. Su
cabello, sin recoger, como correspondía a una virgen, era rojo como el cobre
diluido por el estaño de la luz solar. Un calor emanaba de su cuerpo, un aura
visible desde la infancia. A sus niñeras, en las gélidas cámaras de Elsinor,
con el suelo cubierto de paja, les había encantado estrechar contra sus senos
el flexible cuerpecillo. Brazaletes de bronce trenzado, broches introducidos en
un laberinto de cintas entrelazadas y un pesado collar de escamas de plata
batida revelaban la generosidad de un padre amoroso. Su madre, Ona, murió
cuando ella tenía tres años y padecía las mismas fiebres intermitentes que al
final acabaron con la frágil madre mientras respetaban a la robusta criatura.
Ona había sido morena, una cautiva del pueblo wendo. El tesoro materno que
Gerutha conservaba en los confines de la memoria consistía en un rostro serio,
con los párpados bajos y espesas cejas, una melodía cantada con un acento que
incluso una niña tan pequeña podía reconocer como extraño y el contacto de unos
dedos tiernos pero muy fríos. Ahora que su padre mencionaba a Sela, le
complacía escuchar que las mujeres podían ser guerreras. Ella notaba que por
sus venas corría sangre guerrera, y su orgullo y atrevimiento eran guerreros.
Hubo una época, tres o cuatro años atrás, después de la muerte de su madre, en
que pensó que ella y los niños con los que jugaba, a falta de hermanos y
hermanas, los hijos de cortesanos y servidores, de las damas de honor, incluso
de los siervos de la cocina, eran de la misma categoría. Entonces fue
consciente, mucho antes de que la pubertad despertara en ella el instinto de
emparejarse, de que tenía la misma sangre regia de su padre. En ausencia de un
hermano, era ella quien estaba más cerca del trono, y el hombre con quien se
casara debería asumir esa proximidad. Así pues, en aquella desigual lucha de
voluntades, suya era una parte del poder estatal.
—¿Qué defecto concreto has visto en
Horwendil? —quiso saber su padre.
—Ninguno... Lo cual es, tal vez, un
defecto en sí mismo. Dicen que una esposa completa a un hombre, pero Horwendil
ya se siente completo.
—Ningún hombre sin esposa se siente
completo, aunque no afirme tal cosa —replicó Rorik, quien carecía de esposa, en
voz grave.
¿Pretendía suavizarla a fin de que
opusiera menos resistencia? Ambos sabían que ella acabaría por ceder. Él era rey,
el hombre más importante, inmortal en esencia, y ella tenía un encanto
evanescente, insignificante entre los imperativos históricos de la dinastía y
las alianzas.
—¿No hay en verdad manera de que
Horwendil te satisfaga? —le suplicó Rorik—. ¿Tienes ya unas ideas tan estrictas
de cómo debe ser un marido? Créeme, Gerutha, en el áspero mundo de los hombres,
él es un ejemplar más que aceptable. Cumple con sus deberes y mantiene sus
promesas. Puesto que corre la realeza por tus venas, he elegido para ti a un
hombre apropiado para ser rey. —Bajó la voz, con su astuta gama política de
amenaza y ruego, y siguió hablando en un tono de amabilidad irresistible—:
Escucha, mi querida hija. El amor es una condición tan natural de los hombres y
las mujeres que, si se dan una salud normal y una paridad de dote aproximada,
surgirá casi inevitablemente tras la cohabitación y los numerosos incidentes
compartidos de la vida matrimonial. Tú y Horwendil sois excelentes ejemplares
de nuestro vigor nórdico, fieras rubias, diría uno, firmes como las rocas que
contienen inscripciones rúnicas en los pastos de una altiplanicie. ¡Vuestros
hijos serán gigantes y conquistadores de gigantes!
»No habías crecido lo suficiente
para conocer a tu madre —siguió diciendo Rorik sin pausa, como si todo esto
formara un solo argumento en apoyo de su súplica—, pero tu espléndida sazón es
testimonio de nuestro amor. Te abriste paso hacia el mundo a través de los
reacios y estrechos canales de tu madre. En realidad, cada uno de nosotros
estaba colmado con el otro, y no rogamos al cielo que nos diera un hijo. Ella
era una princesa wendo, como te he dicho más de una vez, a quien mi padre, el
gran Hother, trajo del sur, tras una letal incursión. Lo que no te había dicho
hasta ahora es que ella me odiaba, porque era el hijo del asesino de su padre,
y que me detestó hasta la sagrada ceremonia y más allá. Tenía el cabello oscuro
y la piel blanca, y durante seis meses, con uñas, dientes y toda la fuerza de
sus esbeltos miembros derrotó mis esfuerzos de poseerla. Cuando por fin lo
logré, aprovechándome de la debilidad que sufría tras una de sus enfermedades,
intentó poner fin a su vida con una daga, hasta tal punto se odiaba a sí misma
por someterse a esa contaminación..., la contaminación que está en la raíz de
la vida. No obstante, pasados otros seis meses, mi persistente amabilidad y los
innumerables favores y cortesías con los que un marido rinde homenaje a una
esposa querida, hicieron nacer el amor en ella. Su antigua hostilidad perduró
como una llama especial en su pasión, un furor que una y otra vez quedaba
insatisfecho. Continuamente nos sentíamos impulsados a unirnos, como para
hallar en nuestro apareamiento, oscuro y rubio, wendo y danés, la resolución
del misterio del mundo.
»Pues bien, si a partir de un
comienzo tan poco prometedor pudo crecer semejante adhesión, ¿cómo podría
fracasar tu relación con el honorable, el admirable, el heroico Horwendil? Es
prácticamente primo tuyo, por los vínculos de la alianza entre su padre y el
tuyo. —La mano de Rorik, una mano de anciano, nudosa, moteada y tan liviana
como si estuviera hueca, se alzó sobre la ola de su insistente y susurrante
elocuencia y, como madera de acarreo empujada por el agua espumeante, se posó
sobre la de su hija—. Tómate con sosiego mi decisión, pequeña Gerutha —le instó
el rey—. Préstate sin reservas a este casamiento. Creo con firmeza que ciertas
vidas están encantadas. Desde tu sangriento nacimiento, que dejó debilitada a
tu madre para siempre, has exhibido una cantidad excepcional de eso que
proporciona felicidad al prójimo. Llámalo luz del sol, o juicio, o una dulce
sencillez. Es inevitable que enamores a tu marido, como desde tu infancia me
has enamorado.
Gerutha pensó en lo difícil que
resulta juzgar a un hombre en presencia de otro. La gente consideraba a
Horwendil muy apuesto, con la piel pálida como la cera de las velas, el cabello
rizado y pajizo, la nariz corta y recta, los ojos de un azul gélido alargados
como pececillos en el ancho rostro, la boca de labios delgados y expresión severa,
y ella lo veía en su mente empequeñecido por la distancia que mediaba hasta el
futuro incluso cercano, mientras que Rorik estaba allí, la mano sobre la de
ella, el rostro que la muchacha tan bien conocía a dos palmos del suyo, una
arruga translúcida en el surco sobre una aleta de la nariz grande, ganchuda y
llena de poros. Una fatiga regia emanaba de todas sus arrugas, junto con un
olor correoso, la gruesa piel atezada por la sal y el sol de las incursiones
marítimas en la juventud, a través del escarchado Báltico y aguas arriba por
los ríos de riberas despobladas de Rusia. Su indumentaria, no el manto adornado
con armiño que se ponía para los actos oficiales, sino la áspera túnica de wadmal sin teñir que llevaba en los
aposentos familiares, emitía el secreto y hediondo olorcillo de las ovejas bajo
la lluvia. Las palabras tiernas que pronunciaba mecánicamente con su voz
retumbante hacían vibrar los huesos de Gerutha, la cual notaba en el cráneo la
presión de la otra mano paterna en su cabeza, bendiciéndola. La muchacha se
sentía como si la golpearan por detrás, arrodillada ante él y presa de un
espasmódico sentimiento filial.
Rorik se inclinó para besar la
pulcra raya blanca que dividía por el medio el cabello de su hija, y notó en el
rostro un cosquilleo como de minúsculos copos de nieve. Algunas hebras
individuales, demasiado finas para poder verlas, se habían rebelado contra el
orden impuesto por el cepillo al peinado de su hija, sujeto por una diadema que
era como una versión exquisita de su propia e incómoda corona octogonal, la que
se ponía en los mismos actos oficiales que exigían la indumentaria de
terciopelo y armiño que limitaba sus de movimientos y casi los paralizaba.
Apartó la cara para evitar la sensación del cabello vigoroso en exceso y sintió
una punzada de culpabilidad, pues la postura de la muchacha ante él era tan
recatadamente servil..., la de una esclava capturada, drogada con eléboro, a
punto de ser sacrificada.
Pero sin duda el matrimonio con
Horwendil, que casi con toda seguridad suponía la condición de reina, no tenía
nada que ver con semejante esclavitud. ¿Qué querían las mujeres? Los deseos de
Ona siempre estuvieron fuera de su alcance salvo en el instante en que sus
cuerpos se entrelazaban y hallaban liberación en un ritmo insensato de
embestidas y réplicas a las embestidas, la pelvis de la mujer tan activa como
la de él, una pasión como la de ser sacrificada, la de ser consumida en el acto
que, a fin de cuentas, era de captura. Entonces, en el instante siguiente, sus
sudores todavía húmedos en las ropas de cama y las respiraciones entrecortadas
regresando a sus pechos como dos palomas que vuelven a casa, ella empezaba a
separarse. ¿O era él quien retrocedía, una vez conseguida la captura y
sintiéndose por ello más ligero? Habían sido como un par de asesinos
conspiradores que se reúnen en la oscuridad y, una vez realizada su furtiva
transacción, se separan con rapidez y descortesía, impulsados por un odio
mutuo. No, odio no, pues una oleada de amabilidad los retenía durante un rato
uno al lado del otro, bajo el dosel bordado, tras las cortinas de lienzo de la
cama, de espesor doble para que no se viera a su través las sombras que se
debatían, en la alta habitación de piedra recorrida por frías corrientes de
aires y rústicos criados, mientras se secaban sus cuerpos sudorosos y los dos
se embarcaban en una torpe y soñolienta conversación, los párpados de Rorik
todavía con visiones de la belleza desnuda de Ona encima de él, debajo de él,
al revés a su lado, la abundancia de vello negro como ala de cuervo e
indomeñado, que le había cosquilleado los labios, entre los blancos muslos
separados. Muchas veces hablaban de su hija, el fruto radiante de uno de
aquellos encuentros, la gradual conquista de la movilidad y el habla por parte
de la niña, el abandono de los encantadores defectos de pronunciación y las
ceceantes palabras inventadas mientras iba haciéndose con un lenguaje más
correcto y unos modales de adulto.
Gerutha había seguido siendo el
principal y tiránico tema de su deleite, debido a que no le había seguido
ningún hermano o hermana, como si una puerta se hubiera cerrado bruscamente en
la matriz de Ona. Al cabo de tres años, la reina de Rorik había muerto,
llevándose consigo al silencio eterno sus gritos nocturnos de liberación de esa
cautividad de la concupiscencia que el pecado de la curiosidad de Eva ha
impuesto a la humanidad, así como las suaves sílabas de la lengua wendo. Su
mala pronunciación, en absoluto enérgica, del gutural danés encantaba al rey
tanto como cualquier equivocación de su hija. Recordaba que las yemas de los
dedos de Ona estaban frías, y en cambio incluso el cuero cabelludo de Gerutha,
de un blanco de yeso en la raya del pelo, era cálido. Al margen del sino cruel
o dichoso que le aguardara en la vida, lo cierto era que había nacido del amor.
Rorik hablaba con su hija en una
sala pequeña, un mirador con el suelo y las paredes recubiertos de madera,
construido hace poco junto al dormitorio real, en el antiguo castillo de
Elsinor, continuamente restaurado. Rombos de rojizo sol vespertino yacían sobre
las anchas tablas de abeto aceitado, justificando así la denominación de
«solares» que se daba a esas cámaras superiores dedicadas a residencia
particular dentro de un castillo. La chimenea, poco profunda, estaba provista
de una campana enyesada, a la manera más moderna y eficaz. Un lujoso tapiz de
brocado decoraba el muro de piedra frente a la ventana con tres arcos y dos
columnas desde donde se divisaba el Sund gris verdoso que separaba Zelanda de
Skåne. Esta región, codiciada por los habitantes de Suecia, era un dominio
danés, con Halland y Blekinge al este, y al oeste Jutlandia y Fyn, mientras que
al sur estaban las islas de Lolland Falster y Møn. Mantener intacto semejante
reino, diseminado y mellado como los fragmentos de un plato que ha caído al
suelo, requería toda la fuerza y la astucia de un rey. En consecuencia, cada
nuevo monarca ascendía al trono tras ser elegido por los señores provinciales
y, desde el advenimiento del cristianismo, los grandes prelados. La antigua
democracia de las thing (palabra que
tanto puede ser singular como plural), las asambleas de hombres libres que
juzgaban y gobernaban los asuntos de cada localidad y de la provincia, diluían
en Dinamarca los derechos de herencia de la sangre real. El rey tenía que ser
elegido por las cuatro thing
provinciales, reunidas en Viborg. Estas tradiciones encerraban a los habitantes
del castillo de un modo tan inflexible como los muros mismos, con las
dependencias que iban añadiéndosele y lo ampliaban constantemente, la torre del
homenaje, la barbacana, las casas de los guardianes, almenas, torres,
barracones, cocinas, escaleras, habitaciones privadas y capilla.
Cuando Gerutha era niña, la capilla
le parecía un lugar perdido y predestinado a la destrucción. Sólo podía llegar
allí después de atravesar, con los helados pies enfundados en zapatillas, el
gran corredor en toda su longitud y una galería, y subir varios pequeños tramos
de escaleras en ángulo. Era una sala sin calentar, de techo alto, con un olor a
incienso aromático que le cosquilleaba la nariz, a encierro y a los cuerpos sin
lavar de los clérigos que, enfundados en sus sotanas, llevaban a cabo el
servicio religioso, alzaban la pálida oblea circular hacia la ventana de vidrio
blanco también circular muy por encima del altar (por lo que ella pensaba en la
Eucaristía como comer el cielo) mientras entonaban las ininteligibles palabras
latinas. Estar en la capilla le asustaba, como si su cuerpo juvenil fuese un
pecado que sería castigado algún día, atravesada desde abajo mientras tomara un
sorbo del áspero vino, la cáustica sangre de Cristo, en el cáliz recubierto de
pedrería. El frío, el latín, los olores rancios le hacían sentirse acusada,
como si la reconvinieran por su calor natural.
Horwendil llegó de Jutlandia para
proseguir su galanteo. Como reconocimiento de los servicios prestados al trono,
Rorik les concedió a él y a su hermano sendas casas solariegas adjuntas, a dos
horas de viaje a caballo tierra adentro. La de Feng era la más pequeña, con sólo
noventa servidores, a pesar de que los dos hermanos habían compartido el riesgo
y las penalidades de igual manera a lo largo de las costas de Noruega y Suecia.
Feng era el más joven, aunque sólo por año y medio, una o dos pulgadas más
bajo, más moreno y delgado. No solía acudir a Elsinor y pasaba mucho tiempo en
tierras alemanas, sirviendo como soldado y espía del emperador, si bien ese
espionaje recibía el nombre de diplomacia. Era ducho en lenguas extranjeras y
también había servido al rey de Francia, cuya provincia de Normandía fue en
otro tiempo un dominio danés, en los tiempos heroicos antes del rey Gorm,
cuando cada danés era un aventurero. Su lanza de caballero mercenario había
llevado a Feng incluso más al sur, al otro lado de aquellos Pirineos, donde una
tierra seca, cálida y pelada sufría el asedio de los infieles que blandían
espadas de hoja curva a lomos de corceles de largos huesos que volaban como
aves.
Feng no se había casado, aunque, al
igual que Horwendil, se aproximaba a la treintena. Gerutha se decía que los
hermanos menores son como hijas en un aspecto, el de que nadie se los toma tan
en serio como ellos desean. ¿Por qué no se había casado Feng, cuando sus ojos
oscuros y la expresión despierta de su semblante revelaban tal deseo? Unos años
atrás, cuando llegó con Horwendil a Zelanda a fin de recibir la gratitud del
rey, a Gerutha le pareció que sus ojos se fijaban en ella con algo más que el
interés pasajero que un adulto concede a una criatura vivaz. Pero le resultaba
difícil pensar en un hombre mientras había otro ante ella, y Horwendil estaba
ante ella, con su manto del color del vino tinto y la cota de mallas, cuyos
finos eslabones de hierro destellaban como rizos del agua a la luz de la luna.
Le había traído un regalo, dos pardillos moteados en una jaula de mimbre, uno
negro con toques blancos y el otro, la hembra, más apagado, más pálido y con
toques oscuros. Cada vez que las aves cautivas callaban, Feng daba una sacudida
a la jaula y los animalitos, alarmados, repetían su canción, una cascada de
trinos que siempre finalizaba con una brusca elevación del tono, como una
pregunta humana.
—Algún día, Gerutha, muy pronto,
también tú cantarás con la felicidad de la desposada —le prometió.
—No estoy segura de que estos
pájaros canten porque son felices. Tal vez lloran al verse enjaulados. Puede
que las aves tengan estados de ánimo tan diversos como los nuestros y una sola
tonada para expresarlos.
—¿Y cuál es tu estado de ánimo,
hermosa mía? No acabo de oírte trinar por nuestro compromiso, que ha sido
proclamado por tu padre, bendecido por el mío desde más allá de la tumba y
aplaudido por todo danés que desea ver nuestra raza enriquecida por la mezcla
de valor y belleza, esta última protegida por el poderío del primero.
Pronunció estas frases ensayadas una
y otra vez, pero suavemente, poniéndola a prueba, un brillo burlón en los ojos
alargados, cuyo iris era tan pálido que parecía más mineral que orgánico.
—Debo suponer que vuestra figura de
dicción se refiere a nosotros dos —replicó Gerutha vivamente—, mas ya gozo, mi
señor, de la protección que me brinda el poderío de mi padre, y creo que eso
con que me halagáis al llamarlo belleza, y que he poseído más tarde que
temprano, podría madurar en mi beneficio y el de quien sea mi cónyuge. —Cobrando
ánimo ante la presunción del joven de que él ostentaba todo el valor entre
ambos, siguió diciéndole—: No puedo achacaros defecto alguno, pues, según el
decir general, sois el guerrero modélico, quien mató al pobre Koll con todas
las debidas cortesías paganas y luego a la desdichada Sela. Sois un consumado
jinete y montáis en cabeza de vuestra chusma para llevar a cabo la
satisfactoria matanza de pescadores apenas armados y monjes completamente
indefensos salvo por sus plegarias. Como digo, no encuentro defecto alguno en
vuestra gallarda persona, pero en vuestro acercamiento a mí, desde lo alto, a
través de la vieja amistad de nuestros padres, percibo algo oportuno y
fríamente ventajoso. Ayer era sólo una niña, señor, y ruborizada os manifiesto
mis aniñados escrúpulos.
Él no tuvo más remedio que reírse al
oír tales palabras, como Rorik se había reído antes de su descaro, una risa
confiada, ya posesiva, que reveló unos dientes cortos, pulcros y eficientes. El
rudo placer que traslucía aceleró la sangre de la muchacha con una pulsación
que, una vez aplastados los escrúpulos, anticipaba su pertenencia absoluta a
Horwendil. ¿Era éste el deleite que, tras la renuncia a sí misma, ya habían
experimentado y absorbido sus ayas y servidoras? ¿La complacencia de la presa
sumisa, la hembra oprimida sobre el colchón y enlardada como una gallina
espetada entre los fuegos del cuarto de los niños y de la cocina? Como muchacha
en período de crecimiento, Gerutha había aguzado el oído ante el tono de
aletargada e indecente sensualidad con que las mujeres de tálamo alto o humilde
hablaban del hombre ausente y omnipresente, el hombre cuyo cuerpo se interponía
entre ellas y el universo. A esas mujeres las habían humedecido las caricias
prodigadas a sus partes inferiores.
—Protestas demasiado —le dijo
Horwendil, como si no la tomara en serio, con una tolerancia de su resistencia
que afectó a la muchacha como si fuese un abrazo. La arrogancia de aquel
hombretón la hizo estremecerse; a pesar de que el cálculo templaba su pasión, seguía
siendo visiblemente tórrida, y si se aproximaba demasiado a ella la turbaría
sin remedio. Harto de permanecer de pie en el gran salón donde ella le había
recibido, apoyó una nalga en una mesa de caballete que aguardaba el mantel para
la cena—. Ya no eres una niña —le dijo—. Tienes un cuerpo sublime y preparado
para servir a la naturaleza, y no estoy en condiciones de seguir esperando. Con
mi próximo cumpleaños concluirá mi tercera década. Es hora de que muestre al
mundo un heredero, como prueba del favor divino. ¿Qué te desagrada de mí, dulce
Gerutha? Eres como esta jaula, y el pájaro adulto que aletea en tu interior es
el deseo de ser una mujer casada. Sin falsa modestia, permíteme decirte que han
admirado mi persona y considerado noble mi frente. Soy un hombre honesto, duro
con quienes me desafían, pero considerado con quienes me profesan lealtad. En
todas partes desean nuestra alianza, y en ninguna con más vehemencia que en mi
corazón.
Se llevó al pecho la mano ancha y
callosa que hasta entonces había estado cerrada sobre la empuñadura de su
espada, y al hacerlo hubo un destello y un tintineo de los finos eslabones de
la cota de mallas. Tenía el pecho amplio y, según el decir popular, se había
atrevido a ofrecerlo a la hoja del rey Koll, una oportunidad que los ojos del
noruego no supieron percibir por un segundo fatal. Ahora Horwendil volvía a
descubrir su pecho. Gerutha experimentaba una especie de conmiseración hacia su
pretendiente, tan indefensamente persuadido de sus propios méritos.
Obedeciendo a un impulso, como si,
en efecto, intentara huir de una jaula, ella le dijo:
—¡Ah, si pudiera sentirlo así y oír
las promesas de vuestro corazón! Pero parecéis acudir a mí del modo más
conveniente, más por necesidades de la política en general que por un deseo
personal. —Él se había quitado el casco, y sus bucles eran tan rubios como
virutas de álamo, una hermosa y desordenada cascada de cabello sobre los
hombros cubiertos por la cota de mallas. La muchacha dio un paso hacia él, y
Horwendil se inclinó adelante, como para abandonar su desgarbada postura sobre
la mesa—. Debéis perdonarme —le dijo—. Soy torpe, carezco de instrucción. Mi
madre murió cuando yo tenía tres años. Me criaron la servidumbre y aquellas
mujeres que mi padre tenía a su alrededor para algo más que cuidar de su hija
solitaria. Sentí cruelmente la ausencia de una madre. Tal vez protesto contra
la propia naturaleza insensible... si es cierto que protesto.
—¿Cómo no vamos a protestar?
—replicó Horwendil, impulsivo a su vez—. ¡Nos envían desde la morada de los
ángeles para vivir en esta tierra entre animales y suciedad, y con el penoso
conocimiento de que estamos sentenciados a muerte!
Se había erguido y estaba ante ella,
le sacaba una cabeza en altura, tenía el pecho más ancho que su bastidor de
bordado, brillantes las hebras pálidas en la mandíbula inferior, cuyo aspecto
semirrapado traslucía una mañana llena de prisas y aprensión. Había montado
temprano para el viaje de dos horas a fin de insistir en su proposición
matrimonial. Aquel galán nórdico ideal tenía cierta morbidez vulgar, cuyo rasgo
menos favorecedor era la papada, y Gerutha
se preguntó si, cuando estuvieran casados, podría convencerle para que
se dejara una barba como la de su padre.
Le gustó que él le hubiera hablado
con aquel ardor súbito, pero algo en el sentido de lo que había dicho le
turbaba: su vehemencia reflejaba un desdén y una indiferencia sutiles, ocultos
hasta entonces tras la fachada estoica del guerrero, como una gota amarga en
los jugos de su juventud. Ni siquiera en aquellos momentos de confidencia se
centraba en ella, sino que la veía como parte de un brocado, una novia de hilos
de plata, más que como una estatua, un ángel de piedra o una Virgen María de
madera pintada y un peso similar al de un hombre.
Entonces, tras haberse acercado a
ella en el transcurso de su espontáneo rechazo del mundo (de todo el mundo
excepto el que él estaba decidido a construir), Horwendil abrazó a Gerutha,
pero no se inclinó para besarla, sino que se limitó a acercar con decisión los
labios tensos a sus ojos, mientras las manos, estrechándole la espalda, la
atraían hacia él. La joven se debatió un poco, contorsionándose, pero el
tintineo de los cascabeles que adornaban su ceñidor le recordó lo absurdo de su
resistencia a la vista de quienes estaban presentes en la entrevista: su
azafata, Herda; el escudero de Horwendil, Svend; los guardianes del castillo
apostados e inmóviles contra los muros del salón, bajo las grandes vigas de
roble, espectros del bosque tallados y pintados antiguamente de los que pendían
desvaídos estandartes que ganaron en combate los monarcas daneses enterrados
mucho tiempo atrás y que ahora ocupaban su lugar en la historia. Se sentía
atrapada en la inmovilidad de una textura estampada, su corazón palpitante oprimido
entre los hilos de la trama. Sólo los pequeños pinzones, los pardillos
moteados, se movían y en su ansiosa rotación, del suelo de la jaula a la percha
y de ésta nuevamente al suelo, emitían frases truncadas o fragmentos de trino.
Gerutha apoyó sus mejillas encendidas y su palpitante cabeza en la fría cota de
mallas que cubría el pecho de Horwendil. Un pardillo lanzó una larga cinta
melódica y una tensión deliciosa la ciñó bajo la carne a la caja torácica de
Gerutha. No había escapatoria posible. Aquel hombre, aquel sino, eran los
suyos. Estaba segura, como un bebé bien fajado.
Sin embargo, incluso ahora, en el
momento de su rendición tan duramente ganado, su pretendiente pensaba en otros.
—Se alimentan con semillas de lino y
cáñamo —le dijo Horwendil, refiriéndose a las aves—. Linaza. Si les das
cualquier semilla más gruesa, enfermarán a modo de protesta.
Ella alzó la cara para recordarle
quién era, y él, burlonamente, deslizó los nudillos de una áspera mano por su
mejilla, donde la cota de mallas había grabado en rojo la cuadrícula de sus
eslabones.
Horwendil el Juto era, en general,
dulce, como había prometido. Tenía otras facetas: era triste y se abstraía en
un grado superlativo del que, se decía Gerutha a sí misma, pues necesitaba
pensar amablemente de él, no se daba cuenta. La boda tuvo lugar en pleno
invierno, en un ambiente nevado, cuando los asuntos de la guerra y la cosecha
permanecían latentes, lo que permitió a los invitados del rey viajar durante
una semana y alojarse durante dos en el castillo de Elsinor. La ceremonia duró
un largo día, desde las abluciones de Gerutha al amanecer y una misa de
purificación dicha por el obispo de Roskilde, hasta la tumultuosa fiesta en
cuyo apogeo los invitados, por lo que Gerutha podía ver con los ojos enturbiados,
echaban sillas y taburetes a las dos grandes fogatas que rugían en las
chimeneas de arco redondo que quedaban una enfrente de la otra en la gran sala.
Las llamas brincaban como hombres sometidos a tormento; el humo se escapaba de
los humeros enfrentados para extender una neblina por encima de sus cabezas.
Iba tan sobrecargada de collares de oro batido y piedras preciosas, y era tal
la abundancia de rígido terciopelo y brocado de su atavío que le dolían la nuca
y la rabadilla. El baile y el vino habían disipado sus tensiones hasta el punto
de sumirla en un estado de atolondramiento. Sólo tenía diecisiete años, y se
movía a la fluctuante luz de las llamas, tocando en la danza encadenada las
manos húmedas de hombres y mujeres, manos resbaladizas, grasientas tras el
banquete, mientras los músicos que tocaban el laúd, la flauta dulce y la
pandereta intentaban imponer sus frágiles tonadas al arrastre de pies y el
jadeo de los daneses borrachos. La música llegaba a las entrañas de Gerutha,
sus caderas se movían contra su voluntad y oía el festivo cascabeleo en el
ceñidor. Su cabello cobrizo claro, en aquella última noche antes de que hubiera
de ocultarlo en público la cofia de desposada, flotaba en la atmósfera
iluminada por docenas de grasientas velas de junco y sebo que emergían en
diagonal de las paredes, como haces de lanzas que escupieran fuego, y parecían
sitiar a los invitados. En las imponentes danzas procesionales, los novios iban
en cabeza, y a ellos les indicaba los pasos un mimo franco con cascabeles en el
gorro. La danza era una actividad nueva que realizaban con torpeza. La Iglesia
se mostraba reacia a decretar que no era pecado. Y, no obstante, cantar y
celebrar era lo que hacían los ángeles.
Cuando su padre le dio la bendición
de despedida, Gerutha se percató por primera vez de la debilidad de Rorik, el
semblante amarillento por la heroica ingestión de hidromiel que se esperaba de
un rey, el cuerpo encorvado bajo la gran carga de la regia hospitalidad, los
ojos legañosos o llorosos en el momento de despedirla. ¿La veía a ella, a su
hija ya casada, como él le había exigido, o veía acaso que se alejaba de él el
último recuerdo vivo de Ona?
Un trineo adornado con cuernos de
reno y ramas de acebo los trasladó desde Elsinor a la finca de Horwendil,
llamada Odinsheim. La nieve oponía resistencia al avance de los caballos, por
lo que el viaje de dos horas requirió una más, mientras la gélida noche pendía
de su fragmentado pivote por encima de ellos, en un chisporroteo de estrellas.
Una luna oblonga ardía en lo alto; su reflejo avanzaba por los campos desnudos
punteados de rastrojos, por las matas heladas de las marismas. Gerutha
dormitaba a intervalos, gozando de la solidez que tenía el ancho cuerpo de su
marido bajo los mantos de piel de lobo superpuestos. Horwendil habló durante un
rato de la celebración, de quiénes habían asistido y quiénes no, y lo que su
presencia significaba en la red de fortunas y alianzas nobles que mantenía a
Dinamarca precariamente unida.
—El viejo Guildenstern decía que el
rey Fortimbrás, sustituyendo a Koll en las listas de la ambición noruega, ha
dirigido ataques sorpresivos contra la costa de Thy, por donde es más árida y
está menos defendida. El noruego ha de ser castigado, no vaya a tratar de
apoderarse de Vestervig y Spøttrap, con las fértiles tierras del Limfjord, y
establecerse como el auténtico dirigente de Jutlandia.
El timbre de voz relajado,
despacioso y confiado de Horwendil cuando hablaba con desenvoltura en público,
estaba ausente al conversar con ella,
cuando le hablaba abstraído y en voz atiplada. Una vez que Gerutha dejó de
oponer resistencia a su galanteo, él se mostró comedido, cortés,
convencionalmente afectuoso, o incluso seco, mientras se desplazaba con paso
brioso por los corredores de Elsinor para atender sus asuntos. Ya estaba muy a
sus anchas en el castillo.
—Tu valiente padre ya no parece lo
bastante fuerte para dirigir un ejército, pero conserva un orgullo que le
impide delegar la autoridad.
—Ahora tiene un yerno al que estima
—murmuró Gerutha, soñolienta.
El aliento impregnado en vino de
Horwendil atacó como un ácido la extensión de la noche estrellada, la nieve, la
luz reflejada de la luna gibosa. Cuanto más se alzaba, tanto más pequeña y
brillante se volvía. Parecía menos un farol que una piedra lanzada a los rayos
del sol desde el interior de un bosquecillo umbrío.
—La estima es buena, pero no
transfiere autoridad. Cuando Fortimbrás llama, la estima no puede ser la
puerta.
Aguardó su respuesta, pero ella no
dijo nada. Gerutha dormía, el movimiento del trineo la había hecho retroceder
al balanceo de la cuna en su cuarto infantil, en cuyo borde la delgada mano de
su madre se había confundido con la
garra arrugada de su vieja niñera, Marlgar, y las muñecas de trapo de la
princesita, con las facciones de puntadas y trazos de carbón, tenían la
presencia de seres reales, y también nombres, Thora, Asgerda, Helga. En
aquellos arranques infantiles de fantasía y dominación que representan una
tiranía en miniatura, ella las enviaba de viaje, las casaba con héroes de palo
pintado, las arrojaba al suelo, donde sufrían dramáticas muertes. En su sueño
de novia volvía a estar con ellas, en el soleado mirador con bóveda, bajo la
mirada de su niñera, pero eran mayores, se contorsionaban al danzar, los
cuerpos que chocaban con el suyo tenían el mismo tamaño, las caras gigantescas,
con bolas de trapo por narices y cuentas de arcilla a modo de ojos. Hambrientas
y solitarias, querían algo de ella, algo que no podían expresar con las bocas
cosidas, pero sabían que ella podía proporcionárselo, aunque todavía no, les
rogaba, todavía no, queridas mías...
Cesó el movimiento del trineo
arrastrado por los caballos al trote corto. El vehículo se había detenido ante
la oscura entrada de la casa solariega de Horwendil. Éste, bajo la piel de
lobo, la empujó pesadamente al desmontar del trineo. Su hermano, Feng, no había
asistido a la boda, pero envió desde una tierra meridional de diestros
artesanos una bandeja de plata muy ornamentada. El gran óvalo espejeante se
deslizó por la mente de Gerutha y echó a volar cuando el trineo adornado con
cuernos se detuvo.
—¿Por qué no ha asistido tu hermano?
—le preguntó ella desde el interior de su confusión soñadora.
—Se dedica a justas y conspiraciones
más allá del Elba. Cuando yo estoy en el país, Dinamarca es demasiado pequeña
para él.
Horwendil había rodeado el trineo y
los caballos, que temblaban en sus nubes de vaho, y aguardaba allí en pie, como
un fantasma inmóvil a la luz de la luna, a que ella bajara del trineo, para
llevarla en brazos a la casa. La muchacha intentó levantarse con ligereza, pero
de todos modos él lanzó un gruñido junto con una vaharada de vino rancio, y sus
delgados labios, cerca de los ojos de Gerutha, se contrajeron en una mueca. Su
rostro, a la luz de la luna, parecía exangüe.
La casa solariega no era pequeña,
aunque carecía de foso, y las habitaciones, comparadas con las de Elsinor,
parecían bajas y mal ventiladas. En la planta baja no había ningún fuego
encendido. Unos hombres de movimientos inseguros, que acababan de despertarse,
les alumbraron con antorchas el camino por el interior de la casa. Pasaron por
un sinuoso corredor hasta llegar a una escalera circular de piedra. Vibrantes
triángulos alargados de sombra saltaban por delante de ellos mientras subían.
Cruzaron una antesala vacía, donde dormía un guardián solitario. Al pasar,
Horwendil lo despertó de un cachete. La chimenea del dormitorio llevaba horas
encendida, por lo que el calor de la estancia era asfixiante. Gerutha se
apresuró a quitarse su pesado manto con capucha forrado de armiño, la
sobreveste sin mangas, de paño dorado con arabescos de cruces y flósculos, la
blusa azul de mangas anchas y colgantes, y una franja bordada y con joyas en la
garganta, bajo la cual llevaba una túnica de mangas más largas y ceñidas, y,
por último, la fina camisa que estaba en contacto con la piel, sudada a causa
del prolongado baile. Una mujer gruesa y callada, de manos temblorosas, le
deshizo las lazadas, el cinto de cordón y las ligaduras de las muñecas, dejándola
a solas con Horwendil, para que se quitara la camisa. Así lo hizo, y salió de
las prendas abandonadas como de un estanque en el que hubiera hecho abluciones
purificadoras.
A la luz del fuego crepitante su
desnudez parecía una película de delgado metal, un traje angélico hecho de pura
esencialidad. Desde la garganta a los tobillos, su piel no había conocido nunca
el sol. Estaba tan blanca como una cebolla, era tan suave como una raíz recién
arrancada de la tierra. Estaba intacta. Esa misma integridad hermosa, el tesoro
de su vida, la estimuló —extasiada ante las llamas que brincaban en la chimenea
y que reflejaban su furor en las puntas del suelto cabello—, a ofrecerse, como
lo mandan el hombre y Dios, a su marido. Estaba excitada, y se volvió para
mostrar a Horwendil la pureza de su pecho, vulnerable como lo fuera el del
guerrero cuando éste lo descubrió, por un instante de peligro que se hizo
famoso, a la posibilidad de la estocada de Koll.
Pero Horwendil dormía. Se había
puesto un gorro de dormir cuadrado, burdamente tejido, y tras el exceso de
jolgorio y las tres horas de viaje envuelto por el aire invernal, a las que
siguió la atmósfera de sauna en el dormitorio, el marido de Gerutha dormía como
un lirón. Un brazo largo y fuerte yacía relajado sobre la manta, como si se lo
hubieran cortado por el hombro, donde una desnuda bola de músculo brillaba bajo
una hombrera de pelaje dorado. Un hilo de saliva que emergía de los labios
aplastados contra el lecho relucía como una flecha minúscula.
«Pobrecillo héroe mío», pensó ella,
«que va por la vida con ese corpachón sin más que su ingenio y un escudo de
cuero para evitar que lo despedacen.» En ese momento Gerutha descubrió un
secreto femenino, el del placer que procura sentir un amor que, como el calor
de dos chimeneas una frente a la otra, responde a la sensación de ser amada.
Una vez iniciado el flujo del amor femenino, sólo puede restañarse al precio de
un gran dolor. En comparación, el del hombre es un chorro repentino. Dio unos
pasos apresurados hacia la cama para cubrir su cuerpo desnudo y reluciente bajo
la sábana, a cuyo lado, en una mesita, ardía una sola vela. Su gorro de dormir
estaba doblado, como una gruesa y áspera misiva de amor, sobre la almohada, y,
tras ponérselo, se quedó dormida junto a Horwendil, cuyos ronquidos eran a
veces estrepitosos.
Por la mañana, cuando la fuerza del
deseo superó a su timidez, repararon la omisión de la noche nupcial y mostraron
con solemnidad la sábana manchada de sangre al viejo Corambus, el camarero
mayor de Rorik, quien había acudido en trineo desde Elsinor, deslizándose por
la espesa nieve, en compañía de tres testigos oficiales: un sacerdote, un
médico y el escribano real. La virginidad de Gerutha era asunto de Estado, pues
pocas eran las dudas de que Horwendil sería el próximo rey, a quien sucedería
su hijo, si Dios quería. Dinamarca se había convertido en una provincia del
cuerpo de la princesa.