Acercamientos

Cráneos y arrecifes

 

1

 

"Señor Ludovico, ¿qué le empuja a Vuestra Merced a cometer tantas locuras?" Más o menos ésa fue la pregunta del cardenal Hipólito de Este a su protegido Ariosto tras haber leído el Orlando furioso.

Junto a los versos de Byron, ese Orlando furioso pertenece a mis precoces lecturas predilectas. Mi primer encuentro se remonta a la edad de catorce o quince años, y se trataba concretamente de la imponente edición ilustrada por Doré. La traducción era de Hermann Kurz. La versión posterior de Gries que llevaba conmigo de la editorial Reclam, me gustó menos. La leí en la primavera de 1917 en la posición Siegfried y retorné a casa con ambos opúsculos. Creo que durante las dos guerras he leído más que en otras épocas; muchos otros pasaron por la misma experiencia.

La lectura de Ariosto es peligrosa, como ya sabía Cervantes. En general la cultura literaria establece reglas que no cabe cumplir en la realidad; el campo de juego tiene confines demasiado vastos. La pregunta escéptica de Hipólito de Este no es tan sólo una pregunta de cardenal, sino también una cuestión cardinal. He reflexionado frecuentemente sobre ella, incluso durante la elaboración de este texto. No se cesa nunca de preguntar por qué se hace esto o aquello o por qué se ha hecho - y qué respuesta se recibirá. Y nos preguntamos por la responsabilidad.

 

 

2

 

Apenas hay que temer que, como se decía antaño, los cerdos de Epicuro irrumpan en los jardines de adormidera y cáñamo. El epicúreo no se inclina al exceso: perjudicaría al goce. Goza el tiempo y las cosas y por ello representa más bien la figura opuesta al adicto que sufre bajo el tiempo. No tiene nada que ver con el tipo del fumador empedernido; antes bien, con el sibarita que corona una buena comida con un habano. Es dueño del placer y sabe moderarlo, no tanto por sujeción a la disciplina cuanto por amor del placer mismo.

Han existido viejos chinos que de modo análogo se permitían, de vez en cuando, una pipa de opio, y acaso todavía existan. Es como si, tras un banquete opíparo, no sólo se saliese a la terraza y al parque, sino que se ampliara un poco más la cerca del tiempo y del espacio y, por tanto, el campo de lo posible. Esto proporciona algo más que viandas y bebidas, algo más también que vino y buenos cigarros; conduce mucho más lejos.

A este respecto, a partir de cierta edad, quizás a partir de la edad de jubilación debería evitarse la imposición de límites. Pues para quien se acerca hacia lo ilimitado, habría que fijar las fronteras muy lejos. A esa edad, no todo el mundo puede construir aún como el viejo Fausto; sin embargo, cada cual es muy dueño de trazar planes en lo inmenso.

Esto vale, sobre todo, para el periodo más cercano a la ultima linea rerum, cuando ésta se insinúa con mayor precisión. Hay viejos viticultores que viven meses y años tan sólo de pan y vino. Konrad Weiss los ha celebrado.

Es natural aliviar el dolor del moribundo, cuyo reloj corre veloz, pero no es suficiente. Es nuestro deber acercar, por última vez, a su solitario lecho las riquezas del mundo.

En la hora postrera, no conviene administrar narcóticos, sino más bien dádivas que amplíen y agucen la conciencia. Si se alberga la más mínima sospecha de que ésta podría proseguir la marcha -y hay razones para creerlo-, entonces deberíamos permanecer despiertos. De ello se colige necesariamente la conjetura de que hay cualidades inherentes al tránsito.

Al margen de esta suposición, la experiencia del morir individual posee para muchas personas el suficiente valor como para no dejarse embaucar. Para el capitán es una cuestión de honor abandonar la nave en último lugar. Pues es posible que con la administración de analgésicos no sólo se elimine el dolor de la muerte, sino también su euforia, Quizás en los últimos acordes que se extinguen se ocultan importantes misivas: recepciones, emisiones. Las máscaras mortuorias muestran un reflejo.

El gallo de Asclepio tiene un plumaje multicolor.

 

 

3

 

Hay que contemplar, al margen del goce, la aventura espiritual, cuyos encantos se imponen a la conciencia de cultura más elevada y refinada. En el fondo, todo goce es espiritual; allí reposa el hontanar inagotable que mana cual ansia, para la que no basta ninguna satisfacción.

Toda publicidad conoce esta conexión. Cuando en invierno llegan los catálogos de artículos de jardinería, sus imágenes suscitan un placer más intenso que las flores que en verano florecen en los arriates. También en la naturaleza se derrocha más artificio y astucia en la seducción que en el cumplimiento. Lo atestiguan los diseños sobre las alas de una mariposa o el plumaje del ave del Paraíso.

El hambre espiritual es insaciable; la gana física tiene límites estrechos. Si un glotón romano como Vitelio devoraba tres copiosas comidas al día y se aligeraba del exceso mediante vomitivos es porque padecía un desequilibrio entre ojo y boca, aunque de modo primitivo. La relación de desproporción posee su escala: también la vista llama al espíritu en su auxilio cuando no la colma el mundo visible.

San Antonio podía disfrutar más que Vitelio y sus semejantes; lo capacitaba para gozar no tanto una physis más sólida o una mayor riqueza cuanto una espiritualidad superior. En las Tentaciones de Flaubert se presentan mesas imaginarias, repletas de manjares de aspecto más fresco y de colores más vivos que si los hubieran creado horticultores y cocineros, o incluso pintores. En su antro del desierto, Antonio vislumbró la fuente de la sobreabundancia, allí donde ésta se cristaliza inmediatamente como fenómeno. Por ello el asceta es más rico que César, el señor del mundo visible, que se consume en el placer.

 

 

4

 

He intentado perfilar el tipo del aventurero del espíritu en la figura de Antonio Peri:

 

"A primera vista, Antonio apenas se distingue de los demás artesanos que suelen verse por doquier en Heliópolis ocupados en sus trabajos. Y sin embargo, tras esa superficie se ocultaba algo diverso: era un cazador de sueños. Cazaba sueños como otros capturan mariposas con redes. Los domingos y los días festivos no iba a las islas ni frecuentaba las tabernas al pie del Pagos. Se encerraba en su gabinete y se evadía a la región de los sueños. Decía que todos los países y todas las islas desconocidas estaban tejidas allí en los tapices. Las drogas le servían como llave para entrar en las cámaras y antros de este mundo.

"Bebía también vino, mas jamás era el placer el que le inducía a ello. Le empujaba esencialmente una mezcla de sed de aventura y conocimiento. No viajaba para asentarse en regiones desconocidas, sino como geógrafo. El vino no era sino una llave más entre muchas otras, una de las puertas de entrada al laberinto.

"Tal vez fuera sólo su método lo que le permitía sortear catástrofes y delirios. Con frecuencia habían llegado a rozarle. Era de la convicción de que cada droga contenía una fórmula que concedía acceso a ciertos enigmas del universo. Creía además que era posible descifrar la jerarquía de las fórmulas. Las claves más elevadas tenían que desvelar los secretos del universo.

"Buscaba la llave maestra. Sin embargo, ¿no debe ser necesariamente letal el arcano supremo?".

 

Que la busca incesante de aventura, de regiones lejanas e inusitadas significaba algo diverso no se revelará hasta el final de su andadura. Antonio cae en una red radiactiva, resulta mortalmente herido, y sufre graves quemaduras. En medio de esos tormentos rechaza la morfina. Lo que le impulsaba a sus excursiones no era el placer, tampoco la aventura. Sí, sentía curiosidad, pero era una curiosidad sublimada, hasta que llegó ante la puerta justa. Ante su umbral no se necesita ninguna llave: se abre por sí sola.

 

 

5

 

Todo goce vive gracias al espíritu. Y toda aventura gracias a la cercanía de la muerte, en torno a la cual gira el aventurero.

Me acuerdo de un cuadro que vi cuando apenas había aprendido a leer y que se titulaba El aventurero: un navegante, un conquistador solitario, acaba de desembarcar en la playa de una isla ignota. Ante él se alza una montaña temible, la nave se encuentra al fondo. Está solo.

Debe de haberse presentado aproximadamente así. "El aventurero" era, a la sazón, uno de aquellos cuadros célebres, siempre rodeado de un corro de admiradores en las exposiciones. Una modelo del arte pictórico de inspiración literaria, que culminó en la Isla de los muertos de Böcklin (1882).

Se ha perdido el gusto por ese género; hoy día el cuadro yacerá en algún rincón polvoriento, si es que se ha conservado. Era de carácter simbólico: la nave de la que el hombre ha desembarcado, la playa hollada por su pie, el colorido que infunde temor y esperanza. Böcklin era más profundo, y ya Munch habría enfocado el tema desde una perspectiva diversa. En la actualidad se ofrecería de nuevo una solución distinta. Ya poseemos algunas obras maestras donde la cercanía de la muerte no es objeto de descripción, sino que, más bien, impregna toda la atmósfera.

 

Sólo se han conservado con mayor nitidez en mi memoria ciertos detalles de aquel aventurero: la arena estaba sembrada con huesos, cráneos y osamentas de quienes habían fracasado al emprender la misma hazaña. Lo comprendí y extraje también la enseñanza que se había propuesto representar el pintor: que ascender a esa cima era sin duda seductor, pero peligroso. No son sino los huesos de predecesores, de padres y a la postre también los propios. Son la mortaja sobre la playa del tiempo. Cuando las olas nos acercan a ella, cuando desembarcamos, pasamos por encima de esas osamentas. La aventura es un concentrado de la vida; respiramos con un ritmo trepidante, nos roza el aliento de la muerte.

 

 

6

 

La calavera con las tibias cruciformes fue durante largo tiempo un símbolo legítimo, no sólo en criptas y camposantos, sino también en el arte. Particularmente en el Barroco, constituyó, con el reloj de arena y la guadaña, un motivo predilecto. Hoy sería primitivo emplearlo en ese sentido; su rango se ha rebajado al de una señal de tráfico. Ya cuando el pintor de El aventurero lo plasmó en imagen, sucumbió a la tentación de una alusión literaria.

Se nos plantea la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que un objeto como la calavera fuera empleado, antaño, como motivo del gran arte y, en cuanto tal, nos resulte hoy todavía evidente, mientras ese mismo objeto, representado por contemporáneos, no nos satisface más, e incluso adquiere tal vez rasgos cómicos?

Es necesario observar que todo objeto puede ganar fuerza simbólica y también perderla. Desempeña un papel análogo al del punto de mira por el que el ojo divisa su blanco. Si se apunta con tino, el resplandor del blanco se comunicará al punto de mira. Y ese resplandor persiste, como en las viejas imágenes, "su luz brilla aún por mucho tiempo". No sólo se ha transferido la belleza del objeto aludido, sino también un reflejo de lo imperecedero. Afrodita no sólo fue motivo de alusión en la figura del amante, sino que se representó en el abrazo y se hizo anónima.

Todavía hoy nos espanta la cabeza de muerto representada por los viejos maestros. A través de ella, por las cuencas de los ojos podía verse la muerte. Era algo que se comunicaba a los átomos.

Por el contrario, la calavera del "aventurero" es puro accesorio. Aquí símbolo, allá ornamento, aquí mito, allá alegoría. Acercamiento de un lado, alejamiento del otro.

Por otra parte, debe repararse en que el pintor contemporáneo, visto incluso desde una perspectiva pictórica pura, no alcanza la maestría de los clásicos, por más que sea cimero en su dominio de la técnica artística. El bienestar, el acuerdo que se crea entre el espectador y la obra, a cuya gloria el artista sobrevive, se desvanece con rapidez. El pobre era, sin saberlo, un falsificador de monedas. El billete de banco falso se acepta con confianza, pero tarde o temprano se acaba por saber que carece de valor. El cheque no tiene fondos: por una parte la pretensión del papel, por otra la reserva de oro, por una parte la apariencia, por otra, la realidad.

Los billetes de banco llegan con frecuencia a engañar; sólo pocos expertos descubren al instante el engaño, mirando el billete al trasluz. "Mirar al trasluz" significa en ciertos casos reconocer que no se oculta nada detrás.

 

 

7

 

El propósito de impresionar mediante un cráneo se tornó absurdo durante el periodo de tiempo en que se generalizaron los rayos X. Tal vez convendría exponer a qué alude la frase: no tanto a una observación sobre óptica fisicalista, como sobre óptica fundamental, es decir, sobre un nuevo modo humano de ver, un modo casi instintivo, correspondiente a la génesis del hombre. Los rayos se presentan como una consecuencia empírica, condicionada por la mudanza de la forma.

Este cambio fundamental que se hace notar en la física y su instrumental no sólo posee un nivel superior, en que la respiración se vuelve más dificultosa, sino también estratos profundos en que la materia se torna más densa y sugestiva. La física aprovecha ambos niveles.

Sin embargo, es más importante el hecho de que, de ese modo, también cambia la relación con la muerte, y esa modificación exige expresión no sólo en la fe y en el pensamiento, sino también en el arte. Además, ésta es una de las razones por las que la calavera haya perdido, como muchas otras cosas, "credibilidad" simbólica.

Estas cuestiones atañen a la perspectiva, no a la sustancia. El poder del cráneo permanece "en sí" incólume, pero ya no nos sirve para mirar a través de él. Al margen de ello, debe tenerse en cuenta que participamos en un proceso global de merma de símbolos.  Muy pocos poderes ofrecerán resistencia: tal vez sólo las Madres.

El arte debe tenerlo en cuenta y lo hace: ante todo, ex negativo, con antenas sensitivas. La desvalorización de símbolos clásicos es un rasgo inherente a todo cambio estilístico. Mientras tanto, en un Gran Tránsito no sólo andan en juego símbolos aislados, sino el mundo simbólico en general. Recuérdese una vez más en este punto lo que dijimos sobre el proceso de blanqueamiento en Junto al muro del tiempo.  A la postre no debe interpretarse como un acto nihilista, sino como retour offensif. El blanco no es incoloro, sino refugio del mundo cromático.

 

 

8

 

Volviendo a considerar nuestro ejemplo, imaginémonos una de esas imponentes paredes calcáreas que se alzan sobre la Costa Azul o en las verdes praderas de la cuenca del Danubio. Podríamos también pensar en los acantilados de roca cretácea en la costa de Rügen o en los arrecifes de coral en el océano Pacífico.

Allí la muerte ya no esplende con el blancor de un cráneo aislado, sino por su increíble sedimentación. Antaño todo esto fue esqueleto estructurado de la vida: caracolas y conchas, caparazones de diatomeas, corales que se han depositado durante milenios antes de alcanzar grados superiores de fosilización. Formas incubadas en mares del mundo primigenio, acuñadas aún más nítidamente por la presión telúrica o destruidas si tal presión se volviera un poco más fuerte. Después recomienza la disolución con golpes de mar y resaca, hasta las moléculas que caen de nuevo presa de la vida y resucitan en círculos, espirales y simetrías.

Un juego en torno al espejo calcáreo, sólo uno entre muchos juegos posibles. El bosque carbonífero afonda en los veneros minerales, la energía absorbida de sol se exhala en los fuegos del mundo técnico. El cambio se produce en eones, como los cristales de hielo en los instantes próximos al punto cero, que, no importa si se funden o cristalizan, se asemejan como imágenes de un espejo.

Todo esto dormita en las paredes calcáreas, a la espera de que el arte le infunda vida.

 

 

9

 

Se está abriendo paso una nueva relación con la muerte. Esto es más importante que todas las proezas del mundo técnico. Un Gran Tránsito.

No sólo la pared calcárea, también el desierto vive. Moisés lo sabía. Lo demuestra la serpiente convertida en cayado con que golpeó la roca e hizo brotar el venero de agua. También en nuestros desiertos hay sed de esa agua. Los sedientos son muchedumbre. Y esa sed aumenta cuando el ser humano se harta.

Pronto dará la impresión de que el Estado, el "dragón de mil escamas", es el único ser que habita el desierto, y lo puebla con sus espejismos. Los sueños poseen el monopolio más exclusivo; los sacerdotes lo han sabido desde tiempos remotos.

 

 

10

 

Se considera privilegio de los dioses morar en el mundo de las imágenes y descender sólo excepcionalmente al mundo de los fenómenos. Entonces, resplandecen cromáticos tornasoles.

A nosotros se nos ha concedido en menor medida este don. Vislumbramos la riqueza del mundo de las imágenes con su cromático tornasol y, raras veces, como ocurre durante los sueños, nos evadimos del mundo visible de los fenómenos para adentrarnos en el universo de la imaginación.

Como oriundo de un país de interior, conocía el mar tan sólo por relatos y, al verlas por primera vez, las olas me parecieron mediocres. Sólo cuando el oleaje amenazó con ahogarme, se encrespó como gigante; se diría que hasta entonces, ya estuviera picado o calmo, todo hubiera sido tramoya y sólo ahora comenzase el verdadero espectáculo. Hokusai ha pintado así las olas. Así hay que ver la pared calcárea.

Cuando el "negro", del que más adelante daré noticias, desfloró a su novia y le preguntó cómo había ido, ella le contestó: "Me lo había imaginado algo más bello". Debe de ser la regla, aunque le contrariase.

También el crimen tiene atractivos imaginarios. Un atraco a un banco, tal como se desarrolla en una novela o en una película, puede seducir a inteligencias con sentido para artimañas y decisiones temerarias donde un plan tiene que funcionar en cuestión de segundos. En la práctica suceden imprevistos y contratiempos enojosos. Después de que Raskolnikov asestase un hachazo a la vieja usurera que, según él, valía menos que una chinche, apareció en el zaguán su devota hermana, a la que deparó, sin remedio, la misma suerte.

Sin duda, uno de los rasgos geniales de la novela consiste en sustraer a la culpa la parte imaginaria del crimen. La sentencia es clemente si se repara en que recae sobre un doble asesinato perpetrado además del modo más vil, "con un hacha". A los otros presidiarios les parece escandaloso; juzgan que el "señor" ha salido demasiado bien parado.

 

 

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La ebriedad también conoce la desilusión. Ésta llega necesariamente, no tanto como relación entre culpa y expiación, como en el cuadro de una contabilidad más amplia en que sin duda también encajan culpa y expiación. Ebriedad y trasgresión son fenómenos colindantes y es difícil a veces separarlos, especialmente en las formas marginales.

En la ebriedad, ya sea que actúe como narcótico o como estimulante, se consume tiempo por anticipado, se administra de modo diverso, y se toma en préstamo. Tiene que ser restituido; a la pleamar sigue la bajamar, a los colores la palidez, el mundo se torna gris y tedioso.

Esto aún cabe incluirlo en la fisiología y la psicología, a pesar de que sobre estos ámbitos ya se ciernen catástrofes. Es posible que al mismo tiempo se llegue a un hurto prometeico de la luz y de la imagen, a una penetración en el recinto de los dioses. También allí hay tiempo, si bien los pasos son más poderosos y largos y deja huellas indelebles. También allí hay peligros; la máxima: "En un tiempo viví como los dioses", debe pagarse por fuerza.

 

 

12

 

El tiempo que me había fijado para tratar este tema ya ha transcurrido, incluso ha excedido el límite. Su trama se entreteje con un ensayo que dediqué a Mircea Eliade en su 60 aniversario (Drogas y ebriedad, Antaios, 1968). Una segunda parte debía versar sobre experiencias extraordinarias; pero se ha bifurcado en diversas direcciones. Podría incluirlo en un sistema más nítido y pienso hacerlo en cuanto a una serie recurrente de conceptos; para el lector es más cómodo seguir el texto tal y como se ha formado, hoja por hoja.

El tema se podría ampliar, pero no agotar; ésta es la sugerencia del título. Éste se refiere a toda peripecia, especialmente al progreso del arte y a la vida en general. Mi verdadero trabajo no pretendía tanto escribir un libro como construir un artefacto, un vehículo que no se abandona con la misma identidad con que se subió. Esto vale sobre todo para el autor: meditaciones ad usum propium, para la propia orientación. El lector puede participar a su gusto o según su necesidad.