El viento y las olas marcaban el balanceo del barco, que no dejaba de cabecear de un lado a otro. De la veintena de gaviotas que lo habían acompañado ya sólo quedaban tres o cuatro, desconcertadas, que seguramente no sabían cómo regresar a la costa. Las demás habían ido abandonando el grupo y habían vuelto a tierra como si presagiaran el pésimo viaje que les esperaba si seguían la estela vacilante del buque.
Lloviznaba y las gotas se mezclaban con las del agua de mar que el viento levantaba. Manuel no quería bajar al camarote; se había puesto la gabardina que llevaba en la maleta y se sentó en una silla de cubierta, protegida en parte por un bote de salvamento, y no dejó de mirar al mar. El barco estaba a punto de dejar la costa para adentrarse donde el temporal parecía enfurecerse todavía más. Se levantó; habría podido refugiarse en el camarote, pero quería aprovechar bien aquel primer viaje en soledad, recrearse con las ideas que le proporcionaba y dejarse llevar por los movimientos de la mente, que parecían seguir el cabeceo de la embarcación.
Aquel tiempo borrascoso era una clara premonición del invierno y, aunque sin duda llegaría la bonanza, el temporal de mar y viento había roto la continuidad diáfana del verano. A partir de ahora todo sería diferente, el día se acortaría y se haría más larga la noche, la luz del sol disminuiría y uno tendría que acostumbrarse a las inclemencias del tiempo y a los días fríos.
Pensó en Victoria y en los paseos que habían dado juntos en bicicleta, en lo que habían compartido y en las confidencias mutuas. Tardó en decirle que pensaba marcharse y que iba a pasar todo el año lejos de allí. No se atrevía a decírselo porque ni siquiera se atrevía a decírselo a sí mismo. En su compañía había llegado a conocer aspectos de su propia personalidad que, aun sabiendo que formaban parte de él, nunca conseguía identificarlos como propios. Victoria era la única razón que le obligaba replantearse la idea de partir. Pese al vivo deseo de marcharse, tenía miedo de perderla, de la misma manera que sabía que iba a perder muchas otras cosas con su decisión de dejar aquel lugar.
Victoria volvió a la hacienda después de aquella primera visita tan decepcionante, y supo comprender la querencia que sentía Manuel por aquel lugar: apreció su encanto y, aunque la casa le daba un poco de miedo, reconoció el valor sentimental que guardaba. Manuel le enseñó el gimnasio y ella se puso a jugar con los aros que colgaban del techo, balanceándolos de un lado para otro de aquel extraño gabinete de trastos que parecía el laboratorio quirúrgico de un cuento gótico, y sin dejar de reír imitó las posiciones de las tablas de gimnasia sueca que había en las ilustraciones colgadas en las paredes.
Le enseñó la biblioteca y el cuadro de la tía Leocadia, aquella Salomé que parecía revolcarse como una serpiente venenosa, y su exceso de patetismo y de pasamanería simbolistas le hicieron reír de nuevo; repasaron los títulos de los libros y bromearon sobre su inverosimilitud decadente.
También estuvo a punto de enseñarle las fotografías de su madre y de la señora Servadac, que había descubierto hacía sólo una semana, pero no se atrevió. Y cuando a Victoria se le ocurrió preguntar sobre el contenido de aquellas cajas negras, él respondió que allí se guardaban las facturas de la industria de la conserva.
Se sentaron en uno de los divanes de la biblioteca para hojear un álbum de dibujos de la tía Leocadia; dibujos trazados con nervio y audacia, hechos con rapidez, que dejaban entrever, observados con atención, en la confusión de las líneas, posturas amorosas entre un hombre y una mujer. Nada resultaba evidente, todos estaban en movimiento, era una contorsión de cuerpos enfebrecidos por el deseo de tocarse y de estar cerca. Manuel se inclinó hacia Victoria y, acariciándole con sus manos la cara, la besó; ella aceptó con placer aquel primer beso, reteniéndolo. Luego Victoria retiró sus labios de los de Manuel y lo besó en la cara, en los ojos, en las orejas. Le desabrochó la camisa, lo abrazó y reclinó su cabeza sobre su pecho. Manuel no se movió, pero su corazón latía tan deprisa y con tanta fuerza que la cabeza de ella, aún sobre su pecho, se movía siguiendo el ritmo de las palpitaciones. Cuando se incorporó para abrazarla sintió sus pechos húmedos; una oleada cálida y fresca llegó hasta su rostro y cerró los ojos mientras sentía cómo unas manos suaves y enamoradas iban desvistiéndolo. Luego, Victoria se levantó para quitarse la ropa y los dos se fundieron en un abrazo, cayendo del diván al suelo, y así continuaron, aceptándose y complaciéndose hasta que se hizo de noche.
Pocos días después, Manuel volvió solo a la casa y a los estantes de las cajas negras. Cogió una y la abrió: estaba llena de cartas. No sabía lo que buscaba, pero parecía guiarle una curiosa certeza: la de que allí, entre tantos papeles, se escondía un secreto que alguien había querido ocultar. Pero no había ningún secreto escondido, sino la correspondencia y los documentos, recibos y certificados, de dos o tres generaciones, que daban cuenta de los avatares y de las transformaciones de su paso por el mundo.
Un certificado médico de una clínica de Barcelona que informaba sobre el agravamiento y el ingreso de un hermano del bisabuelo afectado por la «melancolía». Un testamento de un tío de su padre que le otorgaba un trozo de terreno y cuarenta mil pesetas. La carta del pintor de París en la que comunicaba a la familia la muerte de la tía Leocadia y relataba con todo tipo de detalles la terrible agonía padecida en sus propios brazos. Era una carta dolorosa y patética, que mostraba la tristeza y el desconsuelo del pintor. También había una carta certificada que condenaba al abuelo a cuatro días de cárcel por haberle dado una bofetada a un concejal del Ayuntamiento.
De pronto descubrió unas cuantas cartas atadas con una cinta negra. Deshizo el nudo de la cinta, cogió la primera carta y dejó las otras sobre la mesa. Iba dirigida al abuelo materno y en el sobre, con una letra inclinada, estaba escrita la dirección: Sr. D. Higinio Morales, Alameda de Urquijo, 25, Bilbao. Abrió el sobre, desplegó la carta y empezó a leer.
«La Rochelle, 25 de junio de 1939
»Distinguido señor:
»Sabrá usted, por indicación de la Cruz Roja Internacional, que sus hijas Mercedes y Amanda están bien de salud. Nada les ha faltado y desde que embarcaron con nosotros en Bilbao, en marzo de 1937, nunca corrieron ningún peligro.
»El azar quiso que después del bombardeo que sufrió la ciudad las encontrara en la calle entre una multitud despavorida. Se habían perdido y era tanto el miedo que pasaron que apenas podían hablar. Estuvimos todo el día intentando saber de ustedes, los familiares, pero las niñas no supieron indicarme las señas de su casa y apenas podían pronunciar sus nombres y apellidos. Buscamos alguna institución a la que confiarlas, pero fue imposible dar con alguien que las tomara a su cargo con una cierta seguridad. Tal vez usted recuerde la trágica situación en que se encontraba la ciudad de Bilbao a comienzos de 1937.
»Las niñas estaban tan atemorizadas que no querían separarse de mí ni de mis hijos, que entonces me acompañaban. Mi familia y yo debíamos tomar un barco que a las doce de la noche nos llevaría a Francia sin saber, todavía, a qué puerto arribaríamos. A sus hijas les dije que no podía hacerme cargo de ellas y que no podía llevármelas conmigo, pero el miedo que tenían era tan grande que rompieron a llorar y se cogieron a mis faldas para que no las abandonara. Aguardé hasta el último momento y, cuando el barco iba a zarpar, fue tanta la pena que me dieron que no tuve más remedio que llevármelas conmigo.
»El barco atracó finalmente en el puerto de La Rochelle y allí nos dieron cobijo a todos. A algunos de los refugiados los condujeron a Chartres, pero nosotros permanecimos en La Rochelle, desde donde comuniqué a la Cruz Roja Internacional la situación de las niñas para que averiguaran el paradero de ustedes con el fin de que les fueran devueltas cuanto antes.
»Han pasado casi dos años y medio de nuestra salida de España. Ha sido muy larga la espera del retorno, pero al fin sus hijas vuelven con su familia. Están bien, se las ve sanas y contentas y no han pasado más penalidades que las que nos hacen sufrir los trágicos momentos que nos ha tocado vivir.
»Cuide de sus niñas y mímelas en todo cuanto usted pueda. Tenga mucha paciencia con ellas, puesto que vuelven contra su voluntad. Temen, pobres criaturas inocentes, que volverán a vivir aquellos meses de la guerra española.
»Todos nosotros, mis hijos y yo, a pesar de la alegría de saber que las niñas vuelven con sus padres, quedamos muy tristes por separarnos de ellas, puesto que juntos hemos pasado momentos muy intensos que han hecho más robustos nuestros mutuos afectos. Le ruego que, cuando se reúnan con usted, me escriba dándome noticia de ellas, con la esperanza de que muy pronto podamos volver a vernos en unas circunstancias más favorables para todos.
»Con un atento saludo,
»Esperanza Servadac.
»P.S. Le adjunto unas fotografías de las niñas tomadas hace apenas un mes.»*
Había leído de un tirón la carta de
la señora Servadac y la volvió a leer de nuevo poco a poco, deteniéndose en
cada una de las palabras que había empleado aquella mujer. Pensó en su madre y
se la imaginó siendo una niña, corriendo temerosa en medio de los bombardeos, y
entonces entendió alguna cosa más de su manera de ser: aquella tristeza que, de
pronto, la asolaba algunas veces, el temor constante que sentía por todo, y
otros sentimientos reveladores de tantas cosas.
Guardó la carta dentro de su sobre y cogió una de las que había dejado sobre la mesa. No llevaba destinatario y no había nada escrito en el sobre. Lo abrió y apareció la copia en papel carbón de una carta escrita a máquina.
«Bilbao,
a 20 de septiembre de 1939. Año de la Victoria.
»Apreciada señora Servadac:
»Ante todo le ruego me disculpe por haberme demorado tanto en contestar a su amable carta del mes de junio del año corriente. Mis responsabilidades me han impedido dirigirme a usted con la prontitud que exigía un acontecimiento como el de la venida de mis hijas.
»Las niñas llegaron bien, sanas, salvas y, a pesar de que las primeras semanas estuvieron algo tristes y azoradas, en estos momentos están restablecidas y felices de hallarse otra vez con sus padres.
»No tengo palabras para agradecerle lo que usted y sus hijos han hecho por Mercedes y Amanda. Es tanto lo que a usted le debo que creo nunca podré satisfacer esta deuda. Le ruego tenga la bondad de decirme lo que le debo a usted por la dedicación, el sacrificio y el dispendio que habrán supuesto el cuidado y la manutención de las dos niñas durante el tiempo que estuvieron con ustedes.
»Le ruego que con la mayor brevedad conteste a mi carta sin omitir la cifra que, en pesetas, le adeudo.
»Saludos de Mercedes y de Amanda para usted y sus hijos.
»Firmado,
»Higinio Morales, General de Infantería.»
Cogió otra de las cartas; iba dirigida al abuelo y estaba escrita con la misma letra inclinada de la señora Servadac. Abrió el sobre y empezó a leer.
«La Rochelle, 25 de octubre de 1939
»Estimado señor Higinio Morales:
»Recibí su atenta carta y le agradezco el interés y la generosidad demostrada hacia nosotros. Debo decirle que usted no tiene ninguna deuda conmigo. Lo que hice por sus hijas lo hubiera hecho por cualquier otra persona que se hubiera encontrado en la misma situación.
»Sin embargo, me atrevo a pedirle un favor que sé, si está en su mano hacerlo, no lo dudará. Mi esposo se quedó en España. Sirvió en las tropas republicanas y después de la guerra fue hecho prisionero. Ha estado encerrado en las cárceles de Carabanchel, Barcelona, Santoña, Ceuta, Valencia y en el penal de Ocaña, donde fechó su última carta. No he vuelto a saber nada de él desde hace seis meses. ¿Podría usted darme noticia de su paradero? Posiblemente, por su cargo, podrá averiguar dónde se encuentra y el modo en el que pueda comunicarme con él. Es muy doloroso, usted lo comprenderá, no tener noticia alguna de un familiar durante tanto tiempo. Su nombre es Mauricio Servadac Soler y nació en Oviedo en 1904.
»Con esta carta le adjunto la fotografía que les hice a sus hijas en el tren, en el momento de despedirnos de ellas. Yo guardo una copia de la misma.
»Espero sus noticias y le doy las gracias de antemano por su atención.
»Esperanza Servadac.»
El último sobre que quedaba en la mesa contenía una copia en papel carbón de una carta que, como la otra, estaba escrita a máquina y decía:
«Bilbao,
a 22 de diciembre de 1939. Año de la Victoria
»Muy señora mía, celebro y agradezco el alto concepto que tiene usted de la caridad cristiana. Su generosidad es encomiable y ejemplar. Mis hijas, mi familia y yo mismo le agradeceremos infinitamente lo que hizo por todos nosotros con la idea de que siempre estaremos en deuda con usted.
»Respecto al paradero de su esposo, Mauricio Servadac Soler, no puedo darle ningún tipo de información. La justicia española es, gracias a nuestro Caudillo, ejemplar. Después de tantos años de desorden y barbarie, el Estado Español ha accedido al grado más alto de la razón y del derecho. Su esposo debe pagar por sus faltas, puesto que sería una grave contradicción evitárselo.
»Siento no poder satisfacer su deseo, pero considere que mi posición y mi obligación moral me obligan a velar por que se respete y cumpla la ley que ha exigido tantos esfuerzos restablecer en su total integridad.
»Recemos todos juntos por la salud del cuerpo y la salvación del alma de Mauricio Servadac Soler. Es cuanto está de Dios hacer.
»Saludos para usted y sus hijos de parte de mi esposa y de Mercedes y Amanda, esperando pasen una Navidad feliz y un nuevo año colmado de dicha.
»Suyo affmo., q.e.s.m.
»Higinio Morales, General de Infantería».
Guardó la carta dentro del sobre y ató de nuevo todos los demás con la cinta negra, los puso en la caja, y colocó ésta en la estantería. Permaneció sentado en la silla, apoyó el brazo en la mesa y sujetó su cara con la mano. Reconstruyó los hechos que narraban aquellas cartas y toda la violencia que había tratado de contener estaba a punto de estallar; sin embargo, consiguió aliviar su tristeza con las lágrimas que inundaron su cara. El llanto irrumpió de golpe y se entregó a él por completo. Fijó su mirada en un punto tras el ventanal abierto de la biblioteca; quería mirar a lo lejos, pero la línea de las montañas que rodeaban el valle se cortaba contra el cielo y cerraba el horizonte.
Aquel lugar, que siempre había asociado al reencuentro y a la plenitud, ahora se le hacía extraño y su disgusto parecía cubrirlo todo con el velo de la pesadumbre. Cuando logró tranquilizarse, cogió las fotografías que había encontrado hacía un par de semanas y se quedó con aquellas en las que aparecía el general. De rostro sereno y con una pequeña sonrisa que ensombrecía sus ojos, aparecía vestido de uniforme y con su hija Mercedes sobre la grupa de un caballo; la niña no parecía estar a gusto. Un aire huraño le torcía el gesto mientras el oficial sonreía, mirando directamente a la cámara.
Ni un solo rasgo de su cara podía revelar la verdadera naturaleza de aquel hombre, pensó. Ni la maldad ni la bondad se manifiestan nunca en la cara de la gente. Y lo recordó como siempre había sido con él: afectuoso, complaciente, sin que nunca faltara en sus gestos una especie de satisfacción arrogante. Evocó la postura soberbia y reservada con que siempre procedía, y ahora encontró la razón de aquel comportamiento.
Ocultaba un crimen, pensó. Todos ocultaban un delito y una agresión: contra los hombres, contra la humanidad, contra sí mismos. Y sintió, como un latigazo en el cuerpo, que él mismo tenía su origen en ese crimen. Y debería avergonzarse del crimen, así como de quienes lo habían cometido. Nunca he confiado demasiado en los hombres, pensó; de hecho, se sentía más próximo a las otras especies que a la humana y, por esta razón, se había apartado de los hombres cuanto le había sido posible. Aquel suceso, que ahora se repetía en su pensamiento y en su imaginación, le daba razones para entender la maldad de los hombres.
Pero no podía comprender aquel crimen, ni admitirlo, ni considerarlo con indulgencia. Nunca podría expiarse, ni borrarse; siempre estaría presente. Incluso cuando el remordimiento pareciera mitigarse, de golpe volvería a surgir, con toda su violencia y su pesada carga, dominando la conciencia de los malhechores.
Le dolía saber que su familia estaba comprometida en un delito tan atroz, y comprendía la atmósfera de culpabilidad, de remordimiento y pena que siempre reinó en su casa; ahora también comprendía su propio deseo de escapar de aquel espacio familiar donde nunca dejaba de existir esa implacable contradicción. Pero aún le dolía más el haber encontrado, de este modo, nuevas razones para el menosprecio de los hombres, de la sociedad de los hombres, de los frutos surgidos de sus manos y de sus mentes trastornadas.
Cuando se disponía a guardar la fotografía de su madre con el abuelo, tomó aquella otra en la que estaba con la señora Servadac, y se entretuvo en mirar la cara de aquella mujer. Redonda, con la frente alta y despejada, el pelo negro y peinado hacia atrás, recogido con una cinta. Con unos ojos oscuros y expectantes, de mirada intensa y en apariencia cariñosa; una nariz prominente y carnosa, y una boca grande y bien dibujada. Iba con una blusa a rayas blancas y negras que caían verticales hasta la falda. Un amplio escote mostraba una espalda bien hecha y unos pechos grandes.
Estaba sentada en una butaca y su madre, al lado, apoyaba la mano derecha en el brazo izquierdo del asiento. Las dos miraban a la cámara, la señora Servadac con la cabeza erguida y la niña inclinándola ligeramente hacia la izquierda. Se encontraban delante de un jardín francés y había retazos de nubes en la lejanía. El paisaje estaba iluminado al pastel, con colores pálidos y difuminados. Las dos parecían tener suspendido el aliento, como si les hubiesen hecho la foto en el momento en que inspiraban.
Por más que intentó buscar en sus caras los efectos del drama vivido por cada una de ellas, no lo consiguió. Lo que sí vio, en sus ojos y en el gesto de cada una, fue una aquiescencia y un consentimiento que revelaban un estado de ánimo conforme y ajustado a la conmoción de los acontecimientos que habían sacudido sus vidas. Pensó que las dos aparecían resueltas y decididas a afrontar lo que el azar o el destino les tenía reservado, como si hubiesen asumido la responsabilidad que les exigía la violencia de los sucesos vividos. Si lo hecho por su abuelo le daba motivos para despreciar a la humanidad, lo que hizo aquella mujer le daba confianza en el futuro y garantizaba el cumplimiento de las cualidades de una humanidad generosa, indulgente y desinteresada.
Aquellas cartas le habían mostrado dos maneras contrarias y antagónicas del comportamiento humano. Por una parte, la que no tenía ningún respeto por la autonomía de la conciencia y el libre albedrío de la persona y, en nombre de un poder caprichoso y autoritario, pretendía ejercer una justicia implacable. Por otra, la que manifestaba confianza en los seres humanos y mantenía la creencia en su rectitud y su integridad. Estos atributos que otorgaba a los demás eran atributos y cualidades de la persona que los concedía. La tragedia aparecía cuando los otros hacían gala de atributos opuestos a la rectitud e integridad que se les había adjudicado.
La lectura de las cartas resultó una experiencia paradójica y contradictoria. De pronto, leyéndolas, Manuel advirtió que en la misma humanidad se daban la virtud y el vicio, la perversión y la probidad, la rectitud y la desviación. Reconocía en el gesto de la señora Servadac la disposición que él mismo había tenido hacia los demás y que le había alejado del mundo de los adultos, porque no encontraba en ninguna parte la manera de realizarlos. Pero también creía que le hacía falta imponer sus gustos, sus necesidades y sus obsesiones para fortalecer su propia identidad, según reconocía ahora, en contra de la voluntad, tal vez no tan arbitraria como él creía, de todos lo que compartían su existencia.
«El mal supremo forma parte del bien supremo, pero el bien supremo es creador», recordó de un libro que había leído y pensó que la frase era cierta, ya que el bien que había hecho la señora Servadac le había creado un sentimiento nuevo y un nuevo reconocimiento de la dignidad humana antes inconcebible para él. Era difícil distinguir el bien y el mal cuando parecía que el valor de todas las cosas estuviera trastornado; sin embargo la capacidad transformadora del bien marcaba la diferencia respecto al mal, que se extinguía en sí mismo, a pesar de que hubiera dominado mucho tiempo.
Cerró la casa, cogió la bicicleta y salió de allí aturdido por la misma impaciencia. No sabía adónde ir. Primero pensó en Victoria; en ir a su casa y contárselo todo. Pero una nube de vergüenza se lo impidió. Tendría que explicarle demasiadas cosas y, en aquel momento, lo que necesitaba era precisamente que se las explicaran a él.