El palacio de las blanquísimas mofetas

La muerte está ahí en el patio, jugando con el aro de una bicicleta. En un tiempo esa bicicleta fue mía. En un tiempo eso que ahora no es más que un aro sin llanta fue una bicicleta nueva.

Y yo me paseaba en ella por toda la calle de la loma colorada.

Y yo me despetroncaba en la bicicleta.

Y las rodillas se me llenaban de ñáñaras.

Y yo me tapaba las rodillas para que nadie me las viera. Las tapaba con fango para que la gente creyera que lo que tenía era churro y no ñáñaras. En un tiempo esa bicicleta tenía las dos ruedas y todos los mu­chachos del barrio querían montarla.

Pero a todos les decía yo que no.

Y yo solo me paseaba en ella.

Mamá me llamaba corriendo y dando gritos para que fuera a comer.

Pero yo ni caso le hacía y seguía paseándome en la bicicleta: calle arriba, hacia la loma colorada. Calle de la loma colorada hacia abajo. Y algunas veces me botaba de guapo y me iba hasta la carretera y todo. A la verdad que no me explico cómo es que no me han arrollado en esta bicicleta. Mírenme aquí, paseándome en ella y las máquinas pasándome casi a rente. Muchacho. Muchacho. En un tiempo yo no pensaba en otra cosa que en poder tener una bicicleta.

Y la tuve.

Mi madre no sé cómo se las arregló para ajuntar el dinero y comprarla. Y yo no sé lo que sentí cuando vi la bicicleta. Y me dijeron món­tala. No sé ni siquiera lo que sentí. Me paseo en ella por sobre el techo de la casa. Y algunas veces más arriba del techo. En un tiempo ese pe­dazo de goma con dos o tres rayos era una bicicleta. Y yo cruzaba por el borde del puente de madera vieja que hacía chirr, chirr cada vez que alguien pasaba por él. Y yo cruzaba por sobre el puente y casi tocaba el vacío. Y nunca me caía. Y nunca... Y hubo veces en que me paseaba por el parque Calixto García. Por el centro del parque sin poner los pies en los pedales ni nada. Voy por el centro del parque sacándole la lengua a Calixto García y con los pies en los manubrios. Miren, miren. Eso sólo yo lo sé hacer. Miren, miren. En un tiempo. En un tiempo... La muerte está ahí en el patio jugando con el aro mojoso de mi bicicleta. Digo, de lo que era mi bicicleta. Está ahí afuera día y noche sin salir del patio y sin descansar ni un momento. Coge el aro, lo echa a rodar y con un palo lo va impulsando. Y el día y la noche y lo que no es ni el día ni la noche lo pasa la muerte con el palo y el aro: dándole vueltas al pa­tio. Dándole vueltas al patio. La primera que la vio fue mi abuela. No sé cuándo. Salió una noche para ir al baño, pues ella es de las que se pasan la noche con pujidos. Salió. Dio un grito. Entró y se tiró de rodi­llas delante del fogón. Yo, que por entonces me había dado por cazar murciélagos con un mosquitero, oí el grito desde la cumbrera, pues por allá andaba encaramado persiguiendo a un murciélago para enseñarle a fumar. Oí el grito y sin saber por qué era supe por qué era. Porque tenía que ser lo que era para que mi abuela gritara de esa forma. Porque a esas alturas qué cosa podía importarle a ella fuera de la muerte. Enton­ces todos dejaron el sueño o lo que estaban haciendo y vinieron hasta el fogón para ver qué le pasaba a mi abuela. Y ella dijo: ahí, ahí. Y apun­tó para el patio. El segundo que la vio fue mi abuelo. Se asomó a la puerta del patio. Sacó su cabeza pelada como la de un aura y la volvió a meter sin decir ni media palabra. Después se fue para la sala y puso el radio. Pero el radio no habló porque era de madrugada y no había esta­ciones andando. Mi madre, Adolfina y Digna se asomaron al mismo tiem­po. Y enseguida que la vieron empezaron a bailar. A bailar. A bailar. Y todavía están bailando... Muchacho, muchacho: te vas a desbocar en esa bicicleta... Mis primos, Tico y Anisia, también la vieron. Y la llama­ron. Pero ella parece que no les hizo caso pues siguió con el aro de la bicicleta: ronda que ronda, ronda que ronda, por todo el patio. Yo, des­de el techo de la casa, la miraba y la miraba. Y olvidándome de los mur­ciélagos cogí el mosquitero y se lo tiré a la muerte.

El mosquitero le cayó encima y se le enredó entre los brazos y la cabeza. Y por un momento el aro de la bicicleta salió rodando sin que ella lo pudiera controlar con el palo. El aro vino rodando casi hasta la misma puerta de la cocina mientras ella forcejeaba con el mosquitero. Hasta que al fin pudo desembrollarse. Entonces, muy despacio, caminó echando mil chispas hasta la puerta. Y cogió el aro. Y siguió dándole vueltas y más vueltas. Muchacho, muchacho... El viejo está sentado en el balance y la vieja se ha tirado de rodillas en la sala. El viejo la mira y la vieja reza. Tico y Anisia se sueltan y empiezan a hacer adivinanzas: dime en qué estoy pensando ahora, dime qué cosa pienso. El viejo no habla porque no le da la real gana. Por qué no habla el viejo. Por qué no habla abuelo. Dime en qué cosa pienso. En una jicotea con ocho pa­tas. Acertaste algo, pero no todo: con ocho patas y un diente de oro.

Acertaste algo, pero no todo.

Con ocho patas, un diente de oro y un narigón en el rabo. El viejo se ha quedado dormido. La vieja se aburre de rezar y se acuesta. No acertaste, no acertaste: pensaba en una jicotea con ocho patas, un diente de oro, un narigón en el rabo y una estaca clavada en mitad del carapacho. Qué barbaridad, es que tú piensas cada cosa. A ver, ahora te toca adivinar a ti, Adolfina entra en el baño y tranca la puerta. En el baño está la botella de alcohol. Adolfina, que no se olvida de nada, lleva los fósforos bajo las tetas. Yo ya no sé qué hacer con mi vida. Yo sí que ya no sé qué hacer con mi vida. Querido hijo, son mis deseos al recibo de esta carta te encuentres bien. Adolfina se quita la ropa y se mete en la bañadera. Adolfina se mira en el espejo y grita. Y no grita. Y grita. Qué se puede esperar de una familia de isleños. Qué se puede esperar de quien vive entre las bestias. Nada, nada se puede esperar. Todo, todo se puede esperar. Adolfina empieza a bailar desnuda en la bañadera. Qué ves. Qué ves. Veo a una araña ahogándose dentro de una bañadera seca. No seas bobo, dime la verdad, ¿qué ves? Veo a una bru­ja jugando con una araña dentro de la bañadera. Guanajo, siempre me estás diciendo mentiras. Salgo hoy más temprano que nunca para el jial. Misael desnudo debajo de una mata de jía, me espera.

Misael desnudo.

Misael desnudo.

Misael desnudo.

Dios mío. Hijo de la Gran Puta. Dios mío. Dios. No creo en ti, pero me burlo de ti. Si existes, por qué no te acercas. Acércate, cabrón, para partirte la cara de una sola trompada. Salgo temprano en la bicicleta y lo primero que me pasa es que se me enreda un pie en la cadena y me destarro contra un fanguero. Acércate, para caerte a palos, Dios. Como es tanta el hambre, ya empezamos a comernos unos a los otros. La muer­te sigue con el aro y a mí me parece que algunas veces lo deja rodar demasiado cerca de la puerta donde estamos nosotros, imaginándola. Y mientras tanto yo intento irme de la casa, pues ya no aguanto más vivir con estas mujeres y un viejo mudo por su real gana. Y mientras tanto, la muerte sigue con el aro. Da vueltas y más vueltas. Y mientras tanto, mi madre arregla los papeles después de mil años dando viajes a uno y a otro consulado y al fin puede irse para Nueva York. A trabajar como una burra.

A morirme de frío y soledad.

A limpiarle el culo a muchachos llorones.

A vivir como las bestias.

A ganar dinero.

A criar muchachos que no son míos para que el mío no se muera de hambre.

A.

A.

A.

La luna es terrible. Se cuela por la ventana y me cae a trompadas. A mí no me puede dar la luna porque me vuelvo loco. Mi madre sabe que yo me vuelvo loco cuando me da la luna. Pero no se atreve a cerrar la ventana porque si la cierra ve a la muerte, jugando con el aro en mitad del patio. La ve, la ve. Ahora nadie se atreve a salir de la casa. Ni siquiera a mirar por una ventana. Nos morimos de miedo aquí dentro, encerrados, sin atrevernos a mirar para afuera por miedo a ver a la muerte. Yo, que ya no puedo aguantar más esa luna enorme me paro en la cama y trato de correr las persianas. Siento, a la verdad, un miedo terrible, y aunque me digo no voy a abrir los ojos, no voy a abrir los ojos, los abro.

Y la veo a ella, brillando bajo la luna, detrás de la ventana. La muer­te, muerta de risa, me hace murumacas detrás de las persianas. Yo corro y me emburujo a más no poder con todas las sábanas. Pero es por gusto: sigo viendo a la muerte muerta de risa haciéndome murumacas y más mu­rumacas. La luna sigue colándose por entre las persianas. Tarde o tem­prano tendré que empezar a dar maullidos. Tarde o temprano tendré que salir a la calle dando gritos. Tarde o temprano tendré que degollarme. Qué se puede esperar, qué se puede esperar de quien vive entre las bes­tias. Todo, dijeron. Nada, dijeron. Estoy frente a la casa con los dos mu­chachos en brazos y el jolongo de ropa en la cabeza y quisiera que la tierra me tragara.

Estoy dejada.

Y ya más nunca volveré a disfrutar en la cama con un hombre.

Y ya más nunca.

Tierra: ábrete y trágame.