El mar Negro. La cuna de la civilización y la barbarie

Introducción

 

Admito que puedo ser completamente feliz leyendo [...] e igualmente feliz con la arena deslizándose entre mis dedos y todo mi ser descansando, mientras el viento me acaricia las mejillas con sus manos frías y húmedas. Parece complacerle que no haya otra alma en la playa, de aquí al horizonte donde los montes azulados semejan un grupo de osos bebiendo agua.

                Durante todo el día se oye el murmullo de los secos arbustos de los acantilados. Dulce sonido, infinitamente viejo, que se oye en esta orilla siglo tras siglo y nos transmite amor a la sabiduría y a la sencillez.

Konstantin Paustovsky, El tiempo de las grandes esperanzas

 

                En aquellos tiempos [homéricos], el mar no era navegable y se denominaba «Axenos» [inhóspito] a causa de las tormentas que se desataban en invierno y la ferocidad de las tribus que vivían en el litoral, sobre todo los escitas, que sacrificaban a los extranjeros [...] Pero después, cuando los jonios fundaron ciudades en las costas, se denominó «Euxinos» [bueno con los extranjeros, hospitalario].

Estrabón, Geografía

 

 

 

                Un día de comienzos de 1680, un joven italiano llamado Luigi Ferdinando Marsigli se encontraba en una barca anclada en mitad del estrecho del Bósforo, a la altura de Estambul, y bajó una pesada cuerda por la borda.

                Todos los marinos sabían desde siempre que había una corriente procedente del mar Negro que discurría hacia el oeste por el Bósforo, el mar de Mármara y los Dardanelos, hasta llegar al Mediterráneo. En el siglo III a.C., Apolonio de Rodas había contado que Jasón y los argonautas habían navegado hacia el este, avanzando contra la corriente a golpe de remo, hasta que alcanzaron el mar Negro cruzando el estrecho del Bósforo, «paso tortuoso, de un lado y otro cerrado por ásperos escollos, y la torbellinosa corriente batía por encima la nave...». Esta misma corriente arrastraba la barca de Marsigli hacia el lejano Mediterráneo, tensando el cabo del ancla.

                Marsigli había atado a la cuerda, a intervalos regulares, unos corchos pintados de blanco. Al principio, mientras soltaba cuerda, vio que los corchos se alejaban despacio hacia el oeste, arrastrados por la corriente que llegaba del mar Negro. Pero luego, mientras observaba con atención inclinado sobre la borda, vio algo que ya esperaba.

                Los corchos más profundos, que titilaban por debajo de la superficie, empezaban a moverse en dirección contraria. Se fueron desplazando poco a poco hasta que quedaron debajo de la popa de la barca y la cuerda trazó una figura ondulada, doblándose hacia el oeste por la parte más cercana a la superficie y hacia el este en aguas más profundas. Entonces lo supo. Había dos corrientes y no una en el estrecho del Bósforo. Había una superior y otra inferior, en sentido contrario, que fluía desde el Mediterráneo hacia el mar Negro.

                Marsigli tenía sólo veintiún años. Y vivió una larga y provechosa vida de aventuras provechosas. Capturado por los tártaros en los alrededores de Viena, fue oficial en los ejércitos danubianos de los Habsburgo y más tarde fundó en Cassis, en el sur de Francia, el primer centro europeo de oceanografía. Por su método y consecuencias, fue un hito en la historia de la recién creada ciencia del mar. Fue también el primer paso que se dio para estudiar el mar Negro en cuanto tal: no como un óvalo de costas habitadas por pueblos desconocidos, sino como una masa de agua.

                Casi todos los descubrimientos contienen algún elemento regalado. La contracorriente (el corrente sottano de Marsigli) la conocían ya todos los que trabajaban para vivir en el Bósforo, como Marsigli admitió elegantemente. En el primer informe que escribió sobre su hazaña dijo que «a estimular mis especulaciones habían contribuido no sólo ideas concebidas en mi pensamiento, sino también lo que contaban muchos pescadores turcos y, por encima de todo, los apremios del Signor Cavalier Finch [Sir John Finch], embajador en la Sublime Puerta de Su Majestad el Rey de Inglaterra, hombre muy adelantado en el estudio de la naturaleza y a quien reveló la posibilidad el capitán de uno de sus barcos, que no había podido llegar a ninguna conclusión mediante experimentos, tal vez por falta de tiempo...».

                El verdadero mérito de Marsigli radica en el método que adoptó para continuar y corroborar el resultado del primer experimento. Después de echar la sonda, tomó muestras de agua de distintas profundidades y pudo demostrar que el agua de la contracorriente era más densa y más salina que la corriente superior que llegaba del mar Negro. Construyó un aparato para explicarlo: una cisterna partida verticalmente en dos mitades, una con agua de mar teñida y con mucha concentración salina y la otra con agua menos salina. Abría una ventanilla del tabique de partición y dejaba que las dos aguas se mezclaran, hasta que el agua teñida se depositaba en el fondo de la cisterna. Aunque sin entender del todo las consecuencias de lo que había hecho, Marsigli había descubierto también uno de los fenómenos básicos de la oceanografía: que las corrientes no dependen de la ley de la gravedad, como el curso de los ríos, sino de otras fuerzas como los principios de la mecánica de fluidos, en el presente caso, un gradiente barométrico. El avance del agua mediterránea, más pesada, hacia el mar Negro impulsaba en sentido contrario el agua más ligera.

                Después de Marsigli, otros científicos, casi todos rusos, se pusieron a investigar la extraña y tozuda naturaleza del mar Negro. Marsigli había revelado que su agua era menos salina y menos densa que la del Mediterráneo y había resuelto un misterio: por qué no descendía su nivel a pesar de que fluía y se iba por el Bósforo. Pero serían otros, muy posteriores a él, quienes descubrirían el factor básico que convierte en único el mar Negro: que está casi totalmente muerto.

 

 

En los atlas, el mar Negro aparece como un lago en forma de riñón, conectado con los mares exteriores por los angostos canales del Bósforo y los Dardanelos. Y sin embargo es un mar, no un lago de agua dulce: una masa de agua salada de unos 1000 km de anchura por unos 500 de norte a sur, salvo en la parte central, donde la saliente península de Crimea reduce la distancia entre ésta y la costa turca a 250 km. Es un mar profundo, ya que en algunos puntos rebasa los 2.200 metros. No obstante, hay una ancha cornisa de escasa profundidad en el tramo costero noroccidental que se extiende entre la desembocadura del Danubio y la cara oeste de Crimea. Esta cornisa, de menos de cien metros de profundidad, ha sido terreno de cultivo de muchas especies de peces.

                Cuando se recorre el litoral de izquierda a derecha, comenzando por el Bósforo, se ve que la costa de Bulgaria y Rumanía es baja, lo mismo que casi toda la de Ucrania. A partir de aquí empiezan los acantilados de las montañas de Crimea. Las costas oriental y meridional (Abjasia, Georgia y Turquía) son básicamente montañosas, unas veces orladas por una estrecha llanura litoral y otras —como en la Turquía nororiental— con gargantas y montes poblados de bosque que se precipitan en las aguas.

                Pero son los ríos lo que domina en el mar Negro. Sólo tres ríos importantes —el Ródano, el Nilo y el Po— desaguan en el Mediterráneo, que es muchísimo más grande. En cambio, en el mar Negro desaguan cinco: el Kubán, el Don, el Dniéper, el Dniéster y, por encima de todos, el Danubio, cuya cuenca cruza casi toda Europa y llega casi a las fronteras de Francia. El Danubio, por fijarnos sólo en él, descarga en el mar Negro 203 kilómetros cúbicos de agua dulce al año, y esto es más que toda la masa de agua fluvial que desemboca en el mar del Norte.

                Son estos ríos, origen de tantísima vida, los que durante milenios han destruido la vida en las profundidades del mar Negro. Su afluencia de materia orgánica es excesiva para las bacterias marinas que deberían descomponerla. Se alimentan oxidando los nutrientes, sirviéndose del oxígeno disuelto del agua del mar. Pero cuando la aportación orgánica es tan grande que el oxígeno disuelto se agota, las bacterias ponen en marcha otro proceso bioquímico: sacan el oxígeno de los iones de sulfatos que componen el agua marina, fabricando durante la operación un gas residual, el ácido sulfhídrico o H2S.

                Se trata de una de las sustancias más mortíferas que hay en el mundo natural. Una bocanada de este gas basta por lo general para matar a una persona. Los que trabajan con el petróleo lo conocen y lo temen; están atentos a su hedor a huevos podridos y a la primera señal salen corriendo. Tienen sus razones para obrar así. El ácido sulfhídrico destruye casi al instante el sentido del olfato, de modo que después de detectarlo es imposible saber si sigue allí.

                El mar Negro es el mayor depósito planetario de ácido sulfhídrico. No hay vida por debajo de una línea oscilante que se sitúa a 150 o 200 metros de la superficie. El agua es allí anóxica, carece de oxígeno disuelto, y está impregnada de H2S; como buena parte del mar Negro tiene mucha profundidad, esto quiere decir que el noventa por ciento de su volumen es estéril. No es el único lugar donde se viene acumulando H2S. Hay zonas anóxicas en el fondo del mar Báltico y de algunos fiordos noruegos, donde el agua circula poco. Delante de las costas del Perú sale a borbotones a la superficie de vez en cuando, con la catástrofe periódica denominada «el Niño», y acaba con todo el ecosistema, destruye las pesquerías y vuelve negra la pintura de la quilla de los barcos (el efecto «Pintor de El Callao»). Pero el mar Negro es la masa de agua muerta más grande del mundo.

                Sin embargo, hasta hace cien años, a los seres humanos les parecía un lugar de abundancia casi monstruosa. Las tinieblas emponzoñadas estaban demasiado abajo y nadie las conocía. Por encima de la línea de las cien brazas, la «haloclinal» u «oxiclinal» que señala el límite superior de la anoxia, el mar bullía de vida. El salmón y los grandes esturiones —la beluga puede alcanzar la longitud y el peso de una ballena pequeña— atestaban los grandes ríos para desovar (había tanto caviar que en la Bizancio del siglo XIV era la comida de los pobres).* *. Junto a la costa y en la cornisa noroccidental proliferaban el rodaballo, el espadín, el gobio, la raya, el mújol y la pescadilla, y casi todos se alimentaban en las praderas del fondo, alfombradas de zoosteras, unas plantas marinas.

                Al otro lado de la península de Crimea, en el rincón nororiental del mar Negro, está el mar de Azov, que parece una versión en miniatura del Negro, con un estrecho propio —el de Kerch— que le conecta con el mar mayor. Esta zona, poco profunda, cerrada y pequeña (entre el estrecho de Kerch y la desembocadura del Don hay sólo doscientos kilómetros), fue antaño el criadero de más de un centenar de variedades de peces. Con cada crecida, el Don anegaba kilómetros y kilómetros de superficie cubierta de juncos y barro salado, y permitía el desove de grandes peces fluviales que se podían pescar a espuertas. Millones de peces marinos que migraban a las zonas de desove cruzaban el Bósforo y el estrecho de Kerch. Para pescarlos bastaba con sacar una red de mano por la ventana, y Estrabón decía que en el Cuerno de Oro, el brazo del Bósforo que discurre al pie de las murallas de Estambul, se podía pescar el bonito con las manos.

                En alta mar, entre los bancos de delfines y marsopas, dos especies efectuaban una lenta migración giratoria por todo el mar Negro, y con un movimiento tan puntual como una línea de navegación. Una era el bonito (palamud), un miembro de la familia de la caballa tan importante en la alimentación y el comercio que su imagen aparece en algunas monedas bizantinas. El otro era el hamsi o anchoa del mar Negro.

                Hasta nuestros días, los menguantes restos de las hordas de anchoas han ido aovando ante las costas de Odessa durante julio y casi todo agosto, y entre fines de agosto y comienzos de septiembre comienzan su periplo alrededor del mar, de derecha a izquierda. A razón de unos veinte kilómetros diarios, en grupos cuya biomasa incluso llega a pesar actualmente veinte mil toneladas por grupo, pasaban ante el delta del Danubio, bordeaban las costas de Rumanía y Bulgaria, y viraban hacia el este por la costa de la Turquía anatolia. A comienzos de noviembre, los bancos están en un punto intermedio entre Estambul y Sinope, que se encuentra a cientos de kilómetros al este. Los peces han engordado y viajan más despacio en grupos más compactos conforme penetran en las principales zonas pesqueras de Trabzon (Trebisonda). Por último, en Año Nuevo, las anchoas llegan al rincón suroriental del mar Negro, aproximadamente a la altura de Batumi, y se separan: unas se van hacia el norte, por las costas de Georgia y Abjasia, y regresan al punto de partida; otras vuelven a Sinope y desde allí cruzan el mar por el centro hasta que llegan a la bahía de Odessa. Una estimación de la biomasa del hamsi, hecha antes de que la sobrepesca genocida condenara a la especie en los años ochenta, calculó que en el periplo anual participaba alrededor de un millón de toneladas de anchoas.

                La pesca introdujo al mar Negro en la historia. Hubo también otros factores, naturalmente, otras fuentes prodigiosas de alimentación y riqueza. Las llanuras meridionales de Rusia, por ejemplo, la llamada estepa póntica, formaba una pradera uniforme de unos 1200 kilómetros entre el Volga y las estribaciones de los Cárpatos, una franja de campo despejado de unos trescientos kilómetros de anchura entre la costa y las tierras boscosas del norte. Los pastizales de la estepa póntica podían alimentar a los caballos y al ganado de todo un pueblo nómada; después se cultivaron sus tramos más aprovechables y allí creció el mejor trigo que había en el mundo antes de la explotación agrícola de América del Norte. En las montañas del Cáucaso, cuyas cumbres nevadas se veían desde alta mar, había madera y oro. Por los deltas de los ríos pasaban bandadas migratorias de numerosas aves comestibles que oscurecían el cielo. Pero entre toda esta abundancia de vida natural aparentemente inagotable, el pescado era lo más valioso.

                El viaje del Argo es una leyenda de la Edad del Bronce. Cuando Jasón cruzó el mar Negro y, ya en la Cólquide (parte de la actual Georgia), remontó el río Fasis y amarró la nave a los árboles que sobresalían de la orilla, iba en busca de un tesoro mágico, el vellocino de oro. Pero el oro es para los héroes. Por todo el litoral del mar Negro las dragas sacan del fondo marino grandes piedras agujereadas: son las anclas de los barcos micénicos. Éstas transportaban a los auténticos exploradores de la Edad del Bronce. Llevaban consigo lujosos artículos del Egeo como alfarería decorada y espadas, pero lo que buscaban era comida para volver con ella, y parece que lo que se llevaban era sobre todo pescado: secado al sol o curado con sal de los estuarios del Dniéper y el Danubio. Cuando desaparecieron los reinos micénicos y en su lugar se formaron pequeñas y hambrientas ciudades-estado en los cabos, lenguas de tierra y penínsulas de Grecia y Jonia, los barcos volvieron al mar Negro con el mismo cometido y con una necesidad uniformemente creciente conforme las ciudades-estado se superpoblaban y las tierras del interior se agotaban por exceso de cultivos. En el siglo VII a.C., los griegos de Jonia fundaron colonias costeras por todo el litoral del mar Negro y formaron comunidades cuya principal actitividad era la curación, el embalaje y la exportación de pescado.

                La satisfacción de esta necesidad, y bien sencilla que era, condujo inesperadamente a uno de los momentos moldeadores de la historia humana. Su importancia no radicó en el encuentro de personas civilizadas con nómadas dedicados al pastoreo. Esto había ocurrido ya y volvería a ocurrir. Fue importante porque las personas civilizadas meditaron sobre el encuentro y, basándose en él —el primer encuentro «colonial» de la historia europea—, construyeron una serie de discursos críticos que todavía duran.

                Un discurso afecta a los conceptos de «civilización» y «barbarie». Otro, a la identidad cultural y al punto donde deberían señalarse los límites y las diferencias. El último es una autocrítica profunda que imagina que el perfeccionamiento técnico y social supone no sólo beneficios sino también pérdidas, que la conducta consciente y racional se aparta de lo que se considera «natural» y espontáneo.

                Estos tres temas, suscitados por el encuentro cultural del mar Negro, se debatieron en el mundo clásico. Se perdieron tras la disolución del imperio romano de occidente, en el siglo VI o VII d.C. Pero en la época moderna volvieron a la conciencia europea con creciente urgencia, estimulados por los encuentros culturales con América, África y Asia y, más tarde todavía, por la evolución de la ideología nacionalista. En el mar Negro, sin embargo, estos asuntos, más que debatirse, se vivieron. Alrededor de las redes de secar pescado y de las casas de ahumar aparecieron modelos típicos de mezcolanza étnica y social que no han desaparecido del todo.

 

 

                Al comienzo de su famoso libro sobre los iranios y los griegos en Rusia meridional, el erudito ruso Mikhail Rostovtzeff dice: «Mi punto de partida es la unidad regional de la zona que llamamos Rusia meridional, el cruce de influencias que se produjo en ese vasto territorio: influencias orientales y meridionales que llegaban por el Cáucaso y el mar Negro, influencias griegas que se extendían por las rutas marítimas e influencias occidentales que llegaban por el Danubio; y la formación posterior, de tarde en tarde, de civilizaciones mixtas muy curiosas e interesantísimas».

                Estas curiosas e interesantísimas comunidades, sin embargo, no aparecieron sólo en los bordes septentrionales del mar Negro ni sólo en la época clásica. La ciudad de Bizancio (que más tarde fue Constantinopla y hoy es Estambul) fue un caso de sociedad así durante toda la Edad Media y se mantuvo hasta la caída del imperio otomano, ya en el siglo XX. Lo mismo cabe decir del gran imperio comneno de Trebisonda (en la costa meridional del mar) durante la época medieval, y de Constanza (junto al delta del Danubio) durante el siglo XIX, y de la ciudad de Odessa (en la costa ucraniana), que se fundó 1794. Y fue también el caso, a menor escala, de poblaciones como Sujum, Poti y Batumi (en la costa de la antigua Cólquide), que empezaron siendo colonias griegas y que hasta el final de la época soviética fueron lugares donde convivían multitud de idiomas, religiones, oficios y linajes.

                Eran «curiosas» porque en estas comunidades el poder no estaba concentrado. Por el contrario, estaba diluido, como el oxígeno en las cálidas capas superiores del mar, en multitud de comunidades. El título de gobernador supremo podía tenerlo un hombre o una mujer entre cuyos antepasados había nómadas esteparios dedicados al pastoreo, turcos, iranios o mongoles. El gobierno local y la legislación económica podían estar en manos de mercaderes griegos, judíos, italianos o armenios. El ejército, por lo general mercenario, podía ser escita o sármata, caucasiano o godo, vikingo o anglosajón, francés o alemán. Los artesanos, a menudo lugareños que habían adoptado el idioma y las costumbres griegos, tenían sus propios derechos. Sólo los esclavos —pues la mayoría de estos lugares tuvieron esclavos y traficaron con ellos durante casi toda su historia— no tenían poder.

                Sudak, en la costa de Crimea, fue colonia griega, luego bizantina y finalmente genovesa. Hoy sólo queda un recinto de murallas y torres medievales italianas encaramado en el acantilado que hay al oeste del cabo Meganom. Allí me enseñaron una tumba, abierta entre cimientos bizantinos, que había contenido el cuerpo de un noble jázaro.

                Los jázaros eran pastores nómadas que hablaban turco, llegaron de Asia central durante los siglos VIII y IX d.C. y formaron un «imperio» junto a las costas del mar Negro, comprendida la península de Crimea. San Cirilo los instó a convertirse al cristianismo, pero los jázaros optaron por adoptar una forma de judaísmo. Y así ocurrió que este noble en particular, cuyo linaje se perdía en el Asia del chamanismo, quiso que lo enterraran según el ritual judío en una ciudad gobernada por cristianos griegos. Y había un detalle añadido, ni judío ni cristiano. Las exequias se remataron con un sacrificio humano y la víctima —desnucada de un hachazo— se arrojó a la fosa para que yaciera junto al jázaro.

 

 

                Los pueblos que viven mezclados con otros durante cien o mil años no siempre se quieren; la verdad es que tal vez se hayan odiado siempre. Para los individuos, «los otros» no son extranjeros, sino vecinos y a menudo amigos. Pero la impresión que me produce la vida del mar Negro es triste, y es que la desconfianza latente entre las culturas no muere nunca.

                La necesidad y a veces el miedo unen a estas comunidades. Pero dentro de esa unidad sigue habiendo un montón de grupos dispares, y no es un modelo aprovechable para la «sociedad multirracial» de nuestros sueños y esperanzas. Es verdad que cuando ha llegado el salvajismo colectivo a las comunidades del mar Negro—pogromos, «limpiezas étnicas» en nombre de unidades nacionales fantásticas, genocidio—, casi siempre ha llegado de otros lugares, como una importación del interior. Pero cuando llega, la aparente solidaridad de siglos se disuelve en cuestión de días o de horas. El veneno que surge de las profundades se concentra en un único aliento.

                Estas tierras son de todos sus habitantes y de ninguno. Como la morrena que forma el glaciar, la costa del mar Negro es un lecho donde se han ido depositando los sedimentos de las migraciones e invasiones humanas durante más de cuatro mil años. La costa misma, erosionada y serena, habla de la paciencia de piedras, arenas y agua que tanta inquietud humana han soportado y que al final le sobrevivirán. Habla con una voz que han oído muchos literatos —Pushkin y Mickiewicz, Lérmontov y Tolstói, Anna Ajmátova y Osip Mandelstam, por citar algunos— que supieron escuchar los sonidos apagados y los largos silencios del mar Negro y sentir el paso del tiempo geológico. Durante unos instantes salieron de los confines de su vida, peligrosa de por sí, y, con palabras de Konstantin Paustovsky, conocieron «el amor a la sabiduría y la sencillez».

               

 

                Este libro sobre el mar Negro comienza por Crimea. Hay buenas razones para ello y algunas son personales. La península de Crimea ha sido una especie de teatro, un proscenio, para los acontecimientos importantes de toda la región del mar Negro y sus habitantes. Los griegos la convirtieron en el centro de su imperio comercial y lo mismo hicieron los italianos mil años después; allí se libró la guerra de Crimea, en el siglo XIX, y Crimea fue el escenario de algunas de las peores atrocidades de Hitler y Stalin en el XX. La conferencia de Yalta, celebrada en 1945 en la punta meridional de la península, fue el nombre en clave de la división de Europa durante la Guerra Fría.

                Pero he comenzado también por Crimea porque, por pura casualidad, vi allí el mar Negro por primera vez. Y finalmente, porque lo primero que haría cualquier niño a quien se le enseñara un mapa del mar Negro sería poner el dedo en ese pendiente, ese gracioso colgante pardo que cae tan bruscamente en el óvalo azul y perfecto.

                El libro sigue muchas direcciones tras abandonar Crimea. No es un libro de viajes y yo no soy ningún trotamundos. Turquía, Bulgaria y Rumanía reciben menos atención de la que merecen. Pero el itinerario intelectual que seguía me alejó de esos países del borde de Europa y me llevaron en dirección opuesta, hacia el norte y el este. La investigación sobre la «barbarie» me llevó de Crimea a Olbia, cerca de la desembocadura del Dniéper, y de aquí, saltando otra vez sobre Crimea, a las ruinas de Tanais y Tana, en el delta del Don. No tardó el itinerario en acercarse a los misterios del nacionalismo y la identidad, con todos sus descarados juegos de sombras y espejos y su tremenda fuerza creativa.

                Pero el itinerario se dividió. Un ramal me condujo hasta los pueblos cosacos del sur de Rusia y Ucrania, hasta Odessa y Polonia, mientras que el otro me llevó al noreste de Turquía, donde vivieron antaño los griegos pónticos y donde el diminuto pueblo de los lazes sigue viviendo. Un viaje que afectué a Kerch, para explorar el «reino del Bósforo» de los tiempos clásicos, se bifurcó igualmente en dos líneas de investigación: sobre los históricos sármatas, que dominaron esta región durante unos cuantos siglos antes del nacimiento de Cristo, y sobre los sármatas fabulosos que surgieron de la imaginación nacionalista polaca y fueron nombrados antepasados de Polonia. El último país del mar Negro no es, sin embargo, imaginario; llegué al final de mi trayecto al pisar la diminuta Abjasia, que se separó de Georgia en 1992, y allí procuré cotejar la realidad o irrealidad de la independencia abjasia con todo lo que había aprendido hasta el momento durante el viaje.

                El prólogo y el epílogo de este viaje están en el Bósforo. En medio se encuentra el mar Negro, que no sólo es el tema sino también el principal personaje de este libro. El mar Negro tiene una personalidad que no cabe en adjetivos como «impredecible» u «hospitalario» y que, dado que no está hecho de rasgos ni epítetos, sino de la interrelación de las circunstancias, no se puede describir con detalle de ningún modo. Estas circunstancias, que suman en total una identidad, son los peces y el agua, los vientos y la hierba, los montes y los bosques, aves migratorias y seres humanos. No es sólo un lugar, sino también un cuadro de relaciones que no podrían haber sido las mismas en otro sitio, y por este motivo la historia de lo acontecido en el mar Negro es ante todo la historia del mar Negro.

 



* Según el profesor Peter Schreiner de Colonia, experto en alimentación bizantina, un campesino que cobrase un salario medio necesitaba trabajar sólo quince días para poder comprar un barril de 45 kg de caviar. El profesor Schreiner señala que un agricultor alemán de nuestros días tendría que ahorrar todos sus ingresos durante dieciocho meses para comprar la misma cantidad de caviar. (N. del A.)