Introducción
Admito
que puedo ser completamente feliz leyendo [...] e igualmente feliz con la arena
deslizándose entre mis dedos y todo mi ser descansando, mientras el viento me
acaricia las mejillas con sus manos frías y húmedas. Parece complacerle que no
haya otra alma en la playa, de aquí al horizonte donde los montes azulados
semejan un grupo de osos bebiendo agua.
Durante todo el día se oye el
murmullo de los secos arbustos de los acantilados. Dulce sonido, infinitamente
viejo, que se oye en esta orilla siglo tras siglo y nos transmite amor a la
sabiduría y a la sencillez.
Konstantin Paustovsky, El tiempo de las grandes esperanzas
En aquellos tiempos [homéricos],
el mar no era navegable y se denominaba «Axenos» [inhóspito] a causa de las
tormentas que se desataban en invierno y la ferocidad de las tribus que vivían
en el litoral, sobre todo los escitas, que sacrificaban a los extranjeros [...]
Pero después, cuando los jonios fundaron ciudades en las costas, se denominó
«Euxinos» [bueno con los extranjeros, hospitalario].
Estrabón, Geografía
Un
día de comienzos de 1680, un joven italiano llamado Luigi Ferdinando Marsigli
se encontraba en una barca anclada en mitad del estrecho del Bósforo, a la
altura de Estambul, y bajó una pesada cuerda por la borda.
Todos
los marinos sabían desde siempre que había una corriente procedente del mar
Negro que discurría hacia el oeste por el Bósforo, el mar de Mármara y los
Dardanelos, hasta llegar al Mediterráneo. En el siglo III a.C., Apolonio de
Rodas había contado que Jasón y los argonautas habían navegado hacia el este,
avanzando contra la corriente a golpe de remo, hasta que alcanzaron el mar
Negro cruzando el estrecho del Bósforo, «paso tortuoso, de un lado y otro
cerrado por ásperos escollos, y la torbellinosa corriente batía por encima la
nave...». Esta misma corriente arrastraba la barca de Marsigli hacia el lejano
Mediterráneo, tensando el cabo del ancla.
Marsigli
había atado a la cuerda, a intervalos regulares, unos corchos pintados de
blanco. Al principio, mientras soltaba cuerda, vio que los corchos se alejaban
despacio hacia el oeste, arrastrados por la corriente que llegaba del mar
Negro. Pero luego, mientras observaba con atención inclinado sobre la borda,
vio algo que ya esperaba.
Los
corchos más profundos, que titilaban por debajo de la superficie, empezaban a
moverse en dirección contraria. Se fueron desplazando poco a poco hasta que
quedaron debajo de la popa de la barca y la cuerda trazó una figura ondulada,
doblándose hacia el oeste por la parte más cercana a la superficie y hacia el
este en aguas más profundas. Entonces lo supo. Había dos corrientes y no una en
el estrecho del Bósforo. Había una superior y otra inferior, en sentido
contrario, que fluía desde el Mediterráneo hacia el mar Negro.
Marsigli
tenía sólo veintiún años. Y vivió una larga y provechosa vida de aventuras
provechosas. Capturado por los tártaros en los alrededores de Viena, fue
oficial en los ejércitos danubianos de los Habsburgo y más tarde fundó en
Cassis, en el sur de Francia, el primer centro europeo de oceanografía. Por su
método y consecuencias, fue un hito en la historia de la recién creada ciencia
del mar. Fue también el primer paso que se dio para estudiar el mar Negro en
cuanto tal: no como un óvalo de costas habitadas por pueblos desconocidos, sino
como una masa de agua.
Casi
todos los descubrimientos contienen algún elemento regalado. La contracorriente
(el corrente sottano de Marsigli) la
conocían ya todos los que trabajaban para vivir en el Bósforo, como Marsigli
admitió elegantemente. En el primer informe que escribió sobre su hazaña dijo
que «a estimular mis especulaciones habían contribuido no sólo ideas concebidas
en mi pensamiento, sino también lo que contaban muchos pescadores turcos y, por
encima de todo, los apremios del Signor Cavalier Finch [Sir John Finch],
embajador en la Sublime Puerta de Su Majestad el Rey de Inglaterra, hombre muy
adelantado en el estudio de la naturaleza y a quien reveló la posibilidad el
capitán de uno de sus barcos, que no había podido llegar a ninguna conclusión
mediante experimentos, tal vez por falta de tiempo...».
El
verdadero mérito de Marsigli radica en el método que adoptó para continuar y
corroborar el resultado del primer experimento. Después de echar la sonda, tomó
muestras de agua de distintas profundidades y pudo demostrar que el agua de la
contracorriente era más densa y más salina que la corriente superior que
llegaba del mar Negro. Construyó un aparato para explicarlo: una cisterna
partida verticalmente en dos mitades, una con agua de mar teñida y con mucha
concentración salina y la otra con agua menos salina. Abría una ventanilla del
tabique de partición y dejaba que las dos aguas se mezclaran, hasta que el agua
teñida se depositaba en el fondo de la cisterna. Aunque sin entender del todo
las consecuencias de lo que había hecho, Marsigli había descubierto también uno
de los fenómenos básicos de la oceanografía: que las corrientes no dependen de
la ley de la gravedad, como el curso de los ríos, sino de otras fuerzas como
los principios de la mecánica de fluidos, en el presente caso, un gradiente
barométrico. El avance del agua mediterránea, más pesada, hacia el mar Negro
impulsaba en sentido contrario el agua más ligera.
Después
de Marsigli, otros científicos, casi todos rusos, se pusieron a investigar la
extraña y tozuda naturaleza del mar Negro. Marsigli había revelado que su agua
era menos salina y menos densa que la del Mediterráneo y había resuelto un
misterio: por qué no descendía su nivel a pesar de que fluía y se iba por el
Bósforo. Pero serían otros, muy posteriores a él, quienes descubrirían el
factor básico que convierte en único el mar Negro: que está casi totalmente
muerto.
En los atlas, el mar
Negro aparece como un lago en forma de riñón, conectado con los mares
exteriores por los angostos canales del Bósforo y los Dardanelos. Y sin embargo
es un mar, no un lago de agua dulce: una masa de agua salada de unos 1000 km de
anchura por unos 500 de norte a sur, salvo en la parte central, donde la
saliente península de Crimea reduce la distancia entre ésta y la costa turca a
250 km. Es un mar profundo, ya que en algunos puntos rebasa los 2.200 metros.
No obstante, hay una ancha cornisa de escasa profundidad en el tramo costero
noroccidental que se extiende entre la desembocadura del Danubio y la cara
oeste de Crimea. Esta cornisa, de menos de cien metros de profundidad, ha sido
terreno de cultivo de muchas especies de peces.
Cuando
se recorre el litoral de izquierda a derecha, comenzando por el Bósforo, se ve
que la costa de Bulgaria y Rumanía es baja, lo mismo que casi toda la de
Ucrania. A partir de aquí empiezan los acantilados de las montañas de Crimea.
Las costas oriental y meridional (Abjasia, Georgia y Turquía) son básicamente
montañosas, unas veces orladas por una estrecha llanura litoral y otras —como
en la Turquía nororiental— con gargantas y montes poblados de bosque que se
precipitan en las aguas.
Pero
son los ríos lo que domina en el mar Negro. Sólo tres ríos importantes —el
Ródano, el Nilo y el Po— desaguan en el Mediterráneo, que es muchísimo más
grande. En cambio, en el mar Negro desaguan cinco: el Kubán, el Don, el
Dniéper, el Dniéster y, por encima de todos, el Danubio, cuya cuenca cruza casi
toda Europa y llega casi a las fronteras de Francia. El Danubio, por fijarnos
sólo en él, descarga en el mar Negro 203 kilómetros cúbicos de agua dulce al
año, y esto es más que toda la masa de agua fluvial que desemboca en el mar del
Norte.
Son
estos ríos, origen de tantísima vida, los que durante milenios han destruido la
vida en las profundidades del mar Negro. Su afluencia de materia orgánica es
excesiva para las bacterias marinas que deberían descomponerla. Se alimentan
oxidando los nutrientes, sirviéndose del oxígeno disuelto del agua del mar.
Pero cuando la aportación orgánica es tan grande que el oxígeno disuelto se
agota, las bacterias ponen en marcha otro proceso bioquímico: sacan el oxígeno
de los iones de sulfatos que componen el agua marina, fabricando durante la
operación un gas residual, el ácido sulfhídrico o H2S.
Se
trata de una de las sustancias más mortíferas que hay en el mundo natural. Una
bocanada de este gas basta por lo general para matar a una persona. Los que
trabajan con el petróleo lo conocen y lo temen; están atentos a su hedor a huevos
podridos y a la primera señal salen corriendo. Tienen sus razones para obrar
así. El ácido sulfhídrico destruye casi al instante el sentido del olfato, de
modo que después de detectarlo es imposible saber si sigue allí.
El
mar Negro es el mayor depósito planetario de ácido sulfhídrico. No hay vida por
debajo de una línea oscilante que se sitúa a 150 o 200 metros de la superficie.
El agua es allí anóxica, carece de oxígeno disuelto, y está impregnada de H2S;
como buena parte del mar Negro tiene mucha profundidad, esto quiere decir que
el noventa por ciento de su volumen es estéril. No es el único lugar donde se
viene acumulando H2S. Hay zonas anóxicas en el fondo del mar Báltico
y de algunos fiordos noruegos, donde el agua circula poco. Delante de las costas
del Perú sale a borbotones a la superficie de vez en cuando, con la catástrofe
periódica denominada «el Niño», y acaba con todo el ecosistema, destruye las
pesquerías y vuelve negra la pintura de la quilla de los barcos (el efecto
«Pintor de El Callao»). Pero el mar Negro es la masa de agua muerta más grande
del mundo.
Sin
embargo, hasta hace cien años, a los seres humanos les parecía un lugar de
abundancia casi monstruosa. Las tinieblas emponzoñadas estaban demasiado abajo
y nadie las conocía. Por encima de la línea de las cien brazas, la «haloclinal»
u «oxiclinal» que señala el límite superior de la anoxia, el mar bullía de
vida. El salmón y los grandes esturiones —la beluga puede alcanzar la longitud
y el peso de una ballena pequeña— atestaban los grandes ríos para desovar
(había tanto caviar que en la Bizancio del siglo XIV era la comida de los
pobres).* *. Junto a la costa y en la cornisa
noroccidental proliferaban el rodaballo, el espadín, el gobio, la raya, el
mújol y la pescadilla, y casi todos se alimentaban en las praderas del fondo,
alfombradas de zoosteras, unas plantas marinas.
Al
otro lado de la península de Crimea, en el rincón nororiental del mar Negro,
está el mar de Azov, que parece una versión en miniatura del Negro, con un
estrecho propio —el de Kerch— que le conecta con el mar mayor. Esta zona, poco
profunda, cerrada y pequeña (entre el estrecho de Kerch y la desembocadura del
Don hay sólo doscientos kilómetros), fue antaño el criadero de más de un
centenar de variedades de peces. Con cada crecida, el Don anegaba kilómetros y
kilómetros de superficie cubierta de juncos y barro salado, y permitía el
desove de grandes peces fluviales que se podían pescar a espuertas. Millones de
peces marinos que migraban a las zonas de desove cruzaban el Bósforo y el
estrecho de Kerch. Para pescarlos bastaba con sacar una red de mano por la
ventana, y Estrabón decía que en el Cuerno de Oro, el brazo del Bósforo que
discurre al pie de las murallas de Estambul, se podía pescar el bonito con las
manos.
En
alta mar, entre los bancos de delfines y marsopas, dos especies efectuaban una
lenta migración giratoria por todo el mar Negro, y con un movimiento tan
puntual como una línea de navegación. Una era el bonito (palamud), un miembro de la familia de la caballa tan importante en
la alimentación y el comercio que su imagen aparece en algunas monedas
bizantinas. El otro era el hamsi o
anchoa del mar Negro.
Hasta
nuestros días, los menguantes restos de las hordas de anchoas han ido aovando
ante las costas de Odessa durante julio y casi todo agosto, y entre fines de
agosto y comienzos de septiembre comienzan su periplo alrededor del mar, de
derecha a izquierda. A razón de unos veinte kilómetros diarios, en grupos cuya
biomasa incluso llega a pesar actualmente veinte mil toneladas por grupo,
pasaban ante el delta del Danubio, bordeaban las costas de Rumanía y Bulgaria,
y viraban hacia el este por la costa de la Turquía anatolia. A comienzos de
noviembre, los bancos están en un punto intermedio entre Estambul y Sinope, que
se encuentra a cientos de kilómetros al este. Los peces han engordado y viajan
más despacio en grupos más compactos conforme penetran en las principales zonas
pesqueras de Trabzon (Trebisonda). Por último, en Año Nuevo, las anchoas llegan
al rincón suroriental del mar Negro, aproximadamente a la altura de Batumi, y
se separan: unas se van hacia el norte, por las costas de Georgia y Abjasia, y
regresan al punto de partida; otras vuelven a Sinope y desde allí cruzan el mar
por el centro hasta que llegan a la bahía de Odessa. Una estimación de la
biomasa del hamsi, hecha antes de que
la sobrepesca genocida condenara a la especie en los años ochenta, calculó que
en el periplo anual participaba alrededor de un millón de toneladas de anchoas.
La
pesca introdujo al mar Negro en la historia. Hubo también otros factores,
naturalmente, otras fuentes prodigiosas de alimentación y riqueza. Las llanuras
meridionales de Rusia, por ejemplo, la llamada estepa póntica, formaba una
pradera uniforme de unos 1200 kilómetros entre el Volga y las estribaciones de
los Cárpatos, una franja de campo despejado de unos trescientos kilómetros de
anchura entre la costa y las tierras boscosas del norte. Los pastizales de la
estepa póntica podían alimentar a los caballos y al ganado de todo un pueblo
nómada; después se cultivaron sus tramos más aprovechables y allí creció el
mejor trigo que había en el mundo antes de la explotación agrícola de América
del Norte. En las montañas del Cáucaso, cuyas cumbres nevadas se veían desde
alta mar, había madera y oro. Por los deltas de los ríos pasaban bandadas
migratorias de numerosas aves comestibles que oscurecían el cielo. Pero entre
toda esta abundancia de vida natural aparentemente inagotable, el pescado era
lo más valioso.
El
viaje del Argo es una leyenda de la
Edad del Bronce. Cuando Jasón cruzó el mar Negro y, ya en la Cólquide (parte de
la actual Georgia), remontó el río Fasis y amarró la nave a los árboles que
sobresalían de la orilla, iba en busca de un tesoro mágico, el vellocino de oro.
Pero el oro es para los héroes. Por todo el litoral del mar Negro las dragas
sacan del fondo marino grandes piedras agujereadas: son las anclas de los
barcos micénicos. Éstas transportaban a los auténticos exploradores de la Edad
del Bronce. Llevaban consigo lujosos artículos del Egeo como alfarería decorada
y espadas, pero lo que buscaban era comida para volver con ella, y parece que
lo que se llevaban era sobre todo pescado: secado al sol o curado con sal de
los estuarios del Dniéper y el Danubio. Cuando desaparecieron los reinos
micénicos y en su lugar se formaron pequeñas y hambrientas ciudades-estado en
los cabos, lenguas de tierra y penínsulas de Grecia y Jonia, los barcos
volvieron al mar Negro con el mismo cometido y con una necesidad uniformemente
creciente conforme las ciudades-estado se superpoblaban y las tierras del
interior se agotaban por exceso de cultivos. En el siglo VII a.C., los griegos
de Jonia fundaron colonias costeras por todo el litoral del mar Negro y
formaron comunidades cuya principal actitividad era la curación, el embalaje y
la exportación de pescado.
La
satisfacción de esta necesidad, y bien sencilla que era, condujo
inesperadamente a uno de los momentos moldeadores de la historia humana. Su
importancia no radicó en el encuentro de personas civilizadas con nómadas
dedicados al pastoreo. Esto había ocurrido ya y volvería a ocurrir. Fue
importante porque las personas civilizadas meditaron sobre el encuentro y,
basándose en él —el primer encuentro «colonial» de la historia europea—,
construyeron una serie de discursos críticos que todavía duran.
Un
discurso afecta a los conceptos de «civilización» y «barbarie». Otro, a la
identidad cultural y al punto donde deberían señalarse los límites y las
diferencias. El último es una autocrítica profunda que imagina que el
perfeccionamiento técnico y social supone no sólo beneficios sino también
pérdidas, que la conducta consciente y racional se aparta de lo que se
considera «natural» y espontáneo.
Estos
tres temas, suscitados por el encuentro cultural del mar Negro, se debatieron
en el mundo clásico. Se perdieron tras la disolución del imperio romano de
occidente, en el siglo VI o VII d.C. Pero en la época moderna volvieron a la
conciencia europea con creciente urgencia, estimulados por los encuentros
culturales con América, África y Asia y, más tarde todavía, por la evolución de
la ideología nacionalista. En el mar Negro, sin embargo, estos asuntos, más que
debatirse, se vivieron. Alrededor de las redes de secar pescado y de las casas
de ahumar aparecieron modelos típicos de mezcolanza étnica y social que no han
desaparecido del todo.
Al
comienzo de su famoso libro sobre los iranios y los griegos en Rusia
meridional, el erudito ruso Mikhail Rostovtzeff dice: «Mi punto de partida es
la unidad regional de la zona que llamamos Rusia meridional, el cruce de
influencias que se produjo en ese vasto territorio: influencias orientales y
meridionales que llegaban por el Cáucaso y el mar Negro, influencias griegas
que se extendían por las rutas marítimas e influencias occidentales que
llegaban por el Danubio; y la formación posterior, de tarde en tarde, de
civilizaciones mixtas muy curiosas e interesantísimas».
Estas
curiosas e interesantísimas comunidades, sin embargo, no aparecieron sólo en
los bordes septentrionales del mar Negro ni sólo en la época clásica. La ciudad
de Bizancio (que más tarde fue Constantinopla y hoy es Estambul) fue un caso de
sociedad así durante toda la Edad Media y se mantuvo hasta la caída del imperio
otomano, ya en el siglo XX. Lo mismo cabe decir del gran imperio comneno de
Trebisonda (en la costa meridional del mar) durante la época medieval, y de
Constanza (junto al delta del Danubio) durante el siglo XIX, y de la ciudad de
Odessa (en la costa ucraniana), que se fundó 1794. Y fue también el caso, a
menor escala, de poblaciones como Sujum, Poti y Batumi (en la costa de la
antigua Cólquide), que empezaron siendo colonias griegas y que hasta el final
de la época soviética fueron lugares donde convivían multitud de idiomas,
religiones, oficios y linajes.
Eran
«curiosas» porque en estas comunidades el poder no estaba concentrado. Por el
contrario, estaba diluido, como el oxígeno en las cálidas capas superiores del
mar, en multitud de comunidades. El título de gobernador supremo podía tenerlo
un hombre o una mujer entre cuyos antepasados había nómadas esteparios
dedicados al pastoreo, turcos, iranios o mongoles. El gobierno local y la
legislación económica podían estar en manos de mercaderes griegos, judíos,
italianos o armenios. El ejército, por lo general mercenario, podía ser escita
o sármata, caucasiano o godo, vikingo o anglosajón, francés o alemán. Los
artesanos, a menudo lugareños que habían adoptado el idioma y las costumbres
griegos, tenían sus propios derechos. Sólo los esclavos —pues la mayoría de
estos lugares tuvieron esclavos y traficaron con ellos durante casi toda su
historia— no tenían poder.
Sudak,
en la costa de Crimea, fue colonia griega, luego bizantina y finalmente
genovesa. Hoy sólo queda un recinto de murallas y torres medievales italianas
encaramado en el acantilado que hay al oeste del cabo Meganom. Allí me
enseñaron una tumba, abierta entre cimientos bizantinos, que había contenido el
cuerpo de un noble jázaro.
Los
jázaros eran pastores nómadas que hablaban turco, llegaron de Asia central
durante los siglos VIII y IX d.C. y formaron un «imperio» junto a las costas
del mar Negro, comprendida la península de Crimea. San Cirilo los instó a
convertirse al cristianismo, pero los jázaros optaron por adoptar una forma de
judaísmo. Y así ocurrió que este noble en particular, cuyo linaje se perdía en
el Asia del chamanismo, quiso que lo enterraran según el ritual judío en una
ciudad gobernada por cristianos griegos. Y había un detalle añadido, ni judío
ni cristiano. Las exequias se remataron con un sacrificio humano y la víctima
—desnucada de un hachazo— se arrojó a la fosa para que yaciera junto al jázaro.
Los
pueblos que viven mezclados con otros durante cien o mil años no siempre se
quieren; la verdad es que tal vez se hayan odiado siempre. Para los individuos,
«los otros» no son extranjeros, sino vecinos y a menudo amigos. Pero la
impresión que me produce la vida del mar Negro es triste, y es que la
desconfianza latente entre las culturas no muere nunca.
La
necesidad y a veces el miedo unen a estas comunidades. Pero dentro de esa
unidad sigue habiendo un montón de grupos dispares, y no es un modelo
aprovechable para la «sociedad multirracial» de nuestros sueños y esperanzas.
Es verdad que cuando ha llegado el salvajismo colectivo a las comunidades del
mar Negro—pogromos, «limpiezas étnicas» en nombre de unidades nacionales
fantásticas, genocidio—, casi siempre ha llegado de otros lugares, como una
importación del interior. Pero cuando llega, la aparente solidaridad de siglos
se disuelve en cuestión de días o de horas. El veneno que surge de las
profundades se concentra en un único aliento.
Estas
tierras son de todos sus habitantes y de ninguno. Como la morrena que forma el
glaciar, la costa del mar Negro es un lecho donde se han ido depositando los
sedimentos de las migraciones e invasiones humanas durante más de cuatro mil
años. La costa misma, erosionada y serena, habla de la paciencia de piedras,
arenas y agua que tanta inquietud humana han soportado y que al final le
sobrevivirán. Habla con una voz que han oído muchos literatos —Pushkin y
Mickiewicz, Lérmontov y Tolstói, Anna Ajmátova y Osip Mandelstam, por citar
algunos— que supieron escuchar los sonidos apagados y los largos silencios del
mar Negro y sentir el paso del tiempo geológico. Durante unos instantes
salieron de los confines de su vida, peligrosa de por sí, y, con palabras de
Konstantin Paustovsky, conocieron «el amor a la sabiduría y la sencillez».
Este
libro sobre el mar Negro comienza por Crimea. Hay buenas razones para ello y
algunas son personales. La península de Crimea ha sido una especie de teatro,
un proscenio, para los acontecimientos importantes de toda la región del mar
Negro y sus habitantes. Los griegos la convirtieron en el centro de su imperio
comercial y lo mismo hicieron los italianos mil años después; allí se libró la
guerra de Crimea, en el siglo XIX, y Crimea fue el escenario de algunas de las
peores atrocidades de Hitler y Stalin en el XX. La conferencia de Yalta, celebrada
en 1945 en la punta meridional de la península, fue el nombre en clave de la
división de Europa durante la Guerra Fría.
Pero
he comenzado también por Crimea porque, por pura casualidad, vi allí el mar
Negro por primera vez. Y finalmente, porque lo primero que haría cualquier niño
a quien se le enseñara un mapa del mar Negro sería poner el dedo en ese
pendiente, ese gracioso colgante pardo que cae tan bruscamente en el óvalo azul
y perfecto.
El
libro sigue muchas direcciones tras abandonar Crimea. No es un libro de viajes
y yo no soy ningún trotamundos. Turquía, Bulgaria y Rumanía reciben menos
atención de la que merecen. Pero el itinerario intelectual que seguía me alejó
de esos países del borde de Europa y me llevaron en dirección opuesta, hacia el
norte y el este. La investigación sobre la «barbarie» me llevó de Crimea a
Olbia, cerca de la desembocadura del Dniéper, y de aquí, saltando otra vez
sobre Crimea, a las ruinas de Tanais y Tana, en el delta del Don. No tardó el
itinerario en acercarse a los misterios del nacionalismo y la identidad, con
todos sus descarados juegos de sombras y espejos y su tremenda fuerza creativa.
Pero
el itinerario se dividió. Un ramal me condujo hasta los pueblos cosacos del sur
de Rusia y Ucrania, hasta Odessa y Polonia, mientras que el otro me llevó al
noreste de Turquía, donde vivieron antaño los griegos pónticos y donde el
diminuto pueblo de los lazes sigue viviendo. Un viaje que afectué a Kerch, para
explorar el «reino del Bósforo» de los tiempos clásicos, se bifurcó igualmente
en dos líneas de investigación: sobre los históricos sármatas, que dominaron
esta región durante unos cuantos siglos antes del nacimiento de Cristo, y sobre
los sármatas fabulosos que surgieron de la imaginación nacionalista polaca y
fueron nombrados antepasados de Polonia. El último país del mar Negro no es,
sin embargo, imaginario; llegué al final de mi trayecto al pisar la diminuta
Abjasia, que se separó de Georgia en 1992, y allí procuré cotejar la realidad o
irrealidad de la independencia abjasia con todo lo que había aprendido hasta el
momento durante el viaje.
El
prólogo y el epílogo de este viaje están en el Bósforo. En medio se encuentra
el mar Negro, que no sólo es el tema sino también el principal personaje de
este libro. El mar Negro tiene una personalidad que no cabe en adjetivos como
«impredecible» u «hospitalario» y que, dado que no está hecho de rasgos ni
epítetos, sino de la interrelación de las circunstancias, no se puede describir
con detalle de ningún modo. Estas circunstancias, que suman en total una
identidad, son los peces y el agua, los vientos y la hierba, los montes y los
bosques, aves migratorias y seres humanos. No es sólo un lugar, sino también un
cuadro de relaciones que no podrían haber sido las mismas en otro sitio, y por
este motivo la historia de lo acontecido en el mar Negro es ante todo la
historia del mar Negro.
* Según el profesor Peter Schreiner de Colonia, experto en alimentación bizantina, un campesino que cobrase un salario medio necesitaba trabajar sólo quince días para poder comprar un barril de 45 kg de caviar. El profesor Schreiner señala que un agricultor alemán de nuestros días tendría que ahorrar todos sus ingresos durante dieciocho meses para comprar la misma cantidad de caviar. (N. del A.)