Diálogos con Leucó

La nube

 

 

Que Ixión acabase en el Tártaro a causa de su audacia, es probable. Falso en cambio que de las nubes engendrase a los Centauros. Éstos eran ya un pueblo en tiempos de las bodas de su hijo. Lapitas y Centauros brotan de aquel mundo titánico, donde las naturalezas más diversas tenían permitido mezclarse, y menu­deaban aquellos monstruos contra quienes el Olimpo será luego implacable.

 

 

  (Hablan la Nube e Ixión.)

 

la nube: Hay una ley, Ixión, que es preciso acatar.

ixión: Aquí arriba la ley no llega, Néfele.  Aquí la ley es el nevero, la ventisca, la tiniebla. Y cuando viene un día claro y tú te acercas ligera a la peña, es demasiado hermoso para pensar en más.

la nube: Hay una ley, Ixión, que antes no existía. Las nubes las congre­ga una mano más fuerte.

ixión: Aquí no llega esa mano. Tú misma, ahora que está sereno, ríes. Y cuando el cielo se oscurece y aúlla el viento, ¿qué importa la mano que nos sacude como gotitas? Ocurría ya en los tiempos en que no había un amo. Nada ha cambiado sobre los montes. Estamos habituados a todo esto.

la nube: Muchas cosas han cambiado en los montes. Lo sabe el Pelión, lo saben el Osa y el Olimpo. Lo saben montes todavía más salvajes.

ixión: ¿Y qué es lo que ha cambiado, Néfele, en los montes?

la nube: Ni el sol ni el agua, Ixión. La suerte del hombre, eso ha cambiado. Están los monstruos. A vosotros, los hombres, os han puesto un límite. El agua, el viento, la peña y la nube ya no son cosas vuestras, no podéis ya sujetarlos a vosotros engendrando y viviendo. Otras manos mueven ahora el mundo. Hay una ley, Ixión.

ixión: ¿Qué ley?

la nube: Ya lo sabes. Tu suerte, el límite...

ixión: Mi suerte la tengo en un puño, Néfele. ¿Qué es lo que ha cambiado? Esos nuevos amos, ¿pueden acaso impedirme lanzar un peñasco por juego? ¿O descender al llano y romperle la espalda a un enemigo? ¿Van a ser más terribles que el cansancio y la muerte?

la nube: No es eso, Ixión. Puedes hacer todo eso y aún más. Mas ya no puedes mezclarte con nosotras, las ninfas de veneros y de montes, con las hijas del viento, con las diosas de la tierra. Ha cambiado el destino.

ixión: Ya no puedes... ¿Qué significa eso, Néfele?

la nube: Significa que, al querer hacer esto, harías cosas terribles. Como quien, por acariciar a un compañero, lo estrangulase o fuese estran­gulado.

ixión: No lo entiendo. ¿No subirás ya más a la montaña? ¿Tienes miedo de mí?

la nube: Subiré a la montaña y por doquier. Nada puedes hacerme, Ixión. Nada puedes hacer contra el agua y el viento. Mas debes aga­char la cabeza. Sólo así salvarás tu suerte.

ixión: Tienes miedo, Néfele.

la nube: Tengo miedo. He visto las cimas de los montes. Pero no por mí, Ixión. Yo no puedo padecer. Temo por vosotros, que no sois sino hombres. Estos montes que antaño recorríais cual amos, estas criatu­ras nuestras y tuyas engendradas en libertad, tiemblan ahora ante un gesto. A todos nos subyuga una mano más fuerte. Los hijos del agua y el viento, los Centauros, se ocultan en el fondo del barranco. Saben que son monstruos.

ixión: ¿Quién lo dice?

la nube: No desafíes a la mano, Ixión. Los he visto más audaces que ellos y que tú precipitarse de la peña y no morir. Entiéndeme, Ixión. La muerte, que era vuestro valor, puede seros arrebatada como un bien. ¿Sabes esto?

ixión: Me lo has dicho otras veces. ¿Qué importa? Viviremos más.

la nube: Tú juegas y no conoces a los inmortales.

ixión: Quisiera conocerlos, Néfele.

la nube: Ixión, crees que son presencias como nosotros, como la Noche, la Tierra o el viejo Pan. Eres joven, Ixión, mas has nacido bajo el viejo destino. Para ti no existen monstruos sino sólo compañeros. Para ti la muerte es algo que acaece, como el día y la noche. Eres uno de nosotros, Ixión. Tú estás todo en el gesto que haces. Mas para ellos, los inmortales, tus gestos tienen un sentido que se prolonga. Ellos lo palpan todo desde lejos, con los ojos, la nariz, los labios. Son inmortales y no saben vivir por sí solos. Lo que tú haces o no haces, lo que dices, lo que buscas - todo les contenta o desagrada. Y si tú los disgustas - si por error los molestas en su Olimpo - se te echan encima, y te dan muerte - esa muerte que ellos conocen, un amargo sabor que dura y se siente.

ixión: Conque se puede aún morir.

la nube: No, Ixión. Harán de ti una sombra, pero una sombra que reclama la vida y no muere ya nunca.

ixión: ¿Tú has visto a esos dioses?

la nube: Los he visto... Oh, Ixión, no sabes lo que preguntas.

ixión: También yo los he visto, Néfele. No son tan terribles.

la nube: Lo sabía. Tu suerte está sellada. ¿A quién viste?

ixión: ¿Cómo puedo saberlo? Era un joven, cruzaba la floresta descalzo. Pasó a mi lado y no me dijo una palabra. Después, ante una roca, desapareció. Lo busqué largamente para preguntarle quién era - el estupor me había inmovilizado. Parecía hecho de tu misma carne.

la nube: ¿Lo has visto sólo a él?

ixión: Luego, en sueños, volví a verlo con las diosas. Y me pareció estar con ellos, hablar y reír con ellos. Y me decían las cosas que tú dices, mas sin miedo, sin temblar como tú. Hablamos del destino y de la muerte. Hablamos del Olimpo, nos reímos de los grotescos mons­truos...

la nube: Oh, Ixión, Ixión, tu suerte está sellada. Ahora sabes qué ha cambiado en los montes. También tú estás cambiado. Y crees ser algo más que un hombre.

ixión: Te digo, Néfele, que eres como ellos. ¿Por qué no han de agradarme, aunque sólo sea en sueños?

la nube: Insensato, los sueños no te bastan. Subirás hasta ellos. Harás

algo terrible. Luego vendrá esa muerte.

ixión: Dime los nombres de todas las diosas.

la nube: ¿Ves como ya no te paras en el sueño? ¿Como crees en tu sueño cual si fuese real? Te lo suplico, Ixión, no subas a la cumbre. Piensa en los monstruos y en los castigos. De ellos no puede salir otra cosa.

ixión: Esta noche he tenido otro sueño. Salías también tú, Néfele. Combatíamos contra los Centauros. Yo tenía un hijo que era el hijo de una diosa, no sé de cuál. Y me parecía aquel joven que cruzó la floresta. Era incluso más fuerte que yo, Néfele. Los Centauros huyeron, y la montaña fue nuestra. Tú reías, Néfele. Ya ves que incluso en sueños mi suerte es aceptable.

la nube: Tu suerte está sellada. No se alzan impunemente los ojos a una diosa.

ixión: ¿Ni siquiera a la de la encina, la señora de las cimas?

la nube: Una u otra, Ixión, no importa. Mas no temas. Estaré contigo hasta el final.

 

La quimera

 

 

 

De buen grado los jóvenes griegos iban a ilustrarse y a morir en Oriente. Allí su virtuoso arrojo navegaba en un mar de fabulosas atrocidades al cual no todos supieron ofrecer resistencia. Inútil dar nombres. Por lo demás, las Cruzadas fue­ron muchas más de siete. De la tristeza que consumió en los años postreros al matador de la Quimera, y de su nieto Sarpedón, que murió joven bajo Troya, nos habla nada menos que Homero en el sexto de la Ilíada.

 

  

(Hablan Hipóloco y Sarpedón.)

 

hipóloco: Por fin llegas, muchacho.

sarpedón: He visto a tu padre, Hipóloco. No quiere saber nada de volver. Pasea feo y testarudo por los campos, no se cuida de la intemperie, ni se lava. Está viejo y andrajoso, Hipóloco.

hipóloco: ¿Qué dicen de él los villanos?

sarpedón: Los campos de Ale están desolados, tío. No hay sino perros y pantanos. Cabe el Janto, donde pregunté por él, no lo habían visto hace días.

hipóloco: Y él, ¿qué dice?

sarpedón: No se acuerda de nosotros ni de las casas. Cuando se encuentra a alguien, le habla de los sólimos, y de Glauco, de Sísifo, de la Quimera. Al verme ha dicho: «Muchacho, si yo tuviera tus años, ya me habría arrojado al mar». Mas no amenaza a nadie. «Muchacho», me ha dicho, «eres justo y piadoso, deja de vivir.»

hipóloco: ¿De veras refunfuña y se duele de ese modo?

sarpedón: Dice cosas amenazantes y terribles. Llama a los dioses a medirse con él. Camina día y noche. Mas no insulta ni compadece sino a los muertos - o a los dioses.

hipóloco: ¿Glauco o Sísifo, has dicho?

sarpedón: Dice que fueron castigados a traición. ¿Por qué esperar a que envejecieran, para sorprenderlos míseros y caducos? «Belerofontes», dice, «fue justo y piadoso mientras la sangre corrió por sus músculos. Y ahora que es viejo y está solo, cabalmente ahora, ¿los dioses lo abandonan?»

hipóloco: Extraña cosa, asombrarse de eso. Y acusar a los dioses de lo que a todos los vivos toca. Pero ¿qué tiene en común él con esos muertos - él, que siempre fue justo?

sarpedón: Escucha, Hipóloco... También yo me pregunté, al ver aquellos ojos extraviados, si hablaba con el hombre que antaño fue Belerofontes. A tu padre le ha ocurrido algo. No es viejo solamente. No solamente está triste y aislado. Tu padre expía la Quimera.

hipóloco: Sarpedón, ¿estás loco?

sarpedón: Tu padre acusa de injusticia a los dioses que quisieron que matase a la Quimera. «Desde aquel día», repite, «en que me enrojecí con la sangre del monstruo, no he vuelto a tener vida verdadera. He buscado enemigos, domé a las Amazonas, hice estragos entre los sólimos, reiné sobre los licios y planté un jardín - pero ¿qué es todo esto? ¿Dónde hay otra Quimera? ¿Dónde está la fuerza de los brazos que la mataron? También Sísifo y mi padre Glauco fueron justos y jóvenes - y a ambos, al envejecer, los traicionaron los dioses, los dejaron embrutecerse y morir. Quien una vez afrontó a la Quimera, ¿cómo puede resignarse a morir?» Eso dice tu padre, que un día fue Belerofontes.

hipóloco: Desde Sísifo, que encadenó al niño Tánatos, hasta Glauco, que alimentaba a los caballos con hombres vivos, nuestra estirpe ha violado muchos confines. Mas éstos son hombres antiguos y de un tiempo monstruoso. La Quimera fue el último monstruo que vieron. Nuestra tierra ahora es justa y piadosa.

sarpedón: ¿Tú crees, Hipóloco? ¿Crees que basta con haberla matado? Nuestro padre - así puedo llamarlo - debería saberlo. Y sin embargo está triste como un dios - como un dios desvalido y canoso, y cruza campiñas y pantanos hablando con esos muertos.

hipóloco: Mas ¿qué es lo que le falta?

sarpedón: Le falta el brazo que la ha matado. Le falta el orgullo de Glauco y de Sísifo, precisamente ahora que al igual que sus padres ha llegado al límite, al final. Su audacia lo atormenta. Sabe que jamás otra Quimera lo esperará en medio de las peñas. Y lanza desafíos a los dioses.

hipóloco: Soy su hijo, Sarpedón, mas no entiendo estas cosas. En la tierra vuelta ya piadosa se debería envejecer en paz. En un joven, casi en un muchacho, como tú, Sarpedón, comprendo el bullicio de la sangre. Pero sólo en un joven. Mas por causas honrosas. Y sin meterse con los dioses.

sarpedón: Pero él sabe qué es un joven y un viejo. Ha visto otros días. Ha visto a los dioses, como nosotros nos vemos. Narra cosas terribles.

hipóloco: ¿Has podido escucharlo?

sarpedón: ¡Oh, Hipóloco! ¿Quién no querría escucharlo? Belerofontes vio cosas que no ocurren a menudo.

hipóloco: Lo sé, Sarpedón, lo sé, pero ese mundo ha pasado. Cuando yo era niño, a mí me las contaba.

sarpedón: Solamente que entonces no hablaba con los muertos. En aquel tiempo eran fábulas. Hoy, en cambio, los destinos que toca se mudan en el suyo.

hipóloco: ¿Y qué es lo que cuenta?

sarpedón: Son hechos que conoces. Mas no la frialdad, la vista extravia­da, como de quien nada es ya pero lo sabe todo. Son historias de Lidia y de Frigia, historias viejas, sin piedad ni justicia. ¿Sabes la del Sileno a quien un dios provocó a la derrota en el monte Celena, y luego lo mató descuartizándolo, como el carnicero mata a un macho cabrío? De la gruta brota ahora un torrente cual si fuese su sangre. ¿La historia de la madre petrificada, hecha peña que llora, porque a una diosa plugo ir matándole hijos uno a uno, a flechazos? ¿Y la historia de Aracne, que por el odio de Atenea enloqueció y se mudó en araña? Son cosas que ocurrieron. Los dioses las han hecho.

hipóloco: Está bien. ¿Qué importa? Inútil recordarlo. De esos destinos no perdura nada.

sarpedón: Perduran el torrente, la peña, el horror. Y perduran los sueños. Belerofontes no puede dar un paso sin toparse un cadáver, un odio, un gran charco de sangre, de los tiempos en que todo ocurría y no eran aún sueños. Su brazo en esos tiempos pesaba en el mundo, y mataba.

HiPÓLOCO. También él fue cruel, pues.

sarpedón: Era justo y piadoso. Y mataba Quimeras. Y ahora que está viejo y cansado, los dioses lo abandonan.

hipóloco: ¿Por eso corre por los campos?

sarpedón: Es progenie de Sísifo y Glauco. Teme el capricho y la ferocidad de los dioses. Se siente embrutecer y no quiere morir. «Muchacho», me decía, «ésta es la burla y la traición: primero te arrebatan las fuerzas y luego se enojan si eres menos que hombre. Si tú quieres vivir, deja de vivir...»

hipóloco: ¿Y por qué no se mata, él que sabe estas cosas?

sarpedón: Nadie se mata nunca. La muerte es destino. Sólo cabe augurársela, Hipóloco.