La vida es hermosa. El mundo vivo nos rodea y nosotros, los
seres humanos, formamos parte de él. Dependemos del mundo vivo para obtener
nuestros alimentos y medicinas, el oxígeno que respiramos y los elementos que forman
nuestro cuerpo. La Tierra es nuestro hogar y las especies que la pueblan son
nuestra familia, porque hemos evolucionado junto con todas ellas.
Pero no todo va bien. Estamos perdiendo unas 30.000 especies de
plantas y animales al año a causa de la perturbación de los ecosistemas y de la
caza o recolección excesiva de especies concretas. Es necesario que nos
preguntemos qué significa el mundo vivo para nosotros, por qué debe
preocuparnos que los ecosistemas se degraden y se pierden especies, qué está causando
la actual extinción de especies, y qué podemos hacer para contener la marea de
esta crisis.
¿Qué es la biodiversidad?
La vida es abundante, pintoresca y exquisitamente diversa. La
«biodiversidad» es el rico espectro de vida que incluye todas las especies del
mundo, desde la más pequeña de las bacterias hasta las secoyas gigantes, desde
las algas marinas hasta los perros salvajes de las sabanas africanas; desde las
lombrices de tierra hasta los halcones que se ciernen en lo alto. La
biodiversidad abarca todas las bacterias y formas microbianas, muchas de las
cuales realizan funciones químicas vitales para el funcionamiento de los
ecosistemas. La biodiversidad incluye también las plantas verdes que, a través
de la fotosíntesis, producen oxígeno y captan la energía solar, almacenándola
en forma de azúcares que constituyen el recurso energético básico para las
demás formas de vida.
La biodiversidad incluye los hongos (setas y afines)
responsabìes de la descomposición de la materia orgánica y el reciclado de los
nutrientes y moléculas químicas indispensables para el mantenimiento de la
vida. Por último, la biodiversidad incluye también los animales, desde las
esponjas hasta las aves y los mamíferos, entre ellos nuestra propia especie, Homo sapiens, y nuestros parientes
evolutivos más cercanos, los chimpancés, gorilas y orangutanes. Nadie sabe con
certeza cuántas especies componen este espectro evolutivo. Científicos de
instituciones como el Museo Americano de Historia Natural han contabilizado
hasta 1,75 millones de especies, pero sabemos que el número de especies vivas
debe superar los 10 millones, y algunos piensan que hay muchas más.
Las especies son los jugadores en el gran juego de la vida que
tiene lugar en todos los ecosistemas del mundo. Cada ecosistema (cada lago,
turbera y río, cada prado alpino, cada retazo de pradera y cada trecho de
bosque) es el hogar de muchas especies distintas, cada una de las cuales
desempeña un papel específico que es su nicho
ecológico. La energía fluye a través del ecosistema cuando algunos animales
consumen las plantas que captaron la energía solar mediante la fotosíntesis;
estos animales son comidos por otros animales, y todos están destinados a morir
y ser reciclados por microbios y hongos. Éste es el aspecto ecológico de la
biodiversidad: el enorme espectro de sistemas ecológicos que abarca desde los
casquetes de hielo polares, con relativamente pocas formas de vida, hasta los
bosques y praderas tropicales repletos de especies. La vida trepa hasta las
cumbres más altas y desciende hasta las fosas oceánicas más profundas.
¿Por qué debe preocuparnos la biodiversidad?
Hace diez mil años que la humanidad empezó a cultivar plantas,
lo que cambió drásticamente el nicho ecológico humano. Antes de eso, la gente
llevaba un modo de vida cazador-recolector, y dependían por entero de los
alimentos y otros recursos producidos por los ecosistemas en los que vivían.
Con la invención de la agricultura, los seres humanos dejaron de formar parte
de ecosistemas locales.
Pero
la humanidad sigue dependiendo en gran medida de las especies y los ecosistemas
de la Tierra. En todo el mundo, los seres humanos explotan a diario unas 40.000
especies, la mayoría plantas (véase el apéndice II). Todas las plantas que
cultivamos (maíz, trigo, patatas, tomates, manzanas, peras, naranjas y demás)
proceden de especies silvestres. Los genetistas agrícolas acuden a las
poblaciones silvestres para suplementar la variación genética de las especies
domesticadas, para mejorar el rendimiento de las cosechas y para incrementar
tanto la resistencia a las enfermedades como la capacidad de crecer en climas
diferentes.
Diversos microbios, plantas e incluso animales silvestres son
también cruciales para la obtención de medicinas. Aunque en muchos casos es
posible sintetizar fármacos en el laboratorio, antes de poder fabricar una
sustancia química útil debemos descubrirla. El mundo vivo es una farmacopea
natural, y constantemente se descuâren nuevos medicamentos. La aspirina procede
de la corteza de los sauces (del género Salís),
y la penicilina procede de un moho (del género Penicillium), un tipo de hongo. Fármacos muy recientes, como las
sustancias anticancerígenas presentes en el fruto del árbol de las salchichas
africano (Kigelia africana), en la
corteza del tejo del Pacífico (Taxus
brevifolia) o en la vincapervinca rosada de Madagascar (Catharanthus roseus), una modesta flor
silvestre, muestran hasta qué punto seguimos dependiendo de las especies
silvestres para la calidad de la salud humana.
Aunque ya no vivimos integrados en ecosistemas locales, todavía
necesitamos los «servicios ecosistémicos» esenciales de los que todos los seres
vivos (nosotros incluídos) dependen. La producción de oxígeno, el reciclado de
las aguas dulces, la prevención de la erosión del suelo, la fijación del
nitrógeno, son funciones vitales que se realizan dentro de ecosistemas locales
sanos. En las secas sabanas tropicales, los únicos organismos que pueden llevar
a cabo la tarea vital de la descomposición de la materia orgánica son los hongos
y bacterias que viven dentro de los termes o en sus termiteros. Sin el
reciclado del carbono y otros muchos elementos, la vida en la Tierra (incluida
la humana) se acabaría pronto.
Los seres humanos apreciamos la vida que nos rodea (especies de
llamativa belleza, lugares salvajes esplendorosos) también por su valor
intrínseco. Algo en nuestro interior reconoce nuestra conexión con este mundo
natural y la paz y placer que nos proporciona. Sólo por estas razones debemos
preocuparnos por lo que está pasando con la vida de este planeta.
Amenazas a la biodiversidad
La vida ha sufrido cinco grandes extinciones masivas en el
pasado. La más reciente (y también la más famosa) tuvo lugar hace unos 65
millones de años, cuando se extinguieron los últimos dinosaurios junto con
muchas otras especies terrestres y marinas. La mayoría de científicos admite
que la causa de este episodio de extinción fue la colisión de un meteorito o
cometa con la tierra. Cuando el
polvo acabó de posarse, la vida resurgió y evolucionaron nuevas especies que
reemplazaron a las que no pudieron evitar la extinción. Los mamíferos, que
siempre habían tenido un papel modesto en los ecosistemas terrestres dominados
por los dinosaurios, se convirtieron en protagonistas.
La evolución sólo sustituye las especies desaparecidas cuando
cesa la causa de un episodio de extinción. La actual crisis de biodiversidad
(la «sexta extinción» que amenaza a tantas especies del planeta) está causada
no por meteoritos o cambios ambientales, sino por nosotros mismos, la especie Homo sapiens. Tendrá que pasar mucho
tiempo después de que hayamos corregido nuestra conducta (o de que nos hayamos
extinguido) para que la evolución reemplace las especies desaparecidas y
reconstruya los ecosistemas perdidos o severamente dañados.
Hace diez mil años, cuando los seres humanos comenzaron a
practicar la agricultura y dejaron de vivir en ecosistemas locales, había sólo
unos 5 millones de personas en todo el planeta. En la actualidad hay cerca de
6000 millones. Junto con la desigual distribución de la riqueza y los recursos,
el tremendo crecimiento de la población humana es la causa fundamental de la
crisis de la biodiversidad, la sexta extinción.
La humanidad ha transformado la faz del planeta. La agricultura
disparó la explosión demográfica que permitió el surgimiento de civilizaciones
y el crecimiento de pueblos y ciudades. El desbroce de bosques y praderas para
la agricultura y la extensión de dichos pueblos y ciudades ha significado el
fin de muchos ecosistemas (y especies) en todo el mundo. Hoy seguimos
desbrozando la tierra para que la agricultura pueda alimentar a más gente.
También seguimos haciendo acopio de madera para construir pertrechos, fabricar
papel y, especialmente en los países más pobres, simplemente como leña. Cada
año destruimos miles de hectáreas de bosque, y no sólo en los trópicos.
Los océanos del mundo están siendo sobreexplotados. La mayor
parte de las mejores pesquerías está siendo esquilmada, lo cual amenaza no sólo
la subsistencia de los pescadores de todo el mundo, sino también el futuro de
los ecosistemas oceánicos y de agua dulce, y disipa cualquier esperanza de
continuar basándonos en estos recursos alimentarios preciosos en el futuro.
Los seres humanos nos hemos difundido por todo el globo, y al
hacerlo hemos transportado a otras especies con nosotros, tanto de forma
deliberada como involuntaria. Además de los animales y plantas domesticados,
hemos introducido numerosos microbios patógenos y otras especies dañinas en
ecosistemas foráneos. Algunas de estas especies alóctonas no causan ningún perjuicio, pero otras (como el mejillón
cebra europeo (Dreissenia polymorpha),
que obtura conducciones y desplaza a las especies nativas de Norteamérica) no
son tan benignas. La introducción de la serpiente arborícola parda (Boiga irregularis), del Pacífico
occidental, en la isla de Guam durante la segunda guerra mundial ha causado la
extinción de varias especies de aves nativas. Las especies alóctonas
acostumbran a causar grandes perturbaciones ecológicas y son un efecto
colateral del crecimiento y expansión de las poblaciones humanas por todo el
globo.
Las actividades de una sociedad humana basada en la agricultura
y la alta tecnología son responsables de la pérdida de especies y del creciente
número de ecosistemas alterados. Se sabe que han desaparecido cientos de
especies, quizá miles, habitantes de ecosistemas remotos destruidos antes de
que los científicos tuvieran la oportunidad de estudiarlos. Los seres humanos
no siempre son los malos de la película en la crisis de la biodiversidad:
muchos pueblos cazadores-recolectores, como los ba-aka (pigmeos) y los san
(bosquimanos) de África o los yanomamos de Sudamérica, así como culturas
pastoralistas, nómadas y pretecnológicas en todas las regiones habitables del
mundo, han asistido a la pérdida de sus tradiciones. Aun cuando las personas
sobrevivan, sus culturas se ven abocadas a la extinción.
¿Qué podemos hacer?
Hay esperanza en el futuro, aunque el diezmo de destrucción y
pérdida de biodiversidad sea ya elevado. Los seres humanos hemos conseguido
muchas cosas positivas gracias a la invención de la agricultura. Nuestro nombre
científico, Homo sapiens, significa
«seres humanos sabios». Ahora tenemos que comprender qué le ha sucedido a la
vida en la Tierra como consecuencia de nuestro éxito, y decidir qué podemos
hacer. Una vez más, tenemos que hacer uso de nuestro cerebro.
Hay que decir «basta». Ya hay demasiados seres humanos en el
planeta para que cada cual pueda vivir como un norteamericano de clase media. La
estabilización de la población humana (básicamente mediante la educación, el
desarrollo económico y la liberación económica de las mujeres) es un objetivo
irrenunciable. Hay señales esperanzadoras de que el crecimiento de la población
humana ha empezado a frenarse antes de lo que se había previsto.
Tenemos que alentar el desarrollo económico de los países más
pobres, pero todo desarrollo económico debe ser sostenible: hay que valorar de forma realista todos los recursos
(incluidos los ecosistemas y las especies) que utilizamos. Tenemos que evitar
la sobreexplotación y reponer lo que tomamos del mundo vivo, como si
siguiéramos estando integrados en ecosistemas locales.
Tenemos que seguir reservando áreas naturales para la
conservación de ecosistemas y especies, pero sin olvidar la vida económica de
las poblaciones locales, desde los leñadores del noroeste americano hasta los
campesinos del sudeste asiático. Los esfuerzos conservacionistas sólo pueden
funcionar con el apoyo de los habitantes de la región, quienes deben apreciar
el beneficio que supone para ellos dejar de cazar animales y mantener intacto
el bosque. Podemos aprender a vivir de nuevo en armonía y equilibrio con la
Tierra y todas sus criaturas. Tenemos que hacerlo: nuestro futuro depende de ello.
Las cuatro preguntas
En los últimos años me he embarcado en dos proyectos paralelos,
destinados ambos a plantear las cuatro preguntas básicas en torno al término
«biodiversidad» ante una aundiencia amplia. Estas preguntas son:
1. ¿Qué es la biodiversidad?
2. ¿Cuál es su valor y qué
significado tiene para la vida humana? o, dicho de otro modo, ¿por qué debe
importarnos la biodiversidad?
3. ¿Qué amenaza la
biodiversidad?
4. ¿Qué podemos hacer para
contener la marea de la sexta extinción?
Son cuestiones que, en conjunto, hacen de la biodiversidad una
preocupación apremiante para la humanidad entera, y que el estamento político
colectivo debe afrontar a las puertas del tercer milenio. Es necesario que la
clase política esté informada, de ahí mi implicación en estos proyectos
paralelos.
Dichos proyectos son una nueva exposición sobre biodiversidad
inaugurada en la primavera de 1998 en el Museo Americano de Historia Natural de
Nueva York, del que soy conservador desde 1969, y el libro que el lector tiene
ahora en sus manos. La exposición, del mismo título, es la mayor del museo,
pues ocupa más de 1000 metros cuadrados. Es también nuestra primera sala
«temática», en la que nos apartamos de las ilustraciones tradicionales de la
naturaleza en estado prístino y, en lugar de ello, mostramos cómo la actividad
humana ha transformado radicalmente los ecosistemas del planeta durante los
últimos 10.000 años, causando la desaparición de un número creciente de
especies. Dicha pérdida amenaza con convertirse en la mayor desde la
aniquilación de los dinosaurios y otras especies del Cretácico por la colisión
de uno o más objetos extraterrestres con la Tierra hace 65 millones de años.
En mi calidad de responsable científico del contenido de la
exposición, he aprendido que las exposiciones son un medio de comunicación muy
distinto de las conferencias y escritos que han llenado la mayor parte de mi
carrera profesional. Los museos son lugares repletos de objetos, los mejores de
los cuales (es decir, los más relevantes y deslumbrantes) se muestran al
público para transmitir el mensaje que contienen. Los textos se reducen al
mínimo: se sabe que los rótulos de más de 50 palabras (o aún menos en opinión
de algunos) rara vez se leen en su totalidad. En vez de eso, nos basamos en nuestros
especímenes (complementados con filmes, ordenadores interactivos, sonidos e
incluso olores) para explorar las cuatro preguntas y para presentar el tema de
la biodiversidad de la manera más viva.
Sabía desde el principio que tendría que escribir un libro sobre
las mismas cuatro preguntas al tiempo que nuestro equipo afrontaba la tarea a
menudo imponente de preparar la exposición; y es que las cuestiones suscitadas
son tan vastas y complejas que exigen una exploración más cabal mediante la
palabra escrita. Exposiciones y libros (junto con conferencias y películas) se
complementan mutuamente. Aunque nunca pretendí que este libro fuera un catálogo
de la exposición, mientras escribo me sorprende lo fieles que han resultado
ambos proyectos a su objetivo general de explorar las cuatro preguntas, a pesar
de sus diferencias de detalle.
Las únicas palabras escritas para ambos proyectos son las que el
lector acaba de leer al comienzo de este prefacio. Este miniensayo sobre las
cuatro preguntas fue en origen un borrador preliminar del guión del filme que
se proyecta en el vestíbulo de la exposición a modo de introducción. La esencia
de esas palabras pervive en el producto cinematográfico final. A partir de ahí,
ambos proyectos divergen ampliamente a la hora de enfocar las cuatro preguntas.
Los visitantes de la exposición del Museo quedarán sorprendidos
por su eje organizador central. La vida se contempla desde dos ángulos
distintos, aunque mutuamente relacionados: el evolutivo y el ecológico. Hay un
espectro de especies y otro de ecosistemas. El árbol evolutivo de la vida puede
verse como una tabla de puntuaciones de los «jugadores» en el «juego de la
vida» que se desarrolla en los propios ecosistemas. Los visitantes del museo
contemplarán un mural en el que se expone toda la serie evolutiva de la vida
(en correspondencia con el capítulo 3 de este libro). Enfrente se muestra el
espectro paralelo de los ecosistemas del mundo, casi todo en formato fílmico,
con la excepción principal de un gigantesco paseo a través del diorama de una
pluviselva de la República Centroafricana en el siglo XXI, repleto de
reconstrucciones precisas de plantas y animales, imágenes e incluso olores.
Dicha sección de la sala se corresponde con el capítulo 4 de este libro.
Si la estructura general de los dos proyectos es similar, los
contenidos divergen en sus detalles, a veces de manera radical. Lo más
importante, para mí, es que he gozado de libertad para conferir un tono
personal a este libro, lo que, desde luego, era del todo imposible e inapropiado
en la exposición. Ninguna persona viva posee un conocimiento enciclopédico de
los principales grupos de organismos vivos y de los ecosistemas del mundo. Para
la sala del Museo conté con la ayuda de muchos colegas que se repartieron la
enorme tarea de ordenar todos los hechos de la historia natural evolutiva y
ecológica, entre ellos un pequeño círculo íntimo (Joel Cracraft, Naomi
Echental, Francesca Grifo, Sidney Horenstein, Sam Taylor, Willar Whitson) y,
naturalmente, todo el equipo científico del Museo Americano de Historia
Natural.
Para escribir este libro, sin embargo, me he basado mucho más en
mis propios conocimientos e investigaciones en el campo de la paleontología de
invertebrados, en mis experiencias de laboratorio y por todo el mundo, y en la
bibliografía científica. He decidido dedicar el capítulo 1 a una parte del
mundo de la que me he enamorado en los últimos seis años: Botswana, con su
agostado Kalahari y su frondoso, lujuriante y extremadamente húmedo delta del
Okavango. Allí he estado haciendo de guía de ecoturistas y he realizado
investigaciones para la exposición. Las «Historias del pantano» que siguen a
este prefacio plantean las cuatro preguntas y ejemplifican al nivel del
microcosmos los temas cósmicos que están en el meollo de la biodiversidad. Hay
buenas razones para que los relatos del Kalahari y el Okavango tengan un papel
modesto en la exposición, pero a mí me encantan tanto como los lugares mismos,
de ahí su posición central en este libro.
A la exploración microcósmica de las cuatro preguntas en
Botswana le sigue la sección más extensa del libro: ¿qué es la biodiversidad?
Precisamente porque podemos contemplar la biodiversidad desde las perspectivas
evolutiva y ecológica, he escrito el capítulo 2 para buscar las conexiones entre la ecología y la
evolución. En realidad, considero que es prácticamente imposible pensar en la
evolución si no es en un contexto ecológico, como mis agumentaciones sobre la
selección natural y la especiación pretenden mostrar.
Los capítulos 3 y 4, como ya he indicado, ofrecen un recorrido
personalizado a través del espectro que va de las bacterias a los mamíferos
(biodiversidad evolutiva, capítulo 3) y de la tundra ártica a los trópicos
(biodiversidad ecológica, capítulo 4). Tengo que confesar que la presentación
convencional «de las bacterias a los mamíferos» me aburría, lo que me llevó a
adoptar el enfoque inverso, desde nosotros, el mamífero Homo sapiens, hasta las bacterias, un lujo que tampoco pude
permitirme al planificar el «mural de la vida» de la exposición.
Sin abandonar la perspectiva personal, en el capítulo 5 exploro
las dos cuestiones siguientes, por qué debemos preocuparnos por la
biodiversidad y qué es lo que la amenaza. Estas dos cuestiones están
profundamente relacionadas, pues la razón principal de nuestra despreocupación
por la diversidad es que hemos estado viviendo fuera de los ecosistemas locales
(en realidad, fuera de la naturaleza) desde la invención de la agricultura,
hace unos 10.000 años. Nuestra transformación de la superficie del globo
(principalmente con fines agrícolas, con el efecto secundario del crecimiento
de grandes centros de población urbanos y suburbanos) enmascara la importancia
vital de los ecosistemas funcionales para la continuidad de la salud y el
bienestar humanos, y está causando esa tremenda pérdida anual de especies que
ya se conoce como la sexta extinción.
Finalmente (y todavía a un nivel personal y sincero) planteo la
cuarta cuestión: qué podemos hacer para contener la marea de la sexta
extinción. Algunas de las respuestas bosquejadas en mi manifiesto de llamada a
la acción pueden sonar familiares y hasta manidas, pero constituyen el
verdadero meollo de toda acción concertada, que necesita la implicación de
gentes de todas las nacionalidades, clases y condiciones.
Ésta es la razón que me ha llevado a escribir este libro y a
colaborar en la producción de la exposición del mismo título en el Museo
Americano de Historia Natural. Recomiendo al lector que la visite cuando pase
por Nueva York, pues seguirá abierta al público durante bastantes años. También
le recomiendo que mientras lee este libro piense en las cuatro preguntas, hacia
dónde nos dirigimos al entrar en el siglo XXI, cómo encajamos los seres humanos
en el mundo natural, y qué podemos hacer (en calidad de individuos, grupos y
naciones) para contener la marea de la sexta extinción.
1
Historias del pantano
primera parte: la crisis de la biodiversidad en microcosmos
Escondido en el extremo septentrional de Botswana (un país
rodeado de tierra, del tamaño aproximado de Francia y situado justo al norte de
Sudáfrica) se encuentra lo más parecido al Edén que resta en el planeta: el
delta del Okavango. Abundantes rebaños de animales salvajes recorren aquí
todavía las praderas, rodeadas por extensiones de carrizos y papiros, y
majestuosos bosques de galería que bordean la miríada de canales fluviales que
se entrelazan mientras atraviesan el delta. Es una escena que evoca el paisaje
de la garganta de Olduvai tal como era hace 2,5 millones de años, una reliquia
de la etapa en la que evolucionó nuestra propia especie, Homo sapiens, en el acto más reciente del drama evolutivo humano,
interpretado en África hace unos 125.000 años.
Si alguna vez un lugar mereció nuestra atención, incluso nuestra
reverencia, ése es el delta del Okavango. Se trata de la extensión más reciente
del conocido Rift Valley[1]
del áfrica Oriental, donde se han
encontrado multitud de homínidos fósiles antiguos, y el delta nos dice
precisamente cómo era nuestra antigua patria, el ambiente en el que
evolucionamos y crecimos culturalmente. Conocer el Okavango es conocernos a
nosotros, de dónde venimos, cómo hemos llegado a ser lo que somos y cómo era,
es y muy probablemente será en el futuro nuestra relación con el mundo natural.
Pero hay problemas en el Edén. El Okavango
se encuentra en peligro como consecuencia de la misma lista básica de amenazas
sobre los ecosistemas de todo el mundo: ocupación y explotación excesiva por
parte de los seres humanos, junto con las vicisitudes más usuales del cambio
climático. De todas estas amenazas, la más importante, con mucho, emana de
nosotros mismos, pues estamos a punto de destruir nuestro propio lugar de
nacimiento. Los responsables no son los cazadores-recolectores locales, los san
(bosquimanos), que hasta hace muy poco vivían en pequeños grupos en armonía con
la dinámica de los ecosistemas locales del delta y sus alrededores más secos,
los matorrales y praderas del Kalahari. En realidad, los san están tan
amenazados de extinción (tanto cultural como biológica) como las demás especies
de la región.
La amenaza procede más bien de los pueblos pastoralistas,
primero las tribus negras descendientes de los bantúes que inmigraron hacia el
sur, y luego los colonos europeos procedentes de la región de El Cabo en la
actual Sudáfrica. Por encima de todo, es la tecnología moderna (en forma de
agricultura mecanizada, regadíos, caza con armas de fuego, e incluso los
aviones y automóviles que transportan turistas ávidos de contemplar las
riquezas del Okavango) lo que amenaza a este último vestigio del Edén. Es como
si nuestra especie, que salió de África hace 100.000 años, se extendió por todo
el mundo y sólo en fecha reciente volvió a su tierra natal, equipada ahora con
todos los conocimientos y la tecnología del mundo moderno, hubiera olvidado
completamente cómo vivir en el mismo lugar en el que crecimos.
Las historias del Okavango son las nuestras: nuestros orígenes,
desde luego, pero también el lugar que ahora ocupamos, lo que estamos haciendo
ahora mismo en la Tierra y lo que todo ello significa para nuestro futuro. En
su conjunto, los relatos del Okavango son un microcosmos de la experiencia
humana, desde los confusos recuerdos de hace más de 2,5 millones de años hasta
el nuevo milenio. No puedo imaginar una forma mejor de empezar nuestro examen
de los grandes temas de la pérdida creciente de especies, la degradación
ambiental y su repercusión para el futuro humano que repasar la historia de la
moderna Botswana. Todas las glorias y todos los peligros a los que se enfrenta
el mundo vivo aparecen a escala microcósmica en estos relatos del pantano,
relatos de la vida en la cuerda floja.