Por la noche, si los vientos invernales encrespan las olas,
las estrellas se apagan, la luna deja de existir y el horizonte se refugia para
siempre en el vientre de la negrura, los escarpes de la isla del Pavo Real
asoman a veces a proa de las embarcaciones como una aparición formidable, de la
cual no se conoce navegante que no haya huido y de la que no conserve el más
espantoso de los recuerdos. En cuanto se llega allí, esos acantilados abren
remolinos en sus vericuetos, y no hay nada que pueda resistirse a ellos. Pero
antes, desde lo alto, un pavo real inmenso enciende su cola con colores
indecibles y, según se cree, es imperioso salir de allí mientras llamea porque,
una vez que se apaga y se transforma en un punto negro tan espeso que no se ve
cosa alguna alrededor, ya no habrá manera.
Nadie habla de ese pavo real que alza la cola y, en verdad,
no se habla de la isla del Pavo Real. Jamás se ha oído que alguien dijera que
había oído hablar de la isla del Pavo Real, mucho menos que la hubiera visto,
pues quien la ha visto no habla de ella y quien oye hablar de ella no la
menciona a nadie. El forastero que pregunte por ella recibirá como respuesta
una sonrisa y el meneo de cabeza reservado a las preguntas insensatas. Se sabe,
sin embargo, que la isla frecuenta los sueños y pesadillas de la gente del
Recôncavo, que muchas veces despierta en medio de la noche entre copiosos
sudores, y otras veces la invaden delirios que persisten durante varias
semanas. Otros sienten por ella una atracción inquietante, que algunos tratan
de disimular con una actitud falsamente taciturna. Y muchos desaparecidos que
nunca nadie volvió a ver bien pueden estar en la isla del Pavo Real, aunque no
haya certeza ni se hable o se escriba sobre el asunto.
Quienes no pueden soportar siquiera pensar en ella creen, o
saben, que allí encontrarán todos sus miedos materializados y empeñados en
acosarlos como jaurías de perros rabiosos. Ven en las pesadillas numerosos
demonios y sus fechorías más torpes y recursos más sagaces: el demonio Oriax,
el de los pedos sulfurosos y los miasmas letales; el demonio Agares, el de los
desgarradores sufrimientos de la envidia y del despecho; el demonio Casiel, el
de la entrega del cuerpo a los vicios y a la disipación; el demonio Mamón, el
de la ganancia y la avaricia; el demonio Malquedama, el de la intolerancia y el
odio; el demonio Nimorup, el de la mentira, la hipocresía y el falso testimonio;
el demonio Apolión, el de la discordia, la blasfemia y la coprolalia; el
crudelísimo demonio Asmodeo y su anillo maligno, y otros príncipes del mal, que
surgen alevosamente de las tinieblas abismales para descarriar y llevar a la
condenación a las inocentes criaturas de Dios. Y no temen sólo a ésos, sino a
todos los otros seres satánicos que en su opinión pululan por la tierra, los
aires y las aguas de la isla, sus seis mil seiscientos sesenta y seis diablos
que se enseñorearon de la buena ursulina Magdalena Palud, brujas voladoras,
lobos malditos, el sol refulgiendo con un resplandor luciferino, todo ello
capaz de contagiar espíritus de otra suerte puros, honestos y apacibles.
Entre esos temerosos existe también la convicción de que en
la isla viven hechiceras con poderes inauditos, unas negras, otras cobrizas,
algunas zambas o indias, otras blancas de la tierra o del reino, como la que es
conocida por multitud de nombres, principalmente por Ana Calchona la
Desterrada. Los poderes de esas hechiceras provienen de lo que mezclaron del
Congo, de Guinea, de Benín, de Oió, de Dahomey y de otras Áfricas con los
bebedizos de los cafres y con los seres infernales, brujerías y tósigos
llegados en las velas de ultramar, muchos de ellos ocultos entre páginas de
libros aparentemente muertos, pero siempre a la espera de que alguien los
hojease para despertar a sus maléficos residentes. Esos libros, llamados gramuás,
son en su mayor parte de la falange de Salomón, y el principal de ellos está
escrito en lengua antigua y se denomina Clavícula, que viene a ser la llave
dañina para todo lo que hay en la vida. Y también sospechan que, en medio de
prácticas malditas, las hechiceras, sus comparsas y sus prosélitos se entregan
a acciones de espantoso libertinaje, cubriéndose de abominables pecados para
cuya penitencia no basta con la eternidad. Así se entiende el terror de todo lo
que respecta o es semejante a lo que creen que ocurre en la isla del Pavo Real,
pues, para ellos, en ella se cede a las tentaciones y se desobedecen los
dictámenes de la buena conciencia, del respeto a los superiores y del
acatamiento a la enseñanza de la ley y de los hombres de Dios, anarquía e
impiedad que conducen sin perdón a las penas sin fin del infierno.
Quienes se sienten atraídos por la isla no presienten en
ella demonios o, si los presienten, no les dan importancia, como tampoco temen
ser poseídos por duendes y seres nefandos ni ser víctimas de hechizos. Tampoco
consagran su tiempo a horrorizarse con las prácticas libertinas ajenas, y
prefieren ocuparse de las propias o no ocuparse de ninguna. Ignoran por qué
tienen el deseo, siempre ardiéndoles en el pecho, de ir a la isla, de donde,
como todo parece indicar, es muy difícil volver. Sin duda la mayoría nunca se
armará de valor o condiciones para buscarla, pero sienten que en ella hay tal
vez una existencia que no han vivido y al mismo tiempo experimentan en sus
almas paisajes adivinados, sueños a los que dar vida, sensaciones sólo
entrevistas, recuerdos vívidos de lo que jamás ocurrió.
Todos saben que la isla existe, con su historia, su gente,
su tierra labrada y sus terrenos incultos, sus animales y su propio tiempo, que
es diferente de los otros tiempos, aunque nadie sepa explicar de qué manera o
por qué razón. Entre los que la temen y los que la anhelan, la razón tal vez no
esté ni con éstos ni con aquéllos. No se puede negar que la verdad es distinta
para cada uno y tal vez estén en lo cierto los que sostienen que este mundo no
es más que un espejismo y, por tanto, puede ser esto o lo otro, según quien
mira y piensa. Pero, si existe algo más, también la isla del Pavo Real existe
por necesidad y la única manera de desmentir que existe es demostrar que nada
existe.
Para quien se aproxima por el océano, antes de arribar a
puerto se divisa desde lejos como un paredón acantilado, peñascos monumentales
orlados por el vuelo perpetuo de las aves marinas. Desde lejos, su aspecto es
el de una barrera de granito, amalgamada con los contrafuertes del Recôncavo y
los costados de Itaparica y vedando a los navegantes la entrada de la bahía y
los accesos a su interior. Sin duda, incontables pilotos, tanto oscuros como de
renombre, pasaron mucho tiempo frente a esa muralla irreductible, que se
obstina en no cesar de plegarse en nuevos bordes. La mayor parte de los que
vieron la isla del Pavo Real realmente no consiguió entrar, vencida por los
peligrosos escollos de esa costa centinela. Pero algunos acabaron encallando en
una de las muchas golas ocultas de la bahía y el oleaje mortífero que resguarda
la muralla dejó de ser obstáculo para que aportasen en la ciudad de Bahía, así
como no son obstáculo para los que no llegan a ver la isla del Pavo real, pues,
como se sabe, ella está o no está, lo que depende de quién esté o no esté.
Desde su frente de piedra, que da a la playa de Chega-nego,
la isla serpentea hacia la punta de Santo Antônio, se estrecha de repente hasta
comprimirse entre la punta del Jaburu y la de Monte Serrat, se ensancha como un
botijo entre Manguinhos e Itacaranha y se despliega ampliamente
en explanadas y taludes, amenazando con devorar la isla
de Maré y la isla de los Frades y, a partir de las cercanías de ésta,
extendiendo una horquilla al oeste, con un brazo hasta más allá de la isla de
las Vacas y con el otro bajando más acá de la isla de las Canas. Al terreno
pedregoso que bordea los peñascos le sigue, maravillosamente, un bosque cerrado
en el que sólo indios y guardabosques pueden estar seguros de no perderse,
entre árboles altos como campanarios –sucupiras, maçarandubas, jacarandás,
paineiras, higueras, ipés, jatobás, así como todo tipo de vegetación,
terrestre, aérea o acuática. Y animales –monos, jaguares, gatos monteses,
guarás, zorros, apereás, perezosos, tamanduás, tatúes, mariposas de todos los
matices, escarabajos de todas las formas, avispas de todas las clases,
colibríes, petirrojos, cardenales,
canarios, periquitos, tucanes y todo lo que vuele o se alborote por el suelo,
los que se arrastran, boas, yararás, cobras-bejuco, tortugas, lagartos,
caraguayes y toda la familia de animales de sangre fría. El río San Judas, que
nace en cascada en la colina de la Embaúba y en cascada muere en la peña del
Marvado, corta esa gran selva y forma dos lagunas de aguas negras, Paçu y Caçu,
ambas traicioneras y devoradoras de gente. Y, en una bandada aquí, otra acullá,
cada macho con sus diversas hembras, en las partes más secas
de los bosques pasean los pavos reales descendientes de los traídos por Nuno
Pires da Beira, de vuelta de una de sus incursiones por las Indias o por
Ceilán, donde abatía a innúmeros infieles, expandía la cristiandad y saqueaba
lo que
podía, de perlas a criaturas extravagantes.
Una nueva cerca de piedra, ahora mezclada con una arena
áspera que en verano se calienta hasta tal punto que llega a asar a los peces,
parece inaugurar un descampado árido y, no obstante, mientras el terreno baja
en quebradas amenas, lo que se ve son cocoteros, yatayes, carnaubas, escobas,
corojos de Guinea y otras palmeras, manglares abriéndose a la izquierda, playas
blancas a la derecha, cañaverales interminables enfrente, vastos sembradíos de
tabaco y mandioca, rodando llanura abajo y ondulando sobre las curvas suaves de
las colinas. A veces un poco distantes en el mar frontero, otras veces
irrumpiendo abruptamente de la tierra blanda y formando precipicios abismales,
las murallas de roca sólo franquean sus vías secretas a los conocedores y a los
de mucha suerte y habilidad. Por detrás de ellas, fondeaderos, ensenadas,
marismas, terrenos pantanosos. Entre ellas, mareas destempladas, meandros
laberínticos, caribdis antropófagas, puntas aguzadas empaladoras de cascos,
arcos, cavernas y aguas sublevadas sin aviso por el viento con su voz de
embudo, que se entuba por esos pasos, fortaleciéndose y desvariando en cada
estrechamiento tortuoso, y que ha llevado así a pique en unos instantes un
número desmedido de barcos y embarcaciones de porte.
Por las orillas de las aguas, aparejos de pesca, caleras,
viveros de mújoles, atracaderos, lagunas lisas brillando entre los arrecifes.
Muchas poblaciones se explayan en todas direcciones, desde villorrios que no
tienen más de veinte casas, hasta las importantes, como las ciudades de
Boquerón Seco de San José, Nuestra Señora de la Playa del Blanco y Buen Jesús
del Otero, además de las aldeas de los indios y cierto reino en el bosque del
Quilombo. Pero, en medio de todas, la principal es la Señalada Villa de San
Juan Limosnero del Mar del Pavo Real, que, habiendo sido pisada por primera vez
por pie cristiano un 23 de enero, recibió ese nombre en honor del santo del
día, gran santo entre los más santos, altísimo patrono de la Sagrada Orden de
San Juan de Jerusalén, voz más elevada en las huestes de Malta, señor de la
flamígera cruz de las ocho puntas. Todos los años
llueve el 23 de enero y muchas veces bajan unos vientos insólitos que
transfiguran las aguas en un oleaje enfurecido. Pero, aun así, la galeota Flor
de la Santidad, ornamentada de nuevo cada seis meses, no deja de capitanear la
procesión por mar que conmemora el buen santo del día remoto en que el reputado
capitán y almirante Nuno Pires da Beira saltó de una gabarra hacia el agua rasa
del bajío del Enforcado, vadeó hasta la playa y declaró que todo aquello era
suyo.
Por la abundancia de calles, callejones y callejas, por las
diferentes casas de dos plantas y viviendas lujosas, por la abundancia de
mercerías y tiendas de moda, por las iglesias, por las ferias y mercados, y por
muchos otros atributos, la villa de San Juan puede muy bien compararse a muchas
ciudades grandes y, aun en tabernas y casas de mujeres, no tiene nada que
envidiar y hasta es posible que la envidien. En la rua Direita, por ejemplo,
hasta las piedras de la calzada parecen hervir con la agitación de las decenas
de tiendas de artesanos, boticas, abacerías, locales de venta de comestibles y
bebidas, negocios mayoristas, negras con bandejas, damas con sombrillas
floridas, caballeros con trajes elegantes, calesas y caballerías vistosamente
enjaezadas. Ya en el descenso hacia la cuesta del Alecrim, el movimiento no es
de la misma especie y el higuerón que oculta su entrada testimonia todos los
días el paso de hombres de respeto, tomando mil precauciones, en busca de las
mujeres públicas o de algún otro encuentro galante en una casa de lenocinio o
en los cuartos que las alcahuetas alquilan y cambian por favores.
De figuras eminentes es también rica la villa de San Juan,
incluso para una ciudad del Recôncavo, zona celebrada por su patrimonio
inagotable de hombres insignes. El primero que ha de citarse es forzosamente el
legendario capitán Baltasar Nuno Feitosa, que prefiere responder por el
sobrenombre que ganó en fatigas y combates, así como el del Capitán Caballo,
dueño de desmesuradas tierras, azúcar para endulzar eternamente el Tajo, tabaco
para ahumar todos los reinos, fibra de escoba para acordonar todas las flotas,
corojo de Guinea para no dejar en el orbe reunión o comida sin aceite y barcos
como para aturdir a Poseidón. Pero si él y los ricos menores tienen estatura
para medirse con los ricos de otras partes cualesquiera, lo mismo ha de decirse
de los letrados y notables señavisajualimparrealengos, adjetivo patrio cuya
sonoridad y exactitud débense, dicho sea de paso, al ingenio del gramático,
boticario y maestro de escuela Joaquim Moniz Andrade, pues, a pesar de tratarse
coloquialmente como juaninos, sentían desconcertada falta de una apelación de
más peso que los designase como nativos de la Señalada Villa de San Juan
Limosnero del Mar del Pavo Real. Si viviese en Lisboa, maese Joaquim tendría
renombre universal, pero, aun así, está lejos de ser un solitario en San Juan.
En las letras poéticas, en las letras históricas y filosóficas, en la
elocuencia sagrada, en las artes farmacéuticas, en las ciencias geográficas, en
la música y en la pintura, en todos los campos de la humana inteligencia, San
Juan ha sido bien dotada.
Aun así, a pesar de todas esas prendas, nada parece
evidenciar en la villa ninguna singularidad de monta. Observará el visitante
fugaz que los juaninos son iguales a la demás gente, ocupados en quehaceres de
los que todo el mundo se ocupa. Tal vez le cause un pequeño asombro ver cómo
hombres, mujeres y niños, blancos y negros, pudientes y pobres, a diferencia de
lo que ocurre en otras tierras, adoptan la costumbre de tomar baños de mar, a
veces durante toda la mañana o incluso todo el día, entre grandes jolgorios y
algazaras, sin que se acatarren ni les advenga algún mal de la excesiva
inmersión en aguas saladas. Posiblemente también extrañará ver a negros que
calzan botas, se sientan a la mesa con blancos, los tutean con naturalidad y
actúan en muchos casos como hombres del mejor linaje y posición económica,
además de negras ataviadas como damas y cogidas del brazo de mozos rubios como
príncipes del norte. Pero, aparte estas y otras originalidades menos notables,
ese visitante zarparía sin llevar consigo para contar los prodigios que se
espera oír de todo viajero. Y así habrá sido, si así le pareció.
Un día saltó del tiempo y amaneció en San Juan. De
madrugada, el aire frío humedecido por una llovizna casi pegajosa daba la
impresión de que precedería a una sucesión más de articulaciones ateridas y
estornudos alarmados, pero, a la hora de la segunda misa, el sol se inflamó de
súbito ya a un palmo del borde del horizonte, las ventanas se abrieron de par
en par y el parloteo del día, antes impedido por debajo de las nubes oscuras,
llenó los aires, mezclándose con el olor a tierra mojada. El mar y las grandes
rocas en el mismo lugar, el cielo turquesa de siempre, las construcciones
indiferentes, en el lento envejecer de los seres de albañilería. Recibiendo
ahora el viento del noreste que baja para quedarse hasta la noche, las aguas ya
no son un lago inmóvil, sino que se pliegan en pequeñas olas perezosas, que
apenas hacen oscilar las embarcaciones en la ensenada del Obispo y en el canal
del Mesquita. En las colinas aún nubladas del otro lado de la ensenada, ya por
los límites de la villa, la Casa de los Escalones, con sus azulejos blancos
salpicados de azul celeste que centellean, es la única que refleja los tonos
dorados del sol, un adorno en la cima de la elevación más alta, entre alamedas
de flores y frondosos árboles frutales. Sus decenas de ventanas, de un azul más
oscuro y cerradas por celosías, aún no están abiertas, con excepción de las que
dan a la cocina, donde las mujeres rallan maíz y coco y hormiguean en medio de
ollas y cacerolas humeantes, alrededor de un fogón descomunal. Finalmente, todo
está inmóvil como una pintura, no moviéndose nada salvo las hojas en medio de
la brisa y el remolino de humo oscuro que brota pachorrudo de la chimenea.
Cumpliendo una vez más la tarea que se le encomendara desde la Creación, un
gran bienteveo pió enérgicamente en la copa de un caraipo de la plaza de la
Calçada.