En defensa de la política

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La naturaleza del sistema

político de gobierno 

 

¿Quién no ha sentido a menudo la misma aversión hacia la política democrática que expresó Salazar cuando dijo que «detestaba la política desde lo más hondo del corazón; todas esas promesas ruidosas e incoherentes, las demandas imposibles, el batiburrillo de ideas infundadas y planes poco prácticos…, el oportunismo al que no le importan la verdad ni la justicia, la vergonzosa búsqueda de la gloria inmerecida, las incontrolables pasiones desatadas, la explotación de los instintos más bajos, la distorsión de los hechos…, toda esa febril y estéril agitación»?

 

J.H. Huizinga, The Times, 16 de noviembre de 1961

Uno de los grandes riesgos que corren los hombres libres es aburrirse de las verdades establecidas. El hastío les proporciona una excusa en los tiempos difíciles para evitar redefinir las cosas con inteligencia e imaginación, o para escudarse en la indiferencia académica o en la imparcialidad científica, en lugar de hacer fecundos los viejos tópicos. Este ensayo sólo se propone contribuir a la recuperación de la confianza en las virtudes de la política como una excelente y civilizadora actividad humana. La política, igual que Anteo en el mito griego, tiene el don de permanecer joven, fuerte y dinámica siempre y cuando mantenga los pies bien plantados en el suelo de su madre, la Tierra. Dada nuestra condición humana, la política no nos permite ir en pos de un ideal absoluto, como predicó Platón con seductora determinación. La faz de la Tierra es enormemente variada y la condición humana nos hace seres inquietos, con ideales múltiples y distintos, obligados a planificar el futuro y disfrutar de los frutos del pasado. La política, por lo tanto, no puede ser una actividad «puramente práctica e inmediata», como afirman orgullosos quienes no son capaces de ver más allá de sus narices.

La política se ve con excesiva frecuencia como un pariente pobre, por naturaleza dependiente y subsidiario. Rara vez se la aprecia como algo con vida y carácter propios. No es religión, ética, derecho, ciencia, historia ni economía; no lo resuelve todo ni está presente en todo, y no es ninguna doctrina política concreta, ya sea conservadora, liberal, socialista, comunista o nacionalista, aunque pueda contener elementos de casi todo lo anterior. La política es política, valorable por lo que es y no porque «sea como» o «realmente sea» algo más respetable o singular. La política es política. La persona que desea que la dejen en paz y no tener que preocuparse de la política acaba siendo el aliado inconsciente de quienes consideran que la política es un espinoso obstáculo para sus sacrosantas intenciones de no dejar nada en paz.

A algunos todo esto les parecerá evidente, pero no vendrá mal recordarles que son muy pocos. Por todo el mundo hay hombres que aspiran al poder que, sea cual sea el nombre bajo el que se escuden, tienen en común el rechazo de la política. En 1958, muchos franceses, entusiastas defensores de la República, sostenían que el general De Gaulle libraría a la nación francesa de los políticos; en 1961, durante el levantamiento del ejército en Argelia, el mismo general fue acusado de buscar una «solución puramente política» al problema argelino y los generales rebeldes negaron cualquier tipo de «ambición política». En 1961, Fidel Castro declaraba a un periodista: «No somos políticos. Hicimos la revolución para echar a los políticos. Somos socialistas. Nuestra revolución es una revolución social». Son tantos los países por donde ha circulado la consigna de que el partido o el líder defiende al pueblo de los políticos. «La política, mal entendida, ha sido definida como el arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño», escribió Isaac Disraeli. Por supuesto, son muchas las personas, incluso en regímenes claramente políticos, que creen que no les interesa la política y que incluso actúan como si fuera cierto, pero probablemente son pocas comparadas con quienes piensan que la política es confusa, contradictoria, cíclicamente autodestructiva, estacionaria, poco patriótica, ineficaz, mera contemporización e incluso un fraude o una conspiración de la que se sirven los partidos políticos para preservar unos sistemas sociales particulares y peculiares e impedir el avance hacia el inevitable futuro. Sus detractores tienen mucha razón cuando afirman que la política es una conquista mucho más limitada en el tiempo y en el espacio de lo que suelen creer los hombres de mentalidad política o quienes se dedican a eso tan extraño llamado política.

Muchos políticos, comentaristas e investigadores de las culturas occidentales tienden a salir en defensa, o a hacer propaganda, de conceptos como «libertad», «democracia» o «sistema de gobierno libre» y luego a sorprenderse e incluso inquietarse cuando, en el caso de que sus voces sean escuchadas en otros foros, reciben orgullosas y sinceras garantías de que todas esas cosas buenas existen y son muy estimadas en tipos de gobierno tan distintos como los que rigen su Unión Soviética, su China, su España franquista, su Egipto, su Cuba, su Ghana, su Irlanda del Norte o su Sudáfrica. Aunque tienen significados precisos, todas esas expresiones revisten demasiada importancia como símbolos de prestigio para ser atribuidas de buenas a primeras. Los comentaristas quizás harían mejor en limitarse a defender la actividad política, algo mucho más preciso de lo que suele suponerse: es esencial para la auténtica libertad; desconocida salvo en las sociedades complejas y avanzadas, y tiene su origen en la experiencia europea. Debe apreciarse casi como una perla de valor incalculable en la historia de la condición humana, aunque, en rigor, concederle un valor excesivo puede conducir a su destrucción total.

Quizás haya que decir algo sobre el hecho de escribir un elogio de una actividad en apariencia tan general que son pocos los que sienten algún deseo de apropiársela o nacionalizarla, proclamándola propiedad exclusiva de un grupo concreto de hombres o de un programa de gobierno en particular.

Aristóteles fue el primero en definir lo que debería reconocerse como la proposición elemental, básica, de cualquier posible ciencia política. Fue, por así decirlo, el primer antropólogo que describió y distinguió lo que sigue considerándose una invención o descubrimiento del mundo griego sin parangón en la historia de la humanidad. En un pasaje del segundo libro de su Política, en el que examina y critica distintos proyectos de estados ideales, afirma que Platón, en su República, comete el error de intentar reducir todo lo que compone la polis (o estado político) a la unidad, aunque «hay un punto en el que la polis, en su avance hacia la unidad, dejará de ser tal polis; hay otro punto, previo al anterior, en el que aun siendo todavía una polis, estará cerca de perder su esencia, y será, por tanto, una polis peor. Es como si pretendiéramos reducir la armonía a mera monotonía, o un tema musical a una sola nota. Lo cierto es que la polis es un conglomerado de múltiples miembros».1 La política, según el gran Aristóteles, surge en estados organizados que reconocen ser un conglomerado de múltiples miembros, no una tribu o el producto de una religión, un interés o una tradición únicos. La política es el resultado de la aceptación de la existencia simultánea de grupos diferentes y, por tanto, de diferentes intereses y tradiciones, dentro de una unidad territorial sujeta a un gobierno común. No importa demasiado cómo se ha formado esa unidad: por costumbre, conquista o circunstancia geográfica. Lo importante es que la estructura social, a diferencia de la de algunas sociedades primitivas, es lo bastante compleja y fraccionada para hacer de la política una respuesta plausible al problema de gobernarla, al del mantenimiento de un orden mínimo. El orden político, sin embargo, no es cualquier tipo de orden; su implantación señala el origen o el reconocimiento de la libertad, puesto que la política entraña cierta tolerancia de verdades divergentes y el reconocimiento de que la gobernación no sólo es posible sino que se ejerce mejor cuando los intereses rivales se disputan en un foro abierto. La política son las acciones públicas de los hombres libres. La libertad protege a los hombres de las acciones públicas.

El uso que comúnmente se da a la palabra puede hacernos creer que la política es una fuerza real en todos los Estados organizados, pero si nos paramos a reflexionar, veremos que ese uso común puede originar grandes confusiones. La política, tal como observa Aristóteles, sólo es una de las soluciones posibles al problema del orden y no es, ni mucho menos, la más habitual. La tiranía, el gobierno de un hombre fuerte en beneficio propio, es la opción más obvia, seguida de la oligarquía, el gobierno de un grupo en beneficio propio. El método de gobierno del tirano o del oligarca se reduce a destruir, coaccionar o intimidar a todos los demás grupos, o a la mayoría, en beneficio del suyo propio. El sistema político de gobierno consiste en escuchar a esos otros grupos a fin de conciliarlos en la medida de lo posible y en ofrecerles categoría legal, protección y medios de expresión claros y razonablemente seguros, todo lo cual debe permitir que esos otros grupos puedan hablar y hablen con libertad. Además, la política debería acercar a esos grupos entre sí, de manera que cada uno de ellos y el conjunto de todos puedan hacer una contribución real al objetivo general de la gobernación: el mantenimiento del orden. Las distintas maneras en que puede llevarse a cabo son evidentemente muchas, cualquiera que sea la situación de enfrentamiento de intereses sociales, y dada la variedad de Estados que existen y la cantidad de cambios coyunturales habidos, y por venir, las variaciones posibles sobre el tema del gobierno político parecen infinitas. No obstante, por muy imperfecto que sea el funcionamiento de este proceso deliberado de conciliación, siempre se diferencia claramente de la tiranía, la oligarquía, la monarquía, la dictadura, el despotismo o lo que probablemente pueda considerarse la única forma de gobierno que sólo ha existido en la época actual, el totalitarismo.

Sin duda puede parecer extraño, dado el uso contemporáneo de la palabra, sostener que en los regímenes totalitarios o tiránicos no tiene cabida la política. Habrá a quien le parezca más claro decir que, aunque en todos los sistemas de gobierno interviene la política, hay algunos que son políticos y que funcionan de acuerdo con, o regidos por, la política, pero el uso lingüístico no destruye distinciones reales y la distinción que nos ocupa tiene una larga tradición que la respalda.2 Cuando a mediados del siglo xv, Fortescue, presidente del Tribunal Supremo, afirmó que Inglaterra era al mismo tiempo dominium politicum et regale, quería decir que el rey sólo podía dictar leyes tras consultar al Parlamento y obtener su consentimiento, aunque tuviera poder absoluto para aplicar la ley y defender el reino. Un régimen puramente regale, o monárquico, no tendría nada de politicum. En los inicios de la época moderna, el término inglés polity o la expresión «gobierno mixto» –es decir, la armonización aristotélica de los principios aristocráticos y democráticos– se utilizaban en contraposición tanto a tiranía o despotismo como a «democracia», aun cuando la democracia no fuera más que una amenaza con la que se especulaba, o lo que teóricamente ocurriría si todos los hombres se comportaran como los anabaptistas o los levellers [igualitaristas]. En la Inglaterra del siglo xviii, la «política» solía entenderse como la oposición a los «poderes establecidos». Los políticos eran personas que se oponían al orden establecido por la Corona, los Tribunales y la Iglesia, y lo hacían de una manera muy concreta; no mediante las intrigas de palacio propias del despotismo, sino intentando crear estrategias políticas claras y haciéndolas públicas. Los políticos eran personas, ya fueran de mentalidad aristocrática como Pitt el Viejo o proletaria como Jack Wilkes, que se proponían imponer el poder del «público» y del «pueblo» (en realidad, naturalmente, siempre varios públicos y pueblos) contra lo que Samuel Johnson llamaba «los poderes establecidos por ley». El término era peyorativo. Los hacendados conservadores tildaban de «políticos» a los magnates whigs [constitucionalistas] porque recurrían a la ayuda de personas como Wilkes, y los mismos «influyentes whigs» consideraban políticos a las personas como Wilkes porque se apoyaban en «el populacho»; en realidad, en los obreros especializados. Así pues, ser político suponía reconocer un «electorado» más amplio que el admitido por los poderes fácticos del momento, al que se creía necesario consultar a fin de ejercer el gobierno con acierto, no apoyándose en el pasado, sino en el presente, base del futuro.