En el límite. La vida en el capitalismo global

¿Quién teme a la cultura global?

 

Polly Toynbee

 

            En ocasiones, parece como si una marea de la peor cultura occidental se extendiera por el mundo como un batido gigante de fresa. Qué manera de desparramarse sobre el planeta, dulce, empalagoso, homogéneo, lleno de números que empiezan por E, estabilizantes y glutamato monosódico, con el mismo sabor desde Samoa hasta Siberia o Somalia.

            Imaginémoslo en fotos de satélite, cada cañón y cada grieta de color rosa, y todo procedente de Estados Unidos. Igual que, en otro tiempo, los mapas del mundo eran rosas por las colonias del Imperio británico, ahora lo son por el batido de fresa norteamericano, porque la «globalización cultural», muchas veces, no es más que sinónimo de americanización. Creadas por las mentes cocainómanas de los productores de Hollywood, las películas de Estados Unidos se han convertido en la plasmación de sueños universales: empalagosas, sentimentales, violentas y pornográficas, llenas de gente hermosa y finales felices en los que el bueno siempre gana y Estados Unidos, también. Este batido mental se esparce por encima de las fronteras, las culturas y las lenguas, y da un toque Disney a todo lo que encuentra a su paso. Da la impresión de que hace falta ser talibán para resistir.

            El viajero que atraviesa las extensiones desérticas del Sahara acaba llegando a Tombuctú, donde el primer habitante al que ve lleva una gorra de béisbol de Texaco. Los peregrinos que van al Himalaya en busca del contacto supremo con la naturaleza, en el reino más lejano, se encuentran un Everest lleno de basura, latas, bolsas de plástico, botellas de Coca-Cola y todos los restos del excursionista moderno. Los exploradores que recorren el Ártico se quejan de los botes vacíos de detergente incrustados en el hielo. Tony Giddens inauguró sus conferencias del ciclo Reich con la historia de una antropóloga que se dirigía a pie a un remoto rincón de Camboya para un estudio de campo y se encontró, su primera noche, con que el entretenimiento no consistía en pasatiempos tradicionales del lugar, sino en ver Instinto básico en vídeo. Por aquel entonces, la película ni siquiera se había estrenado todavía en Londres. (Más adelante volveré sobre este asunto.)

            La cultura global y sus desechos aparecen en todas partes, no queda nada sagrado, nada salvaje, nada auténtico, original o primitivo. Los viajeros actuales hablan de vandalismo cultural, de godos occidentales que contaminan antiguas civilizaciones y tradiciones intactas durante siglos. Si Occidente se hubiera propuesto deliberadamente llevar a cabo una misión de imperialismo global, seguro que habríamos escogido mejores embajadores culturales. Lo que ensucian las estepas y las sabanas no son páginas de Shakespeare ni partituras de Mozart, sino un logotipo inventado por algún publicitario para un producto inútil y engañoso de la temporada anterior o un fragmento de la insoportable canción de Titanic.

            Este tipo de ideas sombrías y miedos morbosos son lo que denomino «pánico cultural». A todos nos asalta de vez en cuando, porque salta con facilidad cuando tropezamos con alguna nueva vulgarización abominable o un americanismo. El «pánico cultural» es pariente cercano del «pánico moral» (a la decadencia moral), el «pánico intelectual» (al entontecimiento) y el «pánico patriótico» (a la pérdida de identidad nacional). Estos miedos nacen de una veta muy rica en la psique humana que se remonta a los días de nuestra expulsión del Paraíso: el mundo va a peor. Todos nos deslizamos por un camino de rosas hacia la perdición y ya nada es lo que era. La generación de nuestros padres era mejor que la nuestra, y la de nuestros abuelos, mejor todavía. Por muchas mejoras que pueda haber en nuestras circunstancias físicas y materiales, no bastan para compensar todo lo que nos hemos empobrecido moral, espiritual y culturalmente respecto a nuestros antepasados. Ellos aprendían griego, nuestros hijos ven South Park. Ellos creaban su propio entretenimiento en torno al piano familiar, nosotros nos sentamos a ver Urgencias y Friends. Ellos tenían tradiciones, nosotros queremos novedades. Ellos eran serios, nosotros sólo queremos divertirnos. Nos falta la disciplina necesaria para intentar cualquier cosa difícil, por eso somos más tontos, llenos de complacencia intelectual y perezosos. ¿Quién nos ha enseñado a ser vagos? Los mismos que nos han apartado de las cosas serias y nos han seducido con esa cosa rosa: los norteamericanos, por supuesto. La culpa es de ellos, que están extendiendo su escasa capacidad de concentración por todo el mundo.