El libro de la realidad

Capítulo de El libro de la realidad, de Arturo Arango

 

Tenemos una deuda con la humanidad, dice Gonzalo frente a los veinte muchachos de la misma edad que están escuchándolo, criaturas escogidas de entre los mejores estudiantes de todos los institutos de la ciudad, las miradas detenidas en él, él reconociendo los rostros que antes fueron sólo datos, sonrisas destinadas a otros, ojos que miraban una cámara fotográfica que aún nada tenía que ver con entrenamientos y guerras. Quisiera ver mejor al mulato que está sentado al fondo, con la cabeza baja, comiéndose las uñas. Rolando, recuerda que se llama. Gonzalo habla lentamente, en los últimos dos meses el destino de su trabajo han sido las palabras que va diciendo, la frase que dirá de inmediato y para la que no querría resonancias pomposas, que caiga con la inocencia de una hoja, de un lápiz que ha resbalado de la paleta de una silla, que estalle en las miradas de estos muchachos, en los sudores que bañarán sus frentes, que todo se haga con la sencillez con que Dios respiraría. Ustedes han sido elegidos para saldar esa deuda, dice Gonzalo, y a él mismo lo dicho le traba la lengua, las palabras que pensó y escribió y repitió para no olvidar están esperando y Gonzalo todavía no hace por escrutar a esos muchachos, una frase no es suficiente aún, ellos mismos deben sobreponerse al asombro ante lo escuchado, establecer la certeza de que éste que hasta ayer era un desconocido está proponiéndoles una vida distinta, tal vez heroica. Tendrán que pasar por pruebas muy duras y no todos lograrán vencerlas, quienes hayan sido operados alguna vez deben irse, el que padezca de asma no soportará los entrenamientos, si a alguien se le ha partido un hueso tampoco podrá estar con nosotros, sólo los mejores de entre los mejores partirán a pelear a otras tierras del mundo. Gonzalo hace otro breve silencio, este sí para observar labios que se contraen, párpados que se paralizan, manos que se unen como en un ruego. ¿Todos aceptan?, pregunta, ¿Todos están de acuerdo?, insiste, y está seguro de que bastará el silencio, de que ninguno de ellos querrá levantar la mano y decir No quiero ser un héroe, salir del aula, olvidarse de sí mismo. Serán entrenados por mí desde hoy y hasta que finalice el curso escolar, los que lleguen al final también tendrán que aprobar los estudios preuniversitarios con las mejores calificaciones posibles. La rubia pequeña cuyo nombre es Miriam parece conmovida, y mira a su novio con ganas de besarlo. Jorge, se llama, dieciocho años, un pie y ochenta pulgadas de estatura, ciento cincuenta libras, zurdo, de procedencia humilde. La trigueña que fue a sentarse junto al mulato mira como si quisiera desafiarme. ¿Ileana o Gisela?, se pregunta Gonzalo, confundido por esas fotos que ha estado buscando en expedientes escolares. El mulato no ha dejado de comerse las uñas. Ser mejor entre los mejores significa ser un hombre nuevo, y un hombre nuevo tiene que conocerse a sí mismo, no tener secretos para su propia conciencia, ser implacable consigo cuando sea necesario. ¿De acuerdo?, dice Gonzalo, y espera, observa, algunas cabezas asienten. Si están todos de acuerdo, si todos están absolutamente seguros de estar de acuerdo, si no hay una sola duda, la sospecha de una sola duda en ninguno de ustedes, sólo me queda pedirles que cada uno haga su autobiografía. Escríbanlo todo, absolutamente todo, desde el minuto en que nacieron hasta el día de hoy. Quiero sinceridad, quiero que se desgarren, que me cuenten hasta los malos pensamientos. Que ustedes mismos se asusten cuando lean lo que han hecho en sus vidas. Les doy tres días para entregármelas. Esta es la primera prueba.