La euforia perpetua

Una vez establecido lo anterior, hay que confesar un malestar fundamental: es tan imposible despreciar el dinero como venerarlo. Lo que tiene en común con la felicidad es que son dos abstracciones, y que en potencia representan todos los placeres posibles. Con el dinero poseemos las cosas virtualmente, sin que sus características materiales nos molesten. A esto hay que añadir la felicidad de ganar dinero, con frecuencia mayor a la de disponer de él, y que es una felicidad de cortocircuito: amasar una buena cantidad quemando las etapas. Ganarse la vida es una carga, enriquecerse deprisa es un juego bastante semejante a la furia erótica. Pero el escollo del dinero es presentarse como un modo de vida en sí, un sustituto para todos los placeres. Cuando se convierte en ídolo, en objetivo absoluto, es tan deseable que todo lo demás se vuelve indeseable. Su fuerza y su tragedia es la eliminación de los obstáculos: los pulveriza, pone todas las metas a nuestro alcance de inmediato, pero esta omnipotencia conduce a la indiferencia. Quien mucho abarca poco aprieta, y uno puede caer en una paradójica frustración en la que se prohíbe disfrutar de todo.

Ya conocemos esos personajes cómicos: ricos que ya no tienen tiempo de gastar lo que acumulan, gente tan próspera que está harta del mundo y a la vez está hambrienta de placer en el seno de la abundancia. La gente así casi llega a desear algún revés para volver a empezar de cero, para reiniciar la palpitante odisea del ascenso social. Gente, como suele decirse, que lo tiene todo para ser felices y sin embargo no lo es: como lo tienen todo ya no tienen nada; sus deseos se dispersan en lugar de concentrarse, siempre atraídos y siempre desengañados por otro espejismo. Ya no pueden tener éxito, pero aún les queda la posibilidad de fracasar, de precipitarse en el abismo, como esas grandes dinastías tan afortunadas que atraen sobre ellas desgracias y catástrofes. El dinero ilustra de maravilla la siguiente paradoja: todos los procedimientos para alcanzar la felicidad pueden también hacerla desaparecer. Por eso la afición hasta el delirio por el lucro se ha convertido, al menos en Norteamérica, en una pasión colectiva: "La más laboriosa de las épocas, la nuestra, no sabe qué hacer con su trabajo y su dinero, salvo convertirlos en más trabajo y más dinero" (Nietzsche).

Una línea muy fina, casi imperceptible, separa en nuestras sociedades el dinero como fin y el dinero como medio; y la tarea del consumismo y de la publicidad es borrar constantemente esta línea. Entonces entramos, o al menos entran los mejor provistos, en el ámbito del "consumo ostentoso", según el nombre que el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen dio antes de la primera guerra mundial a las costumbres de la alta burguesía, la de los Rockefeller y los Vanderbilt. Mansiones, yates, automóviles de lujo, enormes apartamentos: hay que rivalizar con otras personas del mismo rango para deslumbrarlas o por lo menos igualarlas, es decir, hay que sufrir los embates de la envidia hacia cualquiera que tenga más éxito y desdeñar a aquellos cuyo nivel de vida no llega a la altura del propio. Cuando un empresario se embolsa un botín mil o dos mil veces mayor que el salario de sus empleados, lo que demuestra no es su competencia o sus méritos, sino su mera voluntad de poder, reflejada en su "remuneración”. Su alegría proviene de arramblar con lo que les falta a los demás y causar sensación entre sus iguales. Lo malo de estas justas es que siempre hay gente más opulenta, siempre hay un magnate cuyo resplandor ofusca, que supera a los demás en la clasificación de Forbes o de Fortune, y cuyo volumen pecuniario les hace morder el polvo. La frustración crece al mismo tiempo que la cuenta bancaria, y uno se alegra menos de sus ganancias al ver que las de los demás aumentan más deprisa. Porque en este asunto hay que distinguir a los ricos de los superricos y de los ultrarricos, que son distintas categorías. De ahí la espantosa sequedad de los hombres adinerados cuando no ponen su dinero al servicio de una causa, de una idea o del arte, y por eso dan la impresión de haber fracasado en todos los objetivos de la vida.