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Conocí a Pearl cuando
llegué a Londres, en el otoño de 1975.
Había dejado Sri
Lanka hacía algunos años pero aún no encontraba mi sitio. Como no tenía trabajo
por entonces, pedí prestado un poco de dinero y viajé a Londres, decidido a
hacer realidad un sueño juvenil que tal vez era equivocado. Vivir con Pearl, en
el 52b de Almeida Avenue, lo hizo posible. Alquilaba una habitación porque
Prins, su hijo mayor, había ido a Oldham durante diez meses para aprender a
vender ovillos de lana. El menor, Ravi, vivía allí con Pearl, pero solía
encerrarse bajo llave en la habitación más oscura del piso.
Casi todas las tardes
de aquel primer y frío año las pasé en un sillón de piel sintética de color
marrón, sentado frente a Pearl, bebiendo a sorbos su jerez y escuchando sus
relatos, mientras ella tejía mantones o chaquetas de punto en el sofá, entre
escena y escena de películas antiguas y episodios de Kojak en la televisión. Incluso en momentos como aquéllos, yo
quería moldear mi vida siguiendo la huella de su ferviente estela. Pearl, y
después Prins, se convirtieron en los puntos de referencia de mi incierta
identidad.
—Los problemas
comenzaron cuando a él se le metió en la cabeza la torpe idea de comprar una
casa. —Pearl olvidaba sus agujas de tejer y se golpeteaba levemente los labios,
como animándose a pronunciar una de aquellas frases maliciosas que solía
emplear durante su infancia para mofarse de los ingleses presuntuosos—. Dime, a
ver, ¿de qué sirve ser el dueño de un minúsculo cementerio? Pero él se aferraba
tanto a su montón de estiércol que no pensaba en ninguna otra cosa.
«Él» era su esposo,
Jason Ducal.
Pearl contaba una y
otra vez la historia de aquellos días lejanos, y lo hacía con tal candor que
ante ella me sentía como el testigo invisible en el crepúsculo de una era.
Pearl se había criado
casi en cuarentena, en casas rodeadas de hectáreas de espacio desocupado; pero
esas casas jamás fueron propiedad de sus padres. Su padre, médico, se mudaba de
un lugar a otro tratando de prestar ayuda allí donde era necesario. Murió
durante la epidemia de malaria de 1935. Su madre había sido víctima de la misma
enfermedad un poco antes, pero Pearl nunca me habló de ella, salvo cuando me
dijo su nombre, Sikata, y cuando me contó que, después de aquella epidemia, su
padre siempre había procurado encontrar para su única hija casas en las que se
pudiese respirar el aire puro del mar o de la montaña. Pearl creció
deleitándose con los misterios del padre Brown y con las novelas inglesas en
jardines apartados, a la sombra de los mangos. El resto de la gente entraba en
su mundo únicamente por la puerta del consultorio médico. Gente vulnerable,
lastimada, que pedía un poco de ayuda en su lucha diaria por sobrevivir.
Por esta razón Jason
la fascinó tanto cuando apareció en su casa. No padecía achaques ni heridas
visibles.
—No parecía enfermo
—decía ella, y aún se notaba algo de sorpresa en su voz. Jason iba en bicicleta
y se comportaba como salido de una obra de teatro rusa. Solía llegar
pedaleando, con un solo dedo en el manillar y una flor en la otra mano.
Mientras que sus contemporáneos se desvivían noche y día por su futura posición
social en un imperio maltrecho, Jason hablaba con fascinación sobre la búsqueda
de la belleza y la transmigración de las almas.
—Debo decir que no
había ninguna actitud boru en él,
¿sabes? —Pese a los años transcurridos, Pearl negaba con la cabeza en un ademán
de admiración—. No, no en aquellos primeros días, creo. Era sincero. No se daba
aires como todos los demás —decía entre suspiros.
Ella era joven. Creyó
en Jason, en su bicicleta centelleante, en su flor arrancada con pulcritud y en
sus palabras deliciosamente embriagadoras. Se había casado con él por amor,
decía; pero Jason, según parece, muy pronto comenzó a sentir la necesidad de
llenar el mundo de Pearl con todos los pertrechos de la casa de su difunto
padre (una alacena, una biblioteca, un jardín), en vez de hacerlo simplemente
con el don que posee un buen médico.
Durante los meses de
noviazgo, él había sido muy cortés.
—Me recitaba poemas,
sí, poemas de verdad. Y a menudo caminábamos juntos por la orilla del mar; me
hablaba de las estrellas y de Venus, «el ojo del amor en el cielo».
La
había impresionado la facilidad con que podía dejar a un lado las preocupaciones
mundanas y mirarla con franqueza a los ojos; casi internarse en ella por los
ojos, quedar allí alojado como una sonrisa en algún punto entre su corazón y su
garganta. Pero aquella habilidad para penetrar en ella sin tocarla siquiera se
había desvanecido tras la boda, como si el hecho de haber entrado en su cuerpo
aquella primera noche le hubiese impedido para siempre poder aproximarse a ella
de cualquier otra forma. A Pearl le preocupó no haberse quedado embarazada en
el acto, tal y como la habían empujado a pensar las sucintas lecciones de
biología que había recibido de su padre.
—Sentí que yo tenía
la culpa de que aquello no hubiera ocurrido de inmediato —decía con una risita
nerviosa—: que había pasado por alto alguna técnica y por esa razón no había puesto
un óvulo del tamaño de una pelota de pimpón en el mismísimo instante en que él
hacía saltar su esperma.
Jason parecía
desilusionado. Y después de la boda, día tras día, se obstinaba de forma
creciente en encontrar algo que impulsara sus vidas hacia una órbita de mayor
riqueza. Se mofaba del sistema de oposiciones para la función pública y
lamentaba todas las oportunidades de trabajo perdidas. Se propuso romper moldes
abriéndose camino en el sector del comercio exterior de Colombo. Todos los
signos de despreocupación se esfumaron. Ella no lograba entender aquella
transformación.
—Se diría que nuestra boda despertó
en él una especie de misión. Yo me preguntaba qué eran aquel impulso, aquella
urgencia por irse. ¿Por qué no se quedaba a mi lado, con lo afectada que yo
estaba todavía por la muerte de mi padre?
Pearl
me miraba como si la respuesta se encontrase dentro de mi cabeza. Pero era ella
quien lo sabía todo, no yo. Jason Ducal era un hombre sin posibles. Pese a que
el padre de Pearl había dotado a su hija de medios para vivir, antes de donar
el resto de sus escasos bienes a una residencia para enfermos desahuciados,
Jason no tenía dinero propio. Y, después de su boda, ese hecho pareció causarle
un gran desasosiego.