El rey traidor

 

            [...] Ya como jefe de Estado, Eduardo VIII gozaba de más autoridad de la que había tenido hasta hacía unas semanas. Se reunió en público con Dino Grandi, embajador de Mussolini en Londres, y le dijo que el gobierno italiano debía saber que estaba de su parte, y que los intentos del gobierno británico de pararle los pies a Mussolini apoyando la política de sanciones de la Sociedad de Naciones le parecía «grotesca y criminal». Terminó la conversación con Grandi con el siguiente comentario: «La Sociedad de Naciones [...] debe darse ya por muerta» (27).

            Para los veteranos de la política británica era evidente que la actitud de Eduardo, cada vez más fascista y dictatorial, era una forma de decir que quería tener la iniciativa política; y no les costaba adivinar que Eduardo impondría su voluntad y los amenazaría con una crisis constitucional cuando no pudiera salirse con la suya. Parecía como si las intenciones que Eduardo había expuesto a su primo Coburgo a las pocas horas de empezar a reinar, los principios del Führerprinz, se estuvieran haciendo realidad. Eduardo era técnicamente el jefe del Estado británico desde la muerte de su padre, en enero de 1936, pero su posición no estaba del todo consolidada, ya que no sería rey con plenos poderes hasta que se le coronase, el 12 de mayo de 1937. Todos los interesados, en particular Stanley Baldwin, tuvieron que comprender que en cuanto se le pusiera la corona en la abadía de Westminster, pasaría a ser una fuerza incontrolable. Era imposible calcular lo que ocurriría si no había más remedio que derribarlo con la corona ceñida. Si había que hacer algo con Eduardo, había que hacerlo pronto y rápido.

            Por entonces comenzó una correspondencia a tres bandas entre Geoffrey Dawson, director del Times, el canónigo Don de la Abadía de Westminster, hablando, se sobreentendía en nombre del arzobispo de Canterbury, y un veterano empleado del palacio de Buckingham (que, según se cree, pudo ser Alexander Hardinge o Alan Lascelles). Tras intercambiar las primeras cartas, los tres estuvieron de acuerdo en que Eduardo no era gran cosa como rey y en que, cuanto más tiempo pasara, peor se pondrían las cosas. Había que hacer algo. El canónigo y el empleado de Palacio pidieron a Dawson que indagase en los dominios británicos para saber qué pensaban allí ante la perspectiva de que la señora Wallis Simpson fuera reina. Comenzaron a llegar los resultados de las pesquisas de Dawson y todos coincidían en una cosa: los antiguos dominios no aceptarían como reina a la señora Wallis Simpson en ninguna circunstancia. Los tres hombres comprendieron que Wallis Simpson podía ser el pretexto y el medio para derribar a Eduardo del trono (29).

            Poco después, en una apartada casa de campo de Hampshire, se celebró una reunión muy confidencial y secreta entre varios ministros, dignidades eclesiásticas y veteranos mandarines de la administración pública. La tapadera fue una cacería de fin de semana, pero de lo que en realidad hablaron fue de la corona y de la mejor manera de echar al rey del trono. No era ningún secreto para estos hombres que conforme se estrechaban los lazos de Eduardo con los nazis y crecía la seguridad del rey en su nueva posición, aumentaban también sus manifestaciones ideológicas y su tendencia a imponer su voluntad política. La situación se complicaba por culpa de la aparente incapacidad de Eduardo para guardar un discreto silencio sobre la información delicada o secreta, y se había comprobado que cuando Eduardo recibía informes confidenciales sobre alguna reunión del gabinete de ministros, al cabo de unas horas los diplomáticos de la embajada alemana sabían ya de qué habían hablado. Por otro lado, su informalidad en relación con los documentos oficiales que tenía que estudiar o firmar había obligado al Ministerio de Asuntos Exteriores a tomar la grotesca medida de ocultar la información delicada y las valijas diplomáticas al propio jefe del Estado.

                        En agosto de 1936, mientras comenzaban las diversas intrigas contra Eduardo por correspondencia, en reuniones secretas y en cacerías de fin de semana, el rey, ignorante de las fuerzas que se confabulaban contra él, decidió hacer un crucero por el Mediterráneo. Mientras los lectores de periódicos de todo el mundo se hartaban de fotos del rey británico en bañador y dándole a los remos de una barca, de instantáneas con Wallis y Eduardo cogidos románticamente de la mano y paseando, y leían las imaginativas especulaciones sobre lo que podía suceder al día siguiente, los felices británicos no sabían absolutamente nada del romance de su rey, ya que en Gran Bretaña había una censura extraoficial que temía herir la sensibilidad de Eduardo.

            Stanley Baldwin volvió de vacaciones en octubre y se encontró con una montaña de cartas de británicos residentes en el extranjero que se quejaban del romance del rey y alegaban que la lealtad al imperio podía resentirse si Eduardo imponía «esa mujer» a sus súbditos. Por si el clima no estuviera suficientemente emponzoñado, la señora Simpson había solicitado el divorcio, alegando que el señor Simpson había cometido adulterio. La causa de Eduardo tampoco ganó adeptos cuando se supo que Wallis, a primeros de mes, había enviado felicitaciones personales a sir Oswald Mosley y su reciente esposa Diana, que habían contraído matrimonio en la casa berlinesa del doctor Goebbels, con Adolf Hitler como invitado.

            Stanley Baldwin era un político astuto, [y vió que] había llegado el momento de hablar con Eduardo. Cuando fue a verlo, sabía ya que el rey no tardaría en dar un paso en falso aprovechable por el gobierno.

            En el curso de la reunión, Baldwin dijo a Eduardo que las noticias que circulaban ya por América, la Commonwealth y la Europa continental llegarían pronto a las costas británicas. Baldwin añadió que la señora Simpson no sería aceptable como reina y le dio a entender que si el rey se casaba con ella, el gobierno no tendría más remedio que dimitir. Eduardo respondió que pensaba casarse con Wallis Simpson, y que si la boda resultaba inaceptable, entonces abdicaría. [...] Eduardo trató de llegar a un acuerdo durante lo que quedaba de octubre y todo noviembre; se esforzó por encontrar una solución, un arreglo por el que Wallis recibiera el visto bueno del gobierno, pero sin saber que, propusiera lo que propusiese, Baldwin le diría que no.

            [...]

            A fines del mismo mes, el rey encargó a un amigo, Esmond Harmsworth, que se entrevistara con Baldwin para proponerle que el matrimonio fuera morganático. Era una salida legal que permitía que un hombre de alcurnia se casara con una mujer de condición inferior sin que dicha condición se elevase y sin que ni la mujer ni los hijos tuvieran derecho al título ni a las propiedades. [...] Días más tarde, Eduardo mandó llamar a Balwin y le preguntó qué pensaba de la propuesta morganática. Baldwin no se comprometió oficialmente, pero si Eduardo quería su opinión personal, él pensaba que el Parlamento no aprobaría las especificaciones jurídicas que harían falta. A continuación le dijo que antes de remitir la propuesta al Parlamento tendrían que analizarla los gabinetes ministeriales británico y de los dominios. Baldwin, situándose entonces en el punto de penalti, le preguntó si deseaba remitir la propuesta a los gabinetes. Eduardo respondió que sí. Sin saberlo, acababa de dar a Baldwin la oportunidad de apretarle un poco más las clavijas, porque el matrimonio tendría que someterse ahora a la decisión de los dominios y esta decisión ya la había previsto meses antes Geoffrey Dawson, el director del Times: el matrimonio morganático se descartó.

            A Eduardo sólo le quedaba ya una carta en la manga; [...] fue a Downing Street y anunció a Baldwin que quería someter su situación a la decisión del pueblo británico. Haría un comunicado radiofónico y apelaría a sus súbditos para que pusieran su lealtad a la corona por encima del gobierno elegido en las urnas. El fantasma de la guerra civil asomó por el horizonte y es muy probable que Baldwin se quedara pálido. Si Baldwin accedía y dejaba que Eduardo pidiera el apoyo del pueblo para oponerse al gobierno, el país podía partirse por la mitad y enfrentar al parlamento con el rey. [...] Baldwin cruzó los brazos y repuso que «invocar al pueblo pasando por encima del gobierno es anticonstitucional» (38).

            «Quieres que me vaya, ¿verdad?», le preguntó Eduardo con voz irritada.

            «Lo que yo quiero, Majestad», le respondió Baldwin con voz tranquila, «es lo que vos mismo me dijisteis que queríais: marcharos con dignidad, sin dividir el país [...] Dar esa alocución sería pasar por encima de vuestros ministros...» (39)

            El 10 de diciembre Eduardo comió con Winston Churchill. En el curso de las discusiones de otoño --el forcejeo entre el matrimonio y la abdicación--, Churchill había estado decididamente de parte de su rey; fue una postura que pagó pasando dos años y medio desterrado en el limbo político, hasta que Europa volvió a entrar en guerra, en 1939. En 1940, sin embargo, Churchill acabaría sabiendo de qué era capaz Eduardo para alimentar su fe en su derecho a gobernar [...].

            Aquella misma noche leyó Eduardo el discurso de abdicación en el castillo de Windsor y los británicos pegaron el oído a la radio cuando sir John Reith anunció: «Aquí el castillo de Windsor. Al habla Su Alteza Real el príncipe Eduardo». A continuación se oyó una voz extrañamente trémula que decía con un acento entre cockney y americano:

 

            «Por fin puedo deciros unas palabras personalmente. Nunca he querido ocultar nada, pero hasta hoy no me ha sido constitucionalmente posible hablar». Habló de su lealtad hacia su hermano, que ya era Jorge VI, de que no podía estar sin Wallis y se despidió diciendo que «me habría resultado imposible cumplir con mis obligaciones de rey como habría deseado...»