Los brillantes y trágicos destinos de
Fitzgerald y Marylin, que ahogaron en el alcohol y la depresión la tristeza de
su nueva condición de “artista”, permiten descubrir el otro lado del paraíso:
los desastres de un sistema que ha querido “estandarizar” el mundo para hacerlo
mejor. En su libro ¿Adónde va el trabajo
humano?,3 cuya primera edición se publicó en 1950, Georges
Friedmann recogía unas palabras de Saint-Exupéry: “¿Adónde va Estados Unidos y
adónde vamos nosotros también?”, escribía el autor de El principito... “El hombre-robot, el hombre-termita, el hombre que
va del trabajo en cadena a la partida de cartas, el hombre castrado de todo su
poder creador, que desde un rincón de su ciudad ya no sabe inventar un baile ni
componer una canción.” En el mundo del siglo XX, la forma de conseguir que los
trabajadores sean eficaces parece consistir en separarlos por todos los medios
de su humanidad. “Una de las principales ventajas de una división del trabajo
(bien) concebida es la hacer la tarea menos consciente, aliviando así los
centros nerviosos.” Esta cita de un sociólogo de la empresa recogida por
Georges Friedmann es bastante explícita sobre lo que supone el trabajo en
cadena que organiza la producción. Se podría pues relatar toda la historia del
siglo XX como la historia de la deshumanización del mundo. La obsesión de
estandarizar todo para incrementar continuamente el volumen de la producción es
el origen de las patologías de que nuestro siglo por desgracia es culpable en
muchos y variados campos.
¿Cómo es posible que un siglo que ha
liberado al hombre de la tiranía del hambre, convirtiéndolo en objeto de todas
las atenciones (educación, sanidad), haya podido concebir un marco tan
deshumanizante como el trabajo en cadena? La manera más sencilla de contestar a
esta pregunta es constatando el importante desfase existente entre las
estructuras productivas y las estructuras sociales, entre la economía y la
sociedad. Consideremos la evolución del capitalismo a lo largo del siglo XIX.
Se ha dicho muy justamente que “el siglo XIX es el mundo feudal que se amontona en las ciudades.”4 En
los primeros tiempos del trabajo en las fábricas, los horarios y las costumbres
siguen siendo los del campo: levantarse temprano, acostarse tarde, y los niños
a trabajar. En parte, la gran miseria de la condición obrera del siglo XIX es
calco de la antigua condición campesina. La siguiente comparación de dos
testimonios sobre cada una de estas épocas constituye una clara muestra de
ello. Escuchemos primero el recogido por Marx, que pone de manifiesto la
condición proletaria del siglo XIX: ”¡Éste es mi niño! —comenta una mujer-.
Cuando tenía siete años solía cargarlo a la espalda a causa de la nieve, para
llevarlo y traerlo de la fábrica, donde trabajaba normalmente dieciséis
horas... Muy a menudo me he arrodillado para darle de comer mientras seguía
trabajando en la máquina, pues no debía abandonarla, ni interrumpir su
trabajo.”5 Ahora escuchemos el testimonio de Vauban que describe la
vida campesina de principios del siglo XVIII: “Para tirar del arado, los
campesinos están obligados a trabajar encorvados como si fueran bestias. Tan
sólo disponen de pequeños asnos, y a veces incluso uncen a sus propias mujeres
medio desnudas. Se alimentan de pan de centeno, del que no se quita ni el
salvado, que es pesado y negro como el plomo. También los niños comen de este
pan, y una niña de cuatro años tiene el vientre tan hinchado como el de una
mujer encinta.”6 Según Marx, Dante encontraría las torturas de su
infierno superadas por esas dos descripciones: la pobreza es la misma, sólo ha
cambiado el marco.
Una fábrica del siglo XIX, en su
origen, no es más que un lugar donde se dispone de una fuente de energía común,
la máquina de vapor, que sustituye a las energías naturales: agua, viento,
tracción animal o humana. Desde un punto de vista profesional, la organización
interna de la fábrica se mantiene en gran parte idéntica al modelo de
producción medieval. Los diferentes sectores nos recuerdan el mundo de los
“gremios”, donde el saber se transmite de padres a hijos. Yves Lequin resume
así el funcionamiento de una actividad tan emblemática de la (primera)
revolución industrial como la siderurgia: “La experiencia domina el oficio.
Vidriero o fundidor deciden abrir el horno a ojo porque el material fundido ya
está liberado; de oído captan los ruidos de la máquina o de la obra; y por el
olfato o el tacto notan cuándo hay que apartarse de la boca del horno7”.
Hasta finales del siglo XIX, el obrero de oficio sigue siendo el heredero de
los secretos del sector. Con una concepción totalmente elitista de su función,
el principal sindicato americano, la AFL (American Federation of Labour),
vincula en sus inicios la afiliación al ejercicio de un oficio, excluyendo de
la asociación a los unskilled
(obreros no especializados), que en la mayoría de los casos son inmigrantes.8
Con el trabajo en cadena, el panorama
cambia radicalmente. La obra de Taylor, Management
científico (1911-1912), se convierte en el estandarte del nuevo mundo
industrial. Taylor introduce “el
cronómetro en el taller”, calcula al minuto el tiempo medio de cada tarea y
transforma al obrero en espectador impotente ante su propio trabajo. El obrero
ve su actividad reducida a un gesto idéntico que se repite de forma indefinida;
es brutalmente expropiado de su “saber-hacer”. ¿Por qué privarse de esa
sabiduría obrera acumulada durante tantos siglos? Por una sencilla razón: al
taylorismo no le interesa ese tipo de obrero. En efecto, el fordismo se apoya
en las masas analfabetas que inundan las ciudades. Introduce el mundo miserable
del siglo XIX en el capitalismo industrial. Para simplificar la comparación,
utilizando la expresión ya usada en relación con los primeros momentos del
capitalismo, se podría decir que la sociedad del siglo XX es la del siglo XIX
“amontonada” en las fábricas. Georges Friedmann señalaba que en el contexto
americano “los negros, muchos de ellos recién llegados del sur, consideran como
una promoción su entrada masiva en las grandes fábricas y su participación en estas
técnicas imponentes y modernas, desarrolladas en trabajos limpios y bien
pagados.”9 El trabajo en cadena es una vía de integración que les
permite escapar de la miseria del sur. Benjamin Coriat nos recuerda igualmente
que “más que cualquier otro país, Estados Unidos se resintió de la falta de
obreros de oficio en número suficiente, e incluso hasta la década de 1860 a
1870, de la falta de obreros en general”. Sin embargo, de 1880 a 1915 se
registran en Estados Unidos más de quince millones de nuevos inmigrantes. El
equilibrio que existía entre los obreros cualificados y los no cualificados se
ha quebrado totalmente. Taylor hace posible la incorporación en masa de los no
cualificados a la producción.
El precio que habrá de pagarse por esta “integración” será
alto. Del taylorismo se ha dicho que se caracterizaba por la exclusión del
trabajador del proceso de producción, del que supuestamente era protagonista.
En primer lugar, exclusión con respecto al trabajo: todas las condiciones
necesarias para realizar la tarea le vienen dadas; con respecto al saber: el
trabajador no está ahí para pensar; con respecto al tiempo: se fijan los ritmos
y las pausas; con respecto a la palabra: se prohíbe cualquier tipo de
comunicación horizontal; y, por último y como resumen de todas las demás,
exclusión de la posibilidad de cooperación: el obrero se encuentra sólo ante su
puesto de trabajo, por lo que su remuneración es estrictamente individual.
Taylor no ignora los dramas humanos que su sistema va a generar. Comentaba que
veía la ira en los ojos de sus amigos obreros. Pero también pensaba que al ser
los trabajadores más ricos debido a la nueva productividad, gozarían de los
frutos de esa riqueza fuera del trabajo. Habría un tiempo para sufrir y un
tiempo para gozar. Henri Weber, parodiando la obra de Daniel Bell Las contradicciones culturales del
capitalismo, manifestaría que “hay que ser trabajador de día y vividor de
noche».