Porque parece mentira la verdad nunca se sabe

Primer periodo

 

 

Capítulo uno

 

Llegaron los cadáveres a las tres de la tarde. En una camioneta los trajeron –en masa, al descubierto– y todos balaceados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel miradas sorprendidas, pues no era para menos ver así nada más paseando por el pueblo tanta carne apilada, ¿de personas locales? Eso estaba por verse. Y mientras tanto gritos por ahí, por allá, por lo demás, al fin, chiflo avisor que penetró a cuchillo en recintos tan íntimos como el de Trinidad, quien buscando frescuras fue a tirarse gustoso al mosaico del baño, más resuelto que nunca a gozar de su siesta.

La de todos los días, en calzoncillos, la siesta ideal, de casi media hora, mas cuando despertara habría de culminarla con un cigarro deÊhoja, fumárselo despacio, y entonces repensar, para darle cabida a tanta paradoja. Contimás esa vez que Trinidad no pudo acomodarse tal como le gustaba, porque seguía el desate del zumbido exterior no obstante su encerrona y no obstante también haberse puesto burujos de algodón en los oídos. Así debía apagarse aquella reciedumbre, pero ni para cuando se apagara. Antes bien, al revés, se hizo más ostensible lo que él consideraba una guerra en su contra: barullo de zancudos, ¿o de gente?... Siquiera manotear a ver si, ¡y no!... Todo vino a aclararse cuando su esposa airada violó su intimidad.

–¡Levántate, haragán!, ¡vámonos a la plaza principal! Acaba de llegar la camioneta, la esperada por todos los de aquí desde hace unas tres horas. Trae un montón de muertos balaceados, los del mitin, ¿te acuerdas?, donde iban nuestros hijos.

–¿Nuestros hijos?... Ah, sí... Aunque, mmm... yo no creo que estén muertos –con apatía gatuna y sin abrir los ojos respondió Trinidad.

–Yo tampoco lo creo, pero de todos modos hay que ir... ¿O no estás preocupado?

–Lo estaré cuando sepa la verdad.

–Pues qué mal padre eres, qué inhumano, ya ni la...

–Es que, bueno, ¡comprende!... ¿No ves que estoy dormido?... ¡Déjame descansar!... Pero, ¡anda, ve!, si quieres; y cuando traigas la información correcta, entonces a ver qué hago.

Monumental pachorra una vez más la de ese cincuentón, dado que ni siquiera por sus hijos era capaz de abandonar sus hábitos. Inútil convencerlo porque de medio a medio el sueño se imponía en tanto que el rosario de insultos y reclamos para él no pasaba de ser mero zumbido. Y apretar más sus párpados ¡con ira!, y taparse a la tupa ambas orejas para evitar oír el notición macabro. Pero ¿por cuánto tiempo sus manos harían fuerza? No mucho más allá de tres minutos, porque ni dos minutos –fue lo bueno– duró la repasata de la esposa. Total que la mujer, sintiéndose vencida, le soltó una azagaya cargada de veneno:

–¡Pues yo sí voy a ir! ¡Pero cómo quisiera que en lugar de mis hijos el muerto fueras tú!

Enseguida el portazo y la intranquilidad, ya de relance, tras dejarse vencer de nueva cuenta y sentirse de golpe señalado por un dedo diabólico justo cuando empezó su pesadilla, donde, dificultosamente caminaba sobre un posmo reguero de cadáveres para al cabo caer exhausto, macilento, y oír casi al oído la frase gemebunda de su esposa y susurrada a coro por sus hijos: ¡Muérete corazón aquí junto a nosotros!, siendo así un bulto más, a fin de cuentas, ¿escuálido a cercén?, tal como uno cualquiera del montón que había llegado al pueblo.

Allá lo resultante: ciertamente... Crasa la comparanza porque de uno por uno, como bultos escuálidos, tendían a los cadáveres en ristra, y bocarriba, sobre una acera chueca que estaba a un costado de la plaza. Téngase la indolencia a causa del apuro, porque salvo dos hombres voluntarios, además del chofer y sus compinches, ni una persona más de los mirones, se acomidió a efectuar la tarea de descarga.

Y enllegando al resumen de una vez: de los veintiocho muertos presentados únicamente cuatro eran de ese lugar. Tras reconocimientos en detalle (físicos, y además mediante esculcos, lo facilito pues, alguna credencial: si metida en sus ropas, en un equis bolsillo; lo difícil: las prendas ¿aún reconocibles?) no hubo la cantidad que la gente pensaba, más si se le compara con lo que se dio a cambio: un acopio infeliz de preguntas al vuelo contra el chofer de aquella camioneta, quien no era de allí, como tampoco eran los que venían con él: mudo trío sudoroso de ayudantes, asegún «¡voluntarios!»; si cuatro en la cabina apretujados que andaban con su carga pestilente desde hacía ¿unos tres días?... Menudo mentidero en progresión, y adrede, sin embargo ¿teatral?, ¿cierto?, ¿sobrado? Para comprobación una evidencia notable a todas luces: nomás ver de reojo que sobre el toldo de la camioneta estaba colocada una bocina; de hecho la resonancia de
la voz dramática-tipluda sí alcanzó las orillas de Remadrín, al menos, pero en cuanto a su alcance a campo abierto: a saber hasta dónde habría llegado. Al respecto el chofer hizo énfasis de más y para redondear lo aún informe terminó señalando con su índice derecho unas estrías de nubes: ¿sendo alcance?, y algo más todavía: visto el planeo de buitres en rondón, fiel en el seguimiento con cálculo a distancia desde el arranque pues: una amenaza, o sea: fiel a un ideal de cruenta comilona en cualquier rato: ¡horror!, y allá mejor, en lo alto y para siempre, cual si fuesen diez puntos suspensivos que en aína se hicieran rolde y órbita, en vil preparación para el descenso; mas los de acá, de abajo, ¡en sus empeños!; lo suyo: arremeter, que no por distracción ni por temor dejarían de exigirle al tal chofer en jefe respuestas más redondas y más grandes, y él estando en comedia, medio sonriente a fuerzas, se las daría gustoso ¡a su manera! Es decir: lentamente, porque... ¡vaya alboroto!

Debieron transcurrir más de tres horas para que el susodicho diera parte por parte casi en forma total los pormenores. Así consideró estar en su derecho de pedirles con creces a los más preguntones que de favor siquiera cooperaran para subir de nuevo a la cajuela la suma de ca-
dáveres restantes. Retirada discreta hacia el anochecer, salvo los familiares, tan pocos de por sí, y unas cinco personas de esas politiqueras, nadie se acomidió. Repugnancia mayor tratándose de muertos no queridos. No obstante, y ya nomás como último servicio, la camioneta llevó casa por casa a los cuatro difuntos, ya llorados bastante por unos nueve hombres y unas veinte mujeres.

Fue un cortejo anormal, de suyo, cuatro en uno, y no muy elegante, más bien no. Téngase la pirámide sangrienta, coronada, a tolondro, por los cuatro cadáveres de Remadrín al viento, sin sábana siquiera. Y resaltó a ojos vistos otro aspecto anormal: lerdos y cabizbajos, ¿pensativos?, a pie los familiares iban ¡sí!, pero véase lo insóli-
to: en vez de ir a la zaga de aquel mueble luctuoso, tal y como se estila en varios sitios, por mor de señalar rumbos correctos tomaron delantera.

Por ende el ritmo cambió.

Más lentitud todavía.

Penosas vueltas de rueda.

Y el chofer atento a... Ahora dóblese a la izquierda, ¡en la esquina!, por favor, y ya sígase derecho hasta la orilla del pueblo; o también algo más fácil: Son seis cuadras nada más y no hay vuelta a ningún lado; o también algo, digamos, un poco zaragatoso: Hay que irnos por donde mismo de regreso a la otra orilla... cuando quiera me pregunta y le digo dónde doble. La última indicación fue tan larga que mejor la ponemos como etcétera. Y volviendo a lo de antes...

Previamente el problema se presentó cuando hubo disparejos para ver quién primero, y luego quiénes, y lo último, ¡ni modo!, a caminar más trechos. La condición fue clara, fue aceptada. También, para acabarla, los familiares tuvieron que subir a fin de cuentas, aparte de los suyos, los veinticuatro muertos y ¡cuanto antes!, porque si no el chofer, vengándose a lo chino les dejaría en la acera sus cadáveres, sin más negociación.

Favores con favores y, ¡total!, el adiós relativo; la simpatía no obstante la frialdad; y las «gracias» y ¡ya!

Sin embargo, ¿sembrar una promesa?

La espera contra la duda, y en rebaja la confianza, contimás por lo evidente: tan sólo ocho lugareños vieron la escena postrer; ¡ah!, no se cayó ningún muerto pese al arrancón al re. Y es que huyó la camioneta cual si huyera de un infierno –a medianoche–: ruidosa. Empero dejando abiertas hartas posibilidades de un regreso menos tétrico y con más información. A saber... Sí, pero no, porque, bueno, digámoslo más de tajo: si se miden pesadumbres ¿cuál será más llevadera: el luto por corto tiempo o el ascua entre el «sí» y el «no»? Luego habría que imaginar cómo se cocían las cosas en las casas: ¿de una en una?, y particularizando... Para deslindar supuestos se retoma lo sabido: el trasunto flojeroso: Trinidad: su pesadilla: en la cual pudo morirse, pero despertó en el límite viéndose de arribabajo, y el chasco maravilloso: ¡qué bueno que no sangraba! Pauta para un desenlace más fresco, menos porfiado, más casual, más parejero, entonces ¿más amoroso?

Luego de que la esposa –Cecilia se llamaba– anduvo donde anduvo –un tanto arrepentida y otro tanto en la guala–, regresó más o menos hacia el anochecer, se llevó una sorpresa: Trinidad ya vestido –y peinado distinto, sin raya ¿para qué?– absorto se encontraba fume y fume cigarro tras cigarro, o qué mejor: envuelto en humo en la pequeña sala, ¡en sí!, listo también para enfrentar la riada chacharera de neurosis ¡al tiro!, y:

–Tenías razón, nuestros hijos no estaban entre el montón de muertos.

–¡Ya ves!, por eso no quise ir.

–¿Pero cómo supiste...?

–Quería esperar lo peor y nada más. Una mala noticia tiene alas.

–Ay sí, qué a gusto me lo dices. Pues déjame te cuento que el chofer...

–Lo del chofer no importa. Yo sé lo que en verdad nos inte-
resa.

–¿Pero qué es lo que sabes?

Despeje y acomodo para entrar en materia. Primero echarse uno o dos cigarros y luego poco a poco, adrede vacilante (reojos, muecas turbias, y titubeos, y al viso –por demás– ciertos ruidos bucales), hasta... Los hechos nebulosos del comienzo cuando un gentío se unió una mañana: un mitin gigantesco de pronto convertido en marcha de protesta rumbo a la capital, o sea: a Brinquillo. Unas doscientas gentes, ¿cien?, ¿o menos?, más las que se agregaran a su paso, porque hubo suciedad en los comicios. Sin embargo, el ejército reprimió aquella marcha con lujo de violencia y (para redondear)...

–A mí se me hace que el ochenta por ciento de los manifestantes ha de estar sano y salvo... ¡A todo lo que daba huyó la mayoría por el desierto!

Sus hijos, desde luego... dos, solamente dos, uno de veintiún años y otro de diecinueve: solteros, albañiles: Papías y Salomón, quienes desde hacía un año o poco más vivían en una suerte de barraca hecha por ellos mismos allá en la orilla sur de Remadrín; y aparte ya hombrecitos metidos en política, quiérase hasta las cejas, y en la marcha ¡pues sí!, pero vivos aún, seguro que escondidos en... Lo que sabía el marido –¡qué caray!– era un burdo rejuego de hilazones al tiento, si real: ¿quizás?; si onírico: ¿fallido? Historia potencial de un abarrotero al que sus clientes vienen a contarle mentiras del tamaño de su ocio y él se deja llevar si su ánimo no mengua. No por nada recién hacía dos días alguien vino a contarle que sus hijos estaban escondidos en la cueva de El Zopo. Papías y Salomón temblando de terror. Y se explica el porqué para llegar al cómo: ¿cómo salir?, o sea: se entiende que serían descabechados por guachos carniceros si salían gritoneando a pecho abierto sus «vivas» combativos de lucha y libertad y el nombre de su gallo derrotado. Mas lo último era cola, por supuesto, deslinde necesario que Trinidad usó nomás por dar un dato que a lo mejor servía, mas no para de oquis enredarse en los estrapalucios de un mugrero político, siendo que le bastaba creer en los vislumbres que el sueño a veces muestra; la única proyección: sus hijos aún vivos adentro de la cueva y...

–¿Eso es lo que sabías?, si me lo hubieras dicho tal vez yo no habría ido a ver tantos difuntos en la plaza.

–Es que... quería dormirme.

–Pues qué mal padre eres, qué inhumano... ¿y ahora qué vas a hacer?, ¿vas a dormirte?

–La verdad tengo sueño, ya es muy noche y estoy bien desvelado... Espero que me entiendas... además me imagino que han de faltar dos horas para que salga el sol.

Pero eso no era cierto, faltaba mucho más, y el enojo de ella no servía. Servía una acción infiel, o mejor dicho, su postura de madre arropadora, reluciente, objetiva, habida cuenta que tras haber tocado un fondo negro pretendiera a la brava salir un poco a flote diciendo algo como esto:

–Como tú te haces guaje todo el tiempo yo me voy ahora mismo a buscar a mis hijos.

–Aaaah –incrédulo exclamó el abarrotero; como si se tratara de
un chiste mala leche sépase que ese «aaaah» era de bostezo, para colmo, más bien... Más peor para la esposa, que no lograba sensibili-
zarlo.

–Si no es mucha molestia ¿podrías decirme dónde está la cueva?

–La de El Zopo, ¿preguntas?

–Sí, la que te dijeron, ¿cuál otra habría de ser?

Explicación tardada en medio de flojeras y estires musculares. El lugar estratégico no estaba muy distante de esa localidad. Yendo a pie cuando mucho cualquiera haría dos horas de camino, desde luego siguiendo estrictamente de una por una las indicaciones, cosa harto complicada, de resultas, sin tener a la mano un croquis básico, diseñarlo en papel ¿sería lo consecuente?, lo más claro posible con flechas por doquier... pero no, quizás luego, y por lo tanto sobrevino la bronca... El haragán frenándola a base de argumentos machorrines, a pie juntillas sin hacer ademanes, seguro como era de palabras y modo en momentos cruciales como ése: tal cual... Mejor decirlo así: tenía razón a medias siempre y cuando se endilgara el papel de protector.
La angustia delantera, sus puntos suspensivos, amén de que la búsqueda a la postre sería más apremiante; y todo a causa de una pata-
leta... Agréguense la noche y sus horrores y la mujer a solas en el monte.

Razón a medias, la inferida al sesgo, ya que yendo al trasunto de revés: ¿por qué el esposo le describió al detalle el trayecto más rápido? Error de suspicacia, debido al ¿entresueño? Y ella encaprichadísima, como diabla cojuela, tiento a tiento se dirigió a la puerta.

–¡Espera!, no te vayas –clamó el abarrotero. Su culpa por encima de su desfachatez.

–Pero ¿de qué te asustas? Yo confío en mi memoria y tú también confía en que respetaré los pasos a seguir.

–No, mejor no. Mejor mañana ve, o yo voy, como quieras, pero mañana, o ¿qué decir?, dentro de pocas horas.

–Ahora o nunca.

–¿Me estás amenazando?

–Ahora o nunca, ¡entiende!, ¿o me vas a pegar?

–Sería incapaz. Tú sabes.

–Bueno, pues ya está dicho –y que gira la chapa y...

–No, eso me toca a mí. Yo tengo que decir la última palabra y, por lo tanto, yo soy el que se sale. Voy directo a la cueva.

–¿Irás?, ¿en serio? –irónica la esposa, todavía: tardaba en sorprenderse.

–Iré –y luego más situado–. Podría hacerte promesas, pero me gusta más que hablen los hechos.

–Lo que debo entender es que estás decidido a traerte a mis hijos.

–Traeré hijos o nuevas. Sabré más.

–¡Ojalá!, ¡ojalá! Nomás no te hagas guaje. No vayas a dormirte por ahí.

–Créeme por esta vez.

Brazos cruzados de la madre fiera para mirar con sorna, y no se diga incrédula, el meneo extravagante de un señor que al parecer del sueño no salía; ver la escena completa, cual si fuese película, hasta el momento mismo de la huida. Maniobras presurosas por lo pronto de irvenir. Enchamarrarse. Listo. Sin sombrero, ¿qué raro? Y sin beso siquiera en el cachete ganó la calle. Adiós. Sólo ese adiós piadoso pronunciado, ni hipócrita ni tórtolo. (. . . )