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A pesar de todo, nunca pudo saberse cuál fue la
primera encarnación del alférez José Francisco Brandano Galván, ahora de pie
bajo la brisa de la Punta de las Ballenas, poco antes de recibir en el pecho y
la cabeza las bolitas de piedra o hierro disparadas por las bombardetas
portuguesas, que dentro de poco llegarán con el mar. Va a morir en la flor de
la juventud, sin conocer siquiera mujer y sin haber hecho nada memorable. Con
la imaginación vacía disfruta aquí de esta virazón anterior a la muerte, pues no
vivió lo bastante para realmente imaginar, como hasta hoy hacen los muy
ancianos en su tierra, todos demasiado viejos para querer experimentar algo,
así que deliran en cuclillas con sus cachimbos de tres palmos, rodeados por la
fascinación de los jóvenes y mintiendo estupendamente. Y tal vez falta sólo un
minuto, tal vez menos, para que los portugueses aparezcan delante de este sol
fuerte de invierno en la Bahía de Todos los Santos y hagan pulular sobre él las
pequeñas esferas de hierro y piedra que lo matarán con gran dolor,
agujereándole un ojo, astillándole los huesos de la cabeza y obligándolo a
curvarse abrazado a sí mismo, sin poder pensar siquiera en su muerte. En el
cuadro «El Alférez Brandano Galván perora con las gaviotas», se ve que es el 10
de junio de 1822 gracias a una hojita que singla por los aires, y que de un
lado sostiene una gaviota con el pico y del otro la punta de una lanza envuelta
en los colores e insignias de la libertad. Ya mortalmente herido, irguiéndose
mientras un ojo se le escurría por las barbas abajo, arengó a las gaviotas que
revoloteaban distraídas sobre los bricbarcas y balleneros del comandante
portugués Treinta Diablos. Les dijo más de una frase célebre, con la voz
trémula aunque estentórea, siempre imitada en las aulas desde entonces o si no
en las visitas en que hay que oír discursos. Pues, si después de la metralla
portuguesa no quedaban allí más que las aves marinas, el océano y la
indiferencia de los acontecimientos naturales, de todas formas había lo
suficiente para que se grabasen para siempre en la conciencia de los hombres
las palabras que ahora pronuncia, aunque no se oigan desde aquí, ni de más
cerca, ni se vean sus labios moviéndose, ni se avizore en su rostro más que la
expresión perpleja de quien muere sin saber. Pero estas palabras, que la muerte
susurra al oído del alférez, son palabras nobles contra la tiranía y la
opresión, y son, por lo tanto, verdaderas.
Siendo cosas opuestas la gloria en vida y la gloria
en la muerte, solamente ésta parece perseguir al alma del alférez, que encarna
sin cesar. De lo contrario no estaría él allí, aquel día y en aquel lugar,
pudiendo haber ido a cualquier otra parte del Recóncavo donde el pueblo se
reuniese a beber y aclamar al Regente e Inmortal Príncipe Don Pedro, Defensor
Perpetuo del Hemisferio Austral. Ya fallecido el héroe, cuyas palabras a las
gaviotas corren cada vez más de boca en boca, el alférez no oiría la alta
proclamación que se hizo en muchas fiestas de la ciudad del Catu, ni tampoco
vería varias más que se sucedieron desde el presagioso día en que el Senado de
la Cámara de Bahía, hirviendo de resentimiento y odio porque la Corte había
zarpado en sus barcos hacia Portugal de modo tan ajeno como había llegado, se
negó a reconocer la Carta Regia en que se nombraba Comandante de Armas al
brigadier Ignacio Madeira de Melo. El pueblo brasileño se levantaba contra los
portugueses y los discursos caudalosos retumbaban por las paredes de las
iglesias, boticas y salones donde los conspiradores profetizaban la gloria de la
América Austral, fulcro de esplendor, fortuna y abundancia. En todas partes se
consagraban nuevos héroes, uno por día en cada población, a veces dos o tres, a
veces docenas, y la fama de sus proezas volaba tan rápido como las golondrinas
que pasan el verano en la isla. Así ocurrió con la llegada al puerto de Bahía
de la famosa corbeta Regeneración, que traía de regreso, ahora
amnistiados, a importantes héroes encarcelados por sedición en el castillo de
San Jorge, en la capital opresora. Envueltos en las brumas de la leyenda, esos
hombres del Destino pronto dilataron por todas aquellas tierras la reputación
de su valor incomparable, la belleza de sus gestos, la fuerza certera de sus
palabras, el carácter jamás quebrantado por debilidad humana alguna. Y no podía
el corazón de José Francisco sino latir más deprisa, temblarle el mentón y
darle vueltas la cabeza cuando, como si hubiese tambores redoblando entre las
orlas de la capa con repulgos color carmesí, el gran guerrero Teniente Juan de
las Botas, pasajero de la Regeneración, desembarcó al ponerse el sol
para visitar la isla en secreto y habló a algunos hombres que el boticario
había reunido en la Punta de las Ballenas. De él escuchó una furiosa denuncia
contra los diputados brasileños que en Lisboa se habían opuesto a la amnistía.
Sin poder apenas continuar respirando, escuchó cómo Brasil representaba la
libertad, la opulencia, la justicia y la belleza, negadas hasta ahora por la
iniquidad de los portugueses, que querían todo de nosotros sin dar nada a cambio.
Aprendió a decir con desprecio el nombre de uno de los diputados y, más tarde,
vistiendo ya el jubón verde de puños galoneados que le había dado la viuda de
un cabo segundo, su vieja madrina ciega, ya habituado a sentir un ahogo en el
pecho al vislumbrar a los milicianos agrupándose aquí y allá, el nombre de ese
diputado sería lo único que sabría decir en las reuniones de la botica. Casi
siempre pronunciaban discursos el boticario y su frecuente visitante, el alto e
inspirado orador Sousa Lima, pero los demás podían arriesgar una palabra u otra
mientras los grandes revolucionarios tomaban aliento y, así, alisando los puños
del jubón y ostentando la barba rala que sus diecisiete años hacían posible, el
alférez Brandano Galván rezongaba con aspereza: «¡Gonzalves Ledo, cobarde
traidor!» Entonces, recorriendo la sala con la mirada impaciente como quien
quiere seguir los movimientos de una mosca despavorida, se golpeaba la rodilla,
farfullaba una maldición incomprensible y volvía a su silencio inmóvil. Le agradaba
que, a pesar de repetir las palabras y gestos casi todas las noches, pues le
costaba aprender cosas nuevas y de las letras sólo conocía las iniciales del
nombre, los otros conspiradores lo oyesen siempre como si estuviese dando una
primicia importante, y algunos hiciesen eco a sus rezongos con ademanes casi
solemnes.
Antes de que la muerte le trajese la gloria y le
prestase el don de las bellas palabras, tal vez llegase a pensar que, si no
fuese por la ropa galoneada y por los escalofríos vagos pero sublimes que le
producía la mención de la guerra, la vida de mozo de pesca que antes llevaba,
bastardo y pobre, sería preferible a pesar de todo. El trabajo de pescar,
aunque incierto por su propia naturaleza, era algo que se sucedía como las
noches y los días y, si demandaba atención y disciplina, también despertaba un
sentimiento arrebatador de libertad, que el alférez no entendía bien pero
percibía, principalmente cuando, con los peces transfigurados en una masa de
plata palpitante que fulguraba en las redes y canoas, los hombres al cabo de la
pesca suspiraban hondo y reían sin razón. No se hacía idea de lo que iba a
ocurrir, le daba vergüenza y, siempre que reunía coraje para preguntar, lo
perdía en el último momento y se limitaba a gruñir de nuevo. No sabía dónde
quedaba Portugal, sabía solamente que allá había vuelto su padre en cuanto él
nació. Algunas veces se retrajo por allí de noche, para ver de lejos el barco
de guerra portugués Doña Maria de la Gloria, fondeado igual que una nave
sombría en el puerto de la Punta de la Cruz. Como no tenía arma de fuego, pues
el único objeto militar que poseía era el jubón, apretaba entre los dedos una
fisga de tres puntas, acurrucado en la oscuridad, mirando el barco y sintiendo
cómo se le aceleraba el aliento, pensando con los ojos cerrados en abordar el
navío y matar a los portugueses con su arma de izar peces. Esperaba ver la cara
tremenda del Comandante Manuel Pereira da Silva, de quien decían que era uno de
los más crueles entre los malvados hombres que enviaba la corte tiránica, pero
nunca alcanzó a ver más que la sombra de un perro flaco deslizándose por las
riberas del fondeadero y nunca oyó más que el agua rompiendo contra el casco
del barco, los susurros que la noche amplifica, haciendo sonar como una asamblea
de lenguaraces los pasos de los cangrejos que salen de noche. De sus deberes de
alférez nada conocía, ni lo que significaba el cargo, ni si era alférez. Hasta
sospechaba que, para ser alférez, hacía falta algo más que ser simplemente
llamado por ese título, como ocurrió por primera vez en la botica y terminó por
volverse de uso corriente en la Punta de las Ballenas.
Tal vez, si no tuviese miedo de encontrarse solo con
otros alféreces o comandantes o pilotos o capitanes u otras tantas figuras de
expresión severa, catadura esculpida y traje galardonado, si pudiese entender
ciertas palabras cuyos sonidos, en secreto y angustia solitaria, le recordaban
sólo objetos imaginarios estrambóticos, si no tuviese tanta ignorancia de todo,
pesándole en la cabeza como una cerbillera de plomo, habría ido a Cachoeira,
donde los conspiradores se exaltaban tanto que volaban entre las nubes y
sentían que una sangre distinta les bañaba el cuerpo por dentro, lista para
irrigar los mares y generar en las espumas más y más héroes, más y más dioses y
diosas de la Libertad, como se veía en las estampas y se dibujaba en la mente
siguiendo el hilo de las palabras de los oradores. El río Paraguazú, muy pardo,
plácidamente engañoso, casi letárgico en el fondo del valle, hacía presentir
con una sola mirada a la curva donde desaparecería que sus muchas entidades se
aprestaban para la embestida, y todos los días, a cualquier hora, alguien
estaba de pie en una de sus márgenes, con los ojos pegados al horizonte y el
pensamiento pintando visiones de batallas. Pero el alférez sólo se enteraba de
esos y de otros portentos al oírlos contar, pues temía toparse con otro soldado
que le hiciese preguntas. ¿Qué conocía de armas y estratagemas de guerra? ¿En
cuántos combates había peleado y qué recuerdos había reunido para contar a los
compañeros y a la familia? ¿Qué piensa de todas las luchas de Brasil, qué
opinión tiene sobre nuestra Independencia, qué grandes comandantes, recobrando
apenas el aliento después de una sufrida refriega, le dijeron «dénme diez como
usted, mi valiente, y el orbe terrestre será nuestro»? ¿Dónde incluso queda
Brasil, pues aunque esto es Brasil, no es todo Brasil, y puede el buen soldado
ignorar dónde queda Brasil? No, José Francisco no saldría de la Punta de las
Ballenas, no sólo porque no lo deseaba, sino porque el destino ya le trenzaba
sobre la cabeza la corona de laureles y espinas que señalaría su condición de
héroe. Allí en la Punta de las Ballenas, en la fecha escrita en la hojita alada
del cuadro, con gran saña y furia, los portugueses lanzaron su primer ataque
contra los revolucionarios de la Isla de Itaparica. Sabiendo que se conspiraba,
por informaciones del portugués Juan de Campos, que será zaherido y maldecido
por toda la Eternidad cada vez que se hiciere un discurso sobre el Alférez
Brandano Galván y su platea de gaviotas, el voluntarioso general Madeira,
teniendo que sujetar sin testigo ni amparo las riendas del Hemisferio Austral,
envió a la población de la Punta de las Ballenas al Comandante Treinta Diablos
y su flota de bricbarcas. Varios siglos después de ese ataque, las personas se
persignarían al recordar al Doña Maria de la Gloria transfigurado en un
monstruo marino de fuego y humo, las falúas bajadas de los bricbarcas
acometiendo la playa con remos semejantes a erizos mortales, las lanzas y
alabardas de puntas centelleantes cada vez más cerca. Sucumbió solamente, como
estaba escrito, el Alférez Brandano Galván, aun antes de que los portugueses
pisasen la arena, pues él era muy visible, una de esas formas en las que quien
carga un arma virgen se siente compelido a hacer blanco, con los puños del
jubón relucientes y la silueta delgada cortando las tablas lóbregas del
fondeadero. Abatido en cuanto la primera falúa se puso a disparar proyectiles
hacia todos lados, pudo solamente reconocer que aquellos mordiscos del aire de
pronto vivo y sibilante lo mataban, y entonces peroró con las gaviotas. No vio
a Juan Campos saltar al frente del primer grupo para apuntar con el dedo gordo
y seboso, temblándole las grasas por dentro de los calzones pendientes de un
hilo, a las casas de los conspiradores. Felizmente, al asomar los bricbarcas
bordeando la ensenada, solamente el alférez había permanecido en el puesto que
se asignara a sí mismo, pues los otros, del boticario a los oradores, de los
milicianos al cura, de los marineros a los mariscadores, se batieron en
retirada hacia los matorrales de Moreras, y así impidieron con su acción
astuta, rauda y valerosa, que los cuadros de la Revolución sufriesen bajas de
consecuencias inestimables. Embravecidos y corriendo sobre la inmensa corona de
arena firme como una hueste de demonios, los portugueses practicaron tamañas
atrocidades que se escribieron libros de versos sobre ellas y el odio de los
muchos ofendidos no se ha aplacado aún hoy del todo en los corazones de sus
descendientes. La artillería que quedó en la playa y en la fortaleza fue
envilecida, la pólvora azolvada, las piezas de hierro clavadas y echadas a
rodar por la hierba y por el barro. La iglesia de San Lorenzo fue invadida,
arrancado el manto de Nuestro Señor de los Martirios, destruido el oratorio de
Vera Cruz. Y tantos sacrilegios se cometieron que, si Dios no hubiese estado ya
del lado brasileño por justicia y vocación, se habría volcado a su favor ahora,
ante la crueldad del enemigo. La botica fue casi demolida, hubo grandes daños,
pero José Francisco, por tener sólo en el mundo una madre tullida, una hermana
no doncella, dos gallinas, una fisga de tres puntas y un jubón de puños
galoneados, no trajo ni representó ningún daño. Por el contrario, legó al
pueblo su perorata con las gaviotas, el día en que, montando guardia en las
costas de la tierra más brasileña que existe, lo segó la garra impía y sin
misericordia de Portugal, en la Punta de las Ballenas.
El comportamiento de las almas repentinamente
desencarnadas, sobre todo de muy jóvenes, es objeto de gran controversia y aun
de versiones diametralmente opuestas, de lo que resulta que, en todo el asunto,
no hay un solo aspecto indiscutible. En Moreras, por ejemplo, se afirma que la
conjunción especial de los puntos cardinales, de los equinoccios, de las líneas
magnéticas, de los meridianos mentales, de las alfriderías más potentes, de los
polos esotéricos, de las corrientes alquímico‑filosofales, de las
atracciones de la luna y de los astros fijos y errantes y demás centenares de
fuerzas arcanas ‑ todo eso hace que las almas de los muertos rehúsen
salir por allá, para continuar circulando libremente entre los vivos,
interviniendo en la vida de cada día y haciendo a veces exigencias sin número.
Se decía que era a causa de los tupinambás que allí vivían, que ataban las
almas de los muertos, con mil artes y mañas de indios, hasta que ellos pagasen
los favores que debían al morir, o resolviesen cualquier pendencia de la que
eran parte. Pero después de los tupinambás vinieron portugueses, españoles,
holandeses, hasta franceses, y los difuntos, aunque ya no había indios para
atarlos, continuaron por allá, desafiando la orden de que se retirasen dada por
los curas y hechiceros más respetados. Enseguida, llegaron los negros de varias
naciones de África y, no importa de dónde viniesen y qué dioses trajesen
consigo, ninguno de ellos jamás pudo librarse de sus muertos, tan es así que
fueron los que mejor aprendieron a convivir con esa circunstancia, no habiendo,
por ejemplo, huérfanos y viudos entre ellos. Muchos de los que no consiguieron
soportar vivir en compañía de una memoria infinita y en presencia de todo lo
que ya existió, se mudaron a lugares muy alejados de Moreras y jamás comen nada
procedente de allí.
Hay partes del Recóncavo en que las almas jóvenes
desencarnadas sin aviso ceden a un primer impulso y por engaño entran en la
barriga de una cabra o burra o en un huevo de gallina. Una vez dentro, no
pueden salir hasta que nazca, se críe, muera o sea matado el animal en que se
han metido, razón de que haya quien venga al mundo prefiriendo la inanición a
comer carne de ciertos animales, porque ya encarnaron en ellos una o varias
veces, los conocen por dentro y no pierden nunca el parentesco. Existe la
posibilidad de que se proceda a la extracción de un alma así, víctima de la
inexperiencia, pero esto requiere poderes sobrehumanos y una conjunción de
factores más que delicada, de manera que la mayoría de las familias afligidas por
la presencia de un alma encarnada en uno de sus animales prefiere actuar con
resignación y caridad. En otras partes, las almas se apoderan, no de animales,
sino de árboles, y, en este caso, cuando se discute si lo hacen a propósito,
sostienen algunos que el alma, sobresaltada con lo que le pasó durante la
última encarnación y muy inquieta por saberse inmortal, prefiere la condición
de planta antes que la de persona o animal. El alma no aprende nada mientras es
alma, necesita de la encarnación para aprender, y sobran razones para acatar la
opinión según la cual aprende mejor como planta que como hombre, especialmente
si es un árbol grande que da frutos.
No se puede negar tampoco que en todo el Recóncavo
se encuentran almas en pena y no hay razón para dudar del testimonio de tantas
y tantas personas que se cruzan con ellas y las ayudan por medio de velas,
novenas, oraciones y sacrificios. Innumerables almas en pena se mantienen en
esta situación de forma transitoria y, en verdad, no están penando, sino descansando
antes de subir al Gallinero de las Almas, donde, más tarde o más temprano,
tendrán que vencer un gran miedo y encarnar otra vez. No hay necesidad de
obligarlas a hacerlo, porque es insoportable no poder aprender absolutamente
nada, de forma que, en todo momento, multitudes de ellas no consiguen
contenerse más y, lanzándose precipitadamente del Gallinero de las Almas en
vuelos radiantes, bajan para encarnar. Son acontecimientos muy complicados,
cuyo cabal entendimiento escapa a los hombres más sabios y a las cofradías, y
por ello, sin duda, es tan fuerte la corriente que considera al Alférez
Brandano Galván como la primera encarnación de aquella pequeña alma tan
aturdida y asustada que abandonó el cuerpo sagrado del héroe y, como las almas
son más leves que el aire y muchas no saben volar bien, se quedó un poco a
merced del viento que movía a la flota portuguesa y, oscilando por la brisa
entre la fortaleza y la Isla del Miedo, apuntó con gran amor, desencanto y
desamparo, hacia el cuerpo que allí abajo reflejaba la luz del sol en sus puños
militares. Pero pensar que el alférez fue la primera encarnación de aquella
alma pequeña suelta en el viento nordeste es más propio de la vanidad humana,
la cual busca cambiar el mundo a imagen de su necesidad. Sí, ¿qué mayor gloria
habría para el pueblo que la de haber sido ese héroe inspirador y elocuente la
primera encarnación de un alma minúscula nueva, un alma especialmente generada
para cimentar fuertemente el orgullo de todos y exhibir la fibra de la raza?
Sin embargo, no ocurrió así. Hay pocas almas nuevas,
aunque todos los días se creen algunas en la gran sopa cósmica que rodea a los
planetas y las constelaciones. La Biología moderna sabe que hace millones de
años no existían seres vivos, pero las sustancias que hoy los componen flotaban
sueltas en el caldo primordial de los mares y entonces, un hermoso día de sol,
la luz golpeó a algunas de esas sustancias justo a la hora en que el balanceo
de las olas las aproximaba, y el resultado fue la aparición de algo vivo por
primera vez. Lo mismo que los sabios demuestran de manera tan sencilla, ocurre
con las pequeñas almas nuevas, cuando se forman en la gran sopa cósmica. Las
pequeñas almas son como ciertas partículas de materia, también descritas por la
ciencia moderna, que tienen color, sabor y preferencias, pero no tienen cuerpo
ni carga. Sin embargo, tanto las almas como las partículas existen dependiendo
de la incantidad de nada que no entra en su incomposición y, casi con toda
seguridad, de otras condiciones científicas, tales como presión, temperatura y
la presencia de unos buenos catalizadores de reacciones de nada con nada.
Entonces, en las amplitudes siderales, inmensurables y copiosas no‑masas
de nada se escurren, obviamente sin ninguna velocidad que les sea inherente,
para juntarse en las proximidades de algún gallinero de almas. Si la nada busca
los gallineros de almas o si los gallineros de almas buscan la nada, no hay
cómo saberlo. El hecho es que, en las cercanías de un gallinero de almas, lo
que hay es nada, nada por todos lados, una infinitud de nada inimaginable en
toda su inextensión. Nada y nada más y nada más y nada más se va aglomerando
allí, hasta el punto de que se acumula tanta nada que ésta se transmuta en una
nada crítica y de esta manera surge algo de esa nada. Esa repentina no‑forma
de la nada no es más que un alma minúscula nueva, inexperta e inocente como
todas las criaturas muy jóvenes, sujeta por eso mismo a gran número de
percances, pues lo único que sabe es que debe ir al Gallinero de las Almas,
recogerse con las otras y esperar la hora en que tendrá que encarnar para
aprender.
Y, en verdad, el alma minúscula que estuvo tanto
tiempo desconsolada y errante cuando, verde e indefensa todavía, se vio
obligada a abandonar el cuerpo del Alférez Brandano Galván, no era un alma de
origen brasileño, pues muy difícilmente las almas están predestinadas a nacer
con una nacionalidad definida, o tienen que adoptar alguna. En su caso todo
comenzó, como tantos eventos importantes, por obra del azar. Cuando
fortuitamente el Gallinero de las Almas está repleto de almas minúsculas recién
nacidas, la agitación febril de tantos jóvenes ansiosos por el aprendizaje y
por el cumplimiento de sus destinos llega a hacer fibras el cosmos y a
perturbar un poco el perfecto funcionamiento de los relojes astrales y demás
mecanismos celestes. En esos casos, es común que, en revoloteos nerviosos y
espasmódicos, como aguzanieves que estuviesen mariscando y fuesen espantadas
por una piedra, las almas nuevas bajen como flechas hacia el planeta,
chispeando de un punto a otro con la velocidad de relámpagos, hasta encontrar
un huevo, un útero, una simiente, algo vivo para animar. Y, naturalmente, no
bajan como lo harían si fuesen cuerpos, tal vez de hecho no bajan, ya que sus
trayectorias son simultáneamente perpendiculares a los planos de las tres
dimensiones y, si no es posible comprender esto, es porque poco se comprende de
cuartas, quintas o sextas dimensiones, inclusive las almas minúsculas que, así,
antes de llegar, nunca saben dónde están. Y suele ocurrir que la primera
encarnación de las almas minúsculas no sea en una persona, sino en un animal o
una planta, por lo que, mucho antes de entrar en la barriga desengañada de la
madre del alférez, quizá esa alma minúscula fuera macaco o papagayo, en algún
lugar de las grandes selvas del Recóncavo. Como, en aquella época, la mayor
parte de los macacos y papagayos no tenían los serios problemas que tienen
ahora, es de suponer que el alma minúscula haya intentado volver a la misma especie,
pero no consiguió resistirse, a pesar del miedo intenso que esto siempre
provoca en las almas, a la oportunidad de encarnar en una persona. Sucedió
entonces que el alma minúscula, suelta entre los matorrales y las fieras, se
vio virtualmente absorbida por la fuerte atracción que en ella ejercía el
vientre de una tupinambá en cuyo interior acababa de producirse, hacía pocas
horas, una concepción.
Tal vez comenzase entonces la concurrencia de una
serie de circunstancias singulares que terminó por hacer del alma del alférez
un alma brasileña. Nació india hembra en ocasión de la llegada de los primeros
blancos, ocho de los cuales la violaron y asesinaron antes de cumplir los doce
años. Sin entender nada, apenas salía del cuerpo de la niña e iniciaba una nueva
subida al Gallinero de las Almas, cuando otra barriga humana la absorbió como
un torbellino y he aquí que el alma minúscula nace indio otra vez y otra y
otra, no se puede saber exactamente cuántas, hasta el día en que, después de
haber vivido como caboclo1 en tiempos de los holandeses, oculto en
las breñas y marismas con tres o cuatro mujeres y muchas hijas y comiendo carne
humana con frecuencia, pasó cierto tiempo en el Gallinero de las Almas, con
temor de encarnar nuevamente en hombre o mujer. Y seguramente alguna cosa debe
de estar escrita, porque esa alma, tiritando de miedo y aflicción en el espacio
oscuro entre los mundos, hizo firme promesa de evitar el Hemisferio Austral en
el descenso siguiente, pero, como no había aprendido prácticamente nada, y sabía
más de ser papagayo que de ser persona, terminó por revolotear de manera
fatídica y, dieciocho años, dos meses y veinte días antes del 10 de junio de
1822, se encontró en las entrañas de la mujer cenceña que la pariría, en el
cuerpo del futuro Alférez Brandano Galván, héroe de la Independencia.
Aún no había terminado el alma del alférez de
asistir de lejos al sencillo entierro que le hicieron, cuando ya era su nombre
exaltado en cualquier lugar donde hubiese revolucionarios patriotas reunidos,
evocado como ejemplo de valentía y elocuencia, objeto de disertaciones
arrobadas y punzantes. Tal vez también haya pasado el alma demasiado tiempo en
Moreras, durante sus vagabundeos desencarnados por la isla, pues las almas no
tienen mucho sentido del tiempo. Pero tal vez no sea verdad que la hayan
encantado los embelecos, ardiles y necromancias que se entrelazan en el aire de
Moreras, porque, cada vez con mayor asiduidad e interés, se puso a frecuentar
los locales donde el alférez recibía homenajes, se puso a vibrar de
satisfacción, con una felicidad que jamás había sentido, cuando los oradores
recordaban al pueblo pormenores de su discurso a las gaviotas en alejandrinos
sinfónicos, órdenes inversos arrebatadores, proparoxítonas tronantes como
toneles martillados, metáforas cuyos contornos jamás se disipaban, adornando el
aire con esculturas trémulas y gelatinosas. Admirada cada vez más de sí misma,
oyó tantos relatos de prodigios obrados por hombres tales como aquel que fuera,
que no pensaba en otra cosa. Y así, cual una bola azul eléctrico invisible
suspendida por los muchos vientos que abundan en el cielo, el alma minúscula
aplazaba y ansiaba el instante en que se dejaría llevar de perdida pasión y se
convertiría en un alma brasileña para siempre, y sirva para entender este
fenómeno el recordar que las almas no aprenden nada, pero sueñan
desvariadamente.