La propiedad del paraíso

1

Papel de envoltorio

 

Yo creí durante varios años en el Duende, y aquella superstición tenía desde luego sus ventajas, porque las zonas fraudulentas y oscuras de la realidad las despachaba por vía aladinesca: si sufría pesadillas con vampiros (que, con su autoritaria palidez, tenían la mala costumbre de plantarse ante mí envueltos en sus capas de satén fúnebre) o con mandarines tarumbas que me mandaban degollar por un quítame allá esas perlas robadas o esa alfombra voladora; si suspendía un examen, si veía bultos escurridizos por la tenebrura de los pasillos o si pasaba, en fin, algo de condición poco razonable o un tanto abracadabresca, lo achacaba yo al Duende, como si el Duende fuese una especie de pantocrátor burlón que se ocupara de diablear por el mundo con el ánimo de un saltimbanqui.

Al Duende, en realidad, sólo lo vi una vez, si a aquello puede llamársele ver y si aquello que vi era en realidad el Duende. Aunque, al fin y al cabo, raro sería que fuese otra cosa: el Duende era el nombre de lo inexplicable y de lo desconocido. El nombre de la chiribita universal. El nombre de los ruidos nocturnos y el nombre de los olvidos, de los bolígrafos despuntados y de los tres o cuatro cromos que nunca salían en los sobres y que dejaban un hueco de blancura y de incógnita en los álbumes de animales salvajes o de inventos de la humanidad.

Contaré mi encuentro con el Duende: era de noche, me había despertado y tenía sed. Me bebí de un sorbo el vaso que había en la mesilla, pero seguí sediento, así que me levanté y fui a la cocina. Cuando abrí la nevera, salió de allí una niebla escurridiza, algo así como una rúbrica de humo. «El frío», pensé. (Porque el frío lo había yo visto muchas veces con ese disfraz volátil de neblina en la fábrica de hielo.) Llené el vaso, me volví y vi entonces una silueta flotante y luminosa, muy tenue y afantasmada, del tamaño de un gato. El boceto de un espectro, podría decirse. Me quedé clavado en el sitio mientras aquel garabato de luz se contoneaba en el aire con garbo de serpiente y espesura de humareda, como un contorsionista del más allá. Hice lo que pude: le arrojé el agua del vaso con afanes –supongo— de exorcista. La silueta pareció entonces condensarse en una especie de filamento y salió disparada hacia el pasillo. Parecía una bala de niebla.

Carmelo y Fernandi, cuando se lo conté, me dijeron que yo iba para brujo.

Tardé varios meses en volver de noche a la cocina, porque una cosa era saber que el Duende era un huésped espectral de la casa y otra muy distinta que anduviese él por ahí hecho un fantoche de humillo fulminoso, vagando por la nevera como un pollo resucitado o como una salsa hechizada. El Duende estaba obligado a ser una palabra y nada más, no andarse con esas ínfulas de fantasma fumífero.

Porque en aquel tiempo tenían su importancia las palabras. Importaba mucho, por ejemplo, la palabra lagartija, la palabra tabaco o la palabra Deuteronomio. Pronunciarlas era ejercer un encantamiento sobre el mundo: en el muro del patio hay una lagartija, tenemos que comprar tabaco o te va a tocar leer el Deuteronomio. Pronunciar algunas palabras —esas y otras muchas como rifle, cartapacio o campamento; como bengala, capitán o caballería— era tener el mundo en los labios, como una pastilla o un caramelo, con todo su sabor amargo a medicina o a endulzada aventura por tierras remotas y sultanescas en que los tigres y los caballos corrían por los desiertos anochecidos con la solemnidad y la desesperación de los animales perseguidos por la muerte.

El Duende era una palabra comodín: el Duende espantaba a las lagartijas cuando ya las teníamos a tiro de china, el Duende nos mojaba los cigarrillos escondidos entre las macetas, el Duende hacía que nos tocase leer en la misa del colegio alguna página del Deuteronomio, que era palabra que nadie lograba pronunciar sin enredar las vocales en una madeja de úes furtivas y de traicioneras oes, de oes convertidas, por arte de fórmula mágica equivocada, en úes, y viceversa: de úes redondeadas en oes delincuentes, que caían como monedas falsas por el tobogán de aquellas sílabas trabalenguosas, malabaristas y bíblicas: «Luctura del Duotuermoniu».

El Duende nos señalaba en el atlas el lugar exacto en que estaba cautiva la reina de los romanos de plástico y nos proporcionaba el nombre del capitán del barco enemigo, para poder gritarle: «¡Capitán Estampida» —o capitán Jaboneta, o capitán Rubín—, «abandona el barco!».

El Duende tenía una entidad de cosa volatinera y ocupaba aquella edad mía con la arrogancia de un pequeño dios hecho de harapos brillantes, en la mano un garfio de pirata y un sombrero de copa sobre su cabeza de vapor mágico. Era el Duende a la vez el ratero y el rey, el perro mixtolobo y el gato de angora, el ángel vigilante y el demonio furtivo de aquel tiempo en que yo obtuve, como un regalo envuelto en humo, la frágil propiedad del paraíso.