Guerra y vicisitudes de los españoles

Prólogo del autor

 

La guerra de España no ha terminado. Conocemos el fin de las operaciones militares, pero el conflicto continúa. Guerra es también, según la Academia Española, «toda especie de lucha y combate, aunque sea en sentido moral». A esas luchas y com­bates me refiero al afirmar que no ha terminado la querella de los españoles. Lo que ha perdido en crueldad militar, lo ha ganado en virulencia política. Victoriosos y derrotados conti­nuamos odiándonos con la misma fuerza, pero rezumándonos la pasión y no queriendo dejar sin empleo el sobrante, unos y otros, respondiendo a la misma naturaleza, nos hemos dividido y subdividido enconadamente. Las banderas españolas son, por esa causa, múltiples. Enumerarlas, indicando el nombre de cada abanderado, sería abusar de la paciencia del lector y, por lo que a mí hace, renovar un sentimiento que participa, a partes iguales, de la tristeza y de la indignación. Tristeza por nuestra radical insolidaridad, indignación por la constancia con que la fomen­tamos. Todo hace presumir que ni los triunfadores fecundarán la victoria, ni los derrotados escarmentaremos en el descalabro. No hay peor enemigo del español —y de lo español— que el español mismo. Una parte de esta verdad nos era conocida antes de que la mayoría del Ejército se sublevase contra la República, pero los más agudos no la sospechaban en su integridad. Si alguien escapa a ese reproche de evidencia es don Miguel de Unamuno. La definitiva visión de ese maestro de mi juventud la localizo en una sesión de las Cortes Constituyentes, en la que como se debatiera ásperamente sobre unos sucesos sangrientos ocurridos en Bilbao, Don Miguel, irguiéndose en su escaño, interrumpió al orador con voz de profeta:

—Llegará un día en que nos asesinemos los unos a los otros en nombre de un crucifijo de piedra o por unas insignias de barro, con la quijada de un asno. Nadie estaba aquella tarde, ni nunca, para escuchar profecías, y Don Miguel, asordado por los murmullos, se conformaba con agitar sus brazos, aspas del molino de su conciencia española. Asesinándonos hemos vivido los españoles todo este último período. Dispuestos a seguir matándonos, nos acechamos. ¿Cuántos años guardaremos esa pasión cainita? No cabe anti­cipar ninguna respuesta tranquilizadora. Todas las conjeturas son pesimistas. ¿Vamos a continuar en el mismo escorzo vio­lento más tiempo del que la propia vida nos acuerde, prolon­gando la desesperación a través de nuestros hijos? Entre los que contesten rotundamente no, me inscribo. Prefiero pagar a la maledicencia las alcabalas más penosas y ser cobarde para quienes me disciernan ese dicterio, renegado para los que por tal me tengan, escéptico, traidor, egoísta..., que todo me parecerá soportable antes de envenenar, con un legado de odio, la con­ciencia virgen de las nuevas generaciones españolas.

Encuentro preferible que ellas, a diferencia de la nuestra, se den para su vida, como empresas únicas, las de la razón. Sería abusivo, para no decir criminal, comenzar equivocándolas por lo que se refiere a la guerra. Este hecho, brutal y desmesurado, llamará forzosamente su atención. Para una primera curiosidad quizá les sean útiles los libros que los protagonistas y testigos del drama nos aplicamos a escribir. Este que yo he compuesto a instancias del doctor Mario Bravo, a quien tanta gratitud debo, se aparta, deliberadamente, de todo propósito polémico y declina toda intención apologética. De haber acertado, una sola verdad resplandeciente se impondrá al lector: el sacrificio del pueblo. Este es quien, con atuendos diferentes, y a veces sin ellos, tributó su sangre. A la inversa de como nos había sido anunciado, en un fácil deslizamiento demagógico. Tómense, pues, estas páginas, no como una Historia de la guerra, sino como una contribución desinteresada para quienes, con el debido rigor, se propongan escribirla imparcialmente. Los sucesos, y los hombres que participan en ellos, están vistos, deliberadamente, a la mejor luz, pero con un enfoque personal, circunstancia que elimina toda pretensión de verdad absoluta. Confesada esa limitación, man­tengo la veracidad de mis observaciones. Una gran parte de ellas fueron anotadas al día, con escrupulosa fidelidad. Variadas referencias verbales, a las que hay que añadir publicaciones e informes, me han permitido reconstruir las escenas que se refie­ren en los últimos capítulos.

Descuento que nadie agradecerá la ausencia de recodos polé­micos con que este libro ha sido escrito. Ese que me parece su mérito, será su desgracia. No gustará a nadie. Según un amigo mío, es todavía temprano para permitirse el lujo de la impar­cialidad. Pero ¿qué hacer si ese lujo es, para ciertas conciencias, necesidad biológica? A ellas, muchas o pocas, va este libro.

 

Julián Zugazagoitia

París, 1940.     

Extracto del Prólogo de esta edición, del profesor Santos Juliá

«Yo no soy, ni puedo ser, un historiador. Soy un periodista que descubre sus observaciones y sus notas, por si tienen alguna utilidad para quienes hagan, serena y fríamente, la historia de la guerra.» Con estas palabras definía Julián Zugazagoitia lo que en 1940 era y lo que se había propuesto: alguien que aprovecha su primera afición y su madura condición de periodista para escribir, con «la necesaria serenidad» y echando mano de sus cuadernos de notas, un relato sobre la guerra. No lo habría escrito, o al menos no con tanta inmediatez, sin la petición de unos amigos de La Vanguardia, de Buenos Aires, y si no se hubiera encontrado en la necesidad de trabajar. Pero su situación, compartida por cientos de miles de españoles, de refugiado en Francia, y su convicción de que con su escritura contribuía a dejar un testimonio valioso de unos hechos de los que él mismo había sido testigo y protagonista, le empujó a tomar la pluma para ir entregando al director de La Vanguardia los folletones que más adelante compondrían el primer relato de la guerra de España vista desde el lado de los derrotados.

El primero y, si se apura, el más valioso de los escritos desde entonces por ningún dirigente de la República, aunque temiera Zugazagoitia que su libro no iba a gustar a nadie. No porque lo que en él se decía no fuera cierto, o porque faltaran cuestiones sustanciales, sino porque de manera deliberada se había apartado de todo propósito polémico y de toda intención apologética. El suyo no es un libro de combate, tampoco de exculpación: Zugazagoitia, periodista, ministro de la República, derrotado en una guerra, exiliado, refugiado en Francia, no pretendía ganar sobre el papel lo que se había perdido en los despachos ministeriales, en los locales de los partidos y en el campo de batalla, ni buscaba justificar su conducta. No es un libro militante, no vale para la exaltación de la causa que había defendido, como no es tampoco el libro de alguien que pretenda salvar su posición acusando a los demás, ejercicio al que con tanto afán se entregaron tantos recuerdos de la época; es por el contrario el libro de alguien que indaga en las flaquezas y errores de su propio campo, de un testigo que no quiere envenenar, «con un legado de odio, la conciencia virgen de las nuevas generaciones de españoles», un testigo que aspira a la imparcialidad.

Esta decisión de escribir como testigo de una experiencia vivida, no como militante de una causa defendida; este propósito de ofrecer un enfoque personal basado en observaciones que iba anotando día a día, unido a su deliberada voluntad de liquidar la «pasión cainita» con la que se habían matado y acechado los españoles durante tres años, le parecía el mayor mérito de su obra pero también la causa de su posible desgracia. «No gustará a nadie», dejó escrito en el prólogo a la primera edición. Se equivocó, pues es precisamente la calidad del testimonio y la elevación del punto de mira lo que dan a su última obra un valor permanente. Resulta sorprendente hasta qué punto la interpretación que aquí ofrece Zugazagoitia de la guerra está libre del encono que dominó las relaciones entre socialistas desde 1934, libre de la animadversión que se manifestaron las facciones dirigidas por Largo Caballero y Prieto hasta mayo de 1937 y de las acusaciones que unos y otros dirigieron contra Negrín desde la crisis de abril de 1938, agravadas hasta su punto más álgido durante el primer año de exilio. Zugazagoitia, que era, cuando escribió este libro, en París, en 1939, hombre de la confianza de Negrín, controló esas pasiones para ofrecer una interpretación de la guerra que renuncia deliberadamente al relato heroico para poner en su lugar la única historia que, andando el tiempo, podía abrir la puerta a una reconciliación. En realidad, no escribía para el presente, para quienes pudieran leerle en 1940, sino para el futuro, para «las nuevas generaciones españolas». Merece la pena, por eso, con ocasión de esta cuarta edición de su obra, dedicar unas páginas a recordar la vida del autor de esta primera historia verdadera de la guerra civil, a reconstruir las circunstancias de la escritura de este libro y a rememorar su muerte, fusilado tras un sumarísimo consejo de guerra, en Madrid, contra las tapias del cementerio del Este, un día de noviembre de 1940.

Fue en Bilbao, en un barrio de pequeñas industrias que habían atraído la curiosidad de un mozalbete, Indalecio Prieto, llegado en diligencia desde Santander una lluviosa noche de enero de 1891, donde nació Julián Zugazagoitia el 5 de febrero de 1899. De aquel barrio, Prieto evocaba muchos años después una tienda de tejidos, la cordelería de don Roque Prieto, el taller de Urrutia, el barajero, el obrador de chocolatería de Luis Arregui… «pero superaba a todo, por mágico atractivo, la fundición de hierro de don José Aramburu». En sus ventanales, cerrados en invierno, se acomodaban los sábados, día de colada, muchos pequeños espectadores callejeros, embobados ante el chorro de hierro líquido que brotaba del horno para ser vertido en los moldes por los peones protegidos por mandiles de cuero. Uno de los moldeadores que trabajaba en la fundición de Aramburu se llamaba Fermín Zugazagoitia.

 

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De modo que al estallar la rebelión militar y comenzar la guerra civil, Zugazagoitia había tenido tiempo y ocasión de reafirmar su conocida vinculación con Indalecio Prieto: «en la escisión socialista pertenece al grupo anticaballerista», anotó de él Azaña en su diario. Así era, en verdad, un hombre de Prieto que, como él, intentó en todo momento desde la primera página de El Socialista llamar a la responsabilidad y la disciplina, recordar las exigencias morales de la guerra, condenar los crímenes cometidos en el propio campo, insistir en el respeto a la vida del adversario. En la dirección de El Socialista, añadía la anotación de Azaña, este «vasco taciturno… se ha señalado desde el inicio de la guerra por la discreta reserva con que ha juzgado los acontecimientos, librándose cuando empeoró la situación de la insana estupidez de casi todos los periódicos, tan parecidos a los del 98».

Por esa calidad del personaje y por su significación política, no es sorprendente que fuera propuesto por Prieto para el ministerio de Gobernación cuando se produjo la crisis de mayo de 1937 y Juan Negrín fue llamado por Azaña para hacerse cargo de la presidencia del Consejo de ministros. Azaña pretendió limitar la posible decepción de Prieto reuniendo en sus manos el ministerio de la Guerra con el de Marina y Aire en uno nuevo de Defensa y accediendo a que el tercer ministro socialista del nuevo gobierno fuera un prietista incondicional. Así lo entendió también Negrín cuando pidió a Juan Simeón Vidarte que aceptara la subsecretaría del ministerio dirigido por Zugazagoitia: quería tener a uno de los suyos en un gobierno que todos interpretaron como un triunfo de Prieto, comenzando por el mismo Zugazagoitia que juzgaba a Negrín como testaferro de Prieto y consideraba un error su nombramiento como presidente del Consejo.

Que aquel no era una gobierno Prieto y que Negrín no era testaferro de nadie, todos tuvieron ocasión de comprobarlo muy pronto. Vinculado a Prieto desde su ingreso en el Partido Socialista, en 1930; partícipe de lejos en las operaciones de tráfico de armas del verano de 1934, partidario suyo en el enfrentamiento con Largo durante el año 1935; ministro de Hacienda, a propuesta de Prieto, en el gobierno formado por Largo en los primeros días de septiembre de 1936, Negrín era su propio hombre. Nunca fue, desde luego, el de Azaña, que se sintió aliviado en las primeras semanas del nuevo gobierno porque, por fin, podía hablar con un presidente; pero si en algún momento creyó que podría influir en él para reconstruir la disciplina interna de la República y reforzar su poder militar con objeto de buscar lo antes posible una mediación internacional que pusiera fin a la guerra, se equivocó: Negrín hizo lo primero, pero consideró siempre una fantasía lo segundo. Nunca fue tampoco, lejos de ahí, el de Prieto, como tendría ocasión de demostrar cuando el gobierno que presidía se enfrentó a su primera grave crisis en el invierno de 1938.

En todo caso, la crisis de mayo de 1937 había concentrado en manos de la facción centrista del PSOE la dirección política, militar y de orden interno, de la guerra civil. La reducción del poder sindical, de la UGT como de la CNT, la consolidación del ejército regular, la centralización de poderes, el mantenimiento del orden público y de la seguridad y las garantías a la pequeña y mediana propiedad fueron algunos de los propósitos del nuevo gobierno. La presencia de Zugazagoitia en Gobernación y de Irujo en Justicia impidió que en España se repitiera, como el asesinato de Andreu Nin por agentes soviéticos y la persecución del POUM por los comunistas españoles hacían temer, la liquidación física de los enemigos «trotskistas» del comunismo estalinista. El juicio a los dirigentes del POUM por su participación en los sucesos de Barcelona se verificó con garantías y no acabó en la muerte de los procesados. A pesar de algún folleto así titulado, no hubo en España procesos de Moscú. Por el contrario, al no poder aclarar la desaparición de Nin, Zugazagoitia destituyó como director general de seguridad al coronel Ortega, vinculado al Partido Comunista.

Desde su ministerio, Zugazagoitia intervino en las luchas internas del PSOE y de la UGT vigilando los movimientos de Largo Caballero e impidiendo su desplazamiento a un mitin en Alicante, lo que dio lugar a una «considerable controversia». Por lo demás, son bien conocidas, y han sido objeto de tardíos reconocimientos, las gestiones realizadas por el nuevo ministro de la Gobernación para el intercambio de prisioneros o la mejora de condiciones de prisión que permitieron salvar la vida a algunas personalidades del bando rebelde, de las que siempre se recuerda a Sánchez Mazas y Fernández Cuesta. En 1977, Serrano Suñer, ministro de Gobernación y de Asuntos Exteriores en los primeros gobiernos de Franco, consideraba a Zugazagoitia una de las personalidades más respetables del socialismo, un buen escritor y hombre de gran inteligencia, una vida noble, uno de los espíritus más finos del partido socialista, opiniones que en nada influyeron para evitar el secuestro ejecutado por agentes a sus órdenes ni la sentencia de muerte dictada cuando era ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Franco.

Nombrado por Negrín a propuesta de Prieto, Zugazagoitia no se vio en la necesidad de optar por uno u otro durante los primeros meses de su nueva tarea. Pero la unidad de la facción «centrista» del PSOE -Negrín, Prieto y Zugazagoitia, en el gobierno; Lamoneda y González Peña en el partido-, no habría de durar ni un año.  Cuando a los momentos de euforia por la conquista de Teruel siguió el temor del derrumbe de las filas republicanas, Prieto fue dejando ante amigos y subordinados elocuentes testimonios de su desánimo, dando ya la guerra por perdida. En las reuniones del consejo de ministros, con o sin la presencia del presidente de la República, van gestándose desde febrero de 1938 dos posiciones que Negrín expresará el 15 de marzo diciendo: aquí hay dos políticas: una de luchar, otra de concesión y compromiso. Prieto lo niega, pero el día siguiente, cuando termina el tenso consejo con Azaña y se quedan los ministros en consejillo después de la manifestación en la que se han podido oír gritos contra los derrotistas, Prieto se muestra partidario de iniciar una gestión hacia el gobierno francés con objeto de buscar una mediación que ponga fin a la guerra. Negrín, Zugazagoitia y los ministros comunistas mantuvieron, sin embargo, su apoyo a la política previamente acordada de continuar la guerra sin aceptar ninguna intervención extranjera encaminada a la rendición.

En aquella reunión y en los días que siguieron, Prieto dejó abundante testimonio de su desacuerdo con el presidente del Consejo y de su convicción de que nada podía hacerse para reconstruir los frentes. Era imposible que alguien con esa actitud continuara al frente del ministerio de Defensa y Negrín encargó a Zugazagoitia la imposible gestión de convencerle para que aceptase otro ministerio en la inevitable remodelación de gobierno. De esas gestiones, la estima que hacia Zugazagoitia pudiera sentir Prieto descendió varios puntos, no ya porque no supiera transmitir con fidelidad sus encargos sino porque cuando la crisis se cerró por fin con la ratificación de Negrín en la presidencia del consejo y la salida de Prieto, Zugazagoitia renunció al ministerio de Gobernación -para el que propuso a su amigo Paulino Gómez- y aceptó el puesto de Secretario General del Ministerio de Defensa que le ofreció su nuevo titular, el propio presidente del Consejo, Juan Negrín.

De esta forma culminaba una trayectoria política que había ido alejando a aquel socialista vasco, uno tras otro, de los tres líderes históricos del socialismo español. Las distancias que Zugazagoitia había tomado respecto a Julián Besteiro en los primeros meses de la República y de Largo Caballero desde la revolución de Octubre de 1934 se ahondaron con las que en adelante sentiría hacia Prieto a raíz de la crisis de marzo y abril de 1938. Su compromiso con la política de Negrín se confirmó después de la reunión del comité nacional del PSOE, celebrada en agosto de ese mismo año, cuando tuvo noticia de la agria requisitoria de Prieto contra su antiguo amigo, a quien en adelante acusará de marioneta de los comunistas y a quien se negará a ver y saludar estando ya ambos en el exilio. A Juan Negrín como presidente del Gobierno y a Ramón Lamoneda como secretario general del PSOE les tocó, en efecto, cargar con el mochuelo de haber entregado el partido socialista a los comunistas, una acusación en la que estuvieron de acuerdo Besteiro, Largo Caballero y Prieto. La falsedad manifiesta de esta acusación no impidió que se hiciera extensible al núcleo de dirigentes socialistas que sostuvieron a Negrín hasta el fin de la guerra y con él emprendieron el camino del exilio.

Como cientos de dirigentes de la República, Zugazagoitia dirigió sus pasos a París, donde la policía había contado, desde el comienzo del éxodo en febrero de 1939, hasta 800 o 900 republicanos ocupando habitaciones de hotel. Muy a su pesar, Zugazagoitia tuvo entonces ocasión de participar en la última escisión del PSOE, la que en el exilio dio lugar a la gestación de hecho de dos partidos socialistas: uno, en torno a Negrín, en Francia, con el Servicio para la Evacuación de los Refugiados Españoles (SERE), y poco después en México con el círculo Jaime Vera; otro en torno a Prieto, en Francia, con la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), y luego en México con el Círculo Pablo Iglesias. Durante el año largo de exilio francés, Zugazagoitia mantuvo siempre su fidelidad a la política y a la persona de Negrín. La suya no fue, por tanto, una posición cómoda ni nunca aspiró a situarse au dessus de la melée. 

 

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Ajeno por completo al proceso por responsabilidades políticas incoado contra él en España, había comenzado de inmediato a trabajar en lo suyo: dirigir una revista, Norte, y escribir de las experiencias recién pasadas. Lo primero fue posible porque los dirigentes socialistas cercanos a Negrín, que formaban parte de la comisión ejecutiva, elegida en 1936 y nunca sustituida, además de constituir el SERE, decidieron sacar a la calle desde julio de 1939 una revista que sirviera de enlace entre los exiliados y defendiera la política del último gobierno de la República. A su frente, como era de esperar, Julián Zugazagoitia, que con su firma o con algún seudónimo colaboró profusamente en sus páginas, donde escribían también, entre otros, Ramón Lamoneda, Manuel Cordero, Gabriel Morón y Matilde de la Torre.

Desde los editoriales y artículos de Norte, Zugazagoitia anunció su intención de «no escribir con cólera» y de «buscar ahincadamente la esperanza que puede levantar el corazón colectivo de los españoles que nos hemos quedado sin patria». En agosto de 1939, tenía ya concebido un esquema de la guerra civil, «acerca de cuyo proceso y resultado andan formulando juicios arbitrarios los desocupados de París». Al director de Norte le interesaba, sobre todo, discernir los errores de los suyos más que consolarse con la maldad de los ajenos. Y en ese discernimiento, al Partido Socialista le correspondía un lugar principal, porque decisiva fue su fuerza y porque múltiples fueron sus cesiones, sus allanamientos. Ante todo,  Zugazagoitia resalta el resquebrajamiento de aquella «minoría de cemento» que había sido la socialista durante las Constituyentes. Indisciplina sin sanción: ahí comenzó la marcha hacia la escisión. Sin que nadie lo aprobara, ni congreso, ni comité nacional, ni ejecutiva, se puso en marcha la bolchevización; Besteiro y sus amigos fueron «radiados»; los centristas, los amigos de Prieto y Negrín, suscribieron un escrito del que se mofaron los partidarios de Caballero y que Araquistain bautizó como el manifiesto del coro de los doctores. Son las luchas internas del PSOE que impiden a Prieto hacerse cargo del gobierno y que luego, con la guerra ya iniciada, impedirán reunir bajo su mando la dirección militar de la guerra. El Partido se allana a lo que decide el de siempre, Caballero; luego, último allanamiento, a la entrada de los anarquistas en el gobierno. Al fin, Negrín, con permiso del Partido, forma gobierno: los incontrolados son controlados, los carabineros no dejan pasar matute revolucionario, mejora el orden público. Pero la ofensiva del este es un desastre republicano. Negrín salva la situación. Se pasa el Ebro, pero Alemania e Italia acumulan material y caen sobre los ejércitos de la República.

¿Qué queda? Quedan los que quieren someter a crítica inflexible los hechos.  Este será el trabajo que emprenda Zugazagoitia: someter a crítica inflexible los hechos, por orden cronológico, para enjuiciar las vísperas de la guerra y la posguerra, hacer luz en los caminos y no desdibujar los recorridos con sombras de rencor personal: quedan los que saben perdonar el error y la pasión nobles; quedan los que tienen fe. Tal es el «esquema de la guerra española» que propone Zugazagoitia; y a él sujeta su escritura: Madrid. Carranza, 20, la serie de estampas de la guerra que publicará en París, con el título de la dirección en la que había ejercido su trabajo de director de El Socialista, y el folletón que comienza a publicar en el diario socialista de Buenos Aires, La Vanguardia y que meses después será editado simultáneamente en las capitales de Argentina y Francia con muy desigual fortuna: la primera edición pudo ver libremente la luz, la francesa cayó en manos de la Gestapo, como su mismo autor.

En la confección de estos dos libros, últimos que escribió en su vida, se resumen todas las habilidades y experiencias que Zugazagoitia había adquirido desde su juventud socialista. Aquí está presente, desde luego, el periodista que ha tomado nota de todos los hechos, ha apuntado sus impresiones, ha captado el detalle, la atmósfera de una situación, de una reunión, de un conflicto. Los diálogos que transcribe no son, a la manera actual, verosímiles, atribuidos a unos u otros en función del carácter del personaje o de las intenciones del autor; no son verosímiles, sino veraces; conversaciones a las que asistió o de las que le llegaron noticias fidedignas, resúmenes tomados, como se hacía entonces, para después elaborar actas o tener constancia de lo que se dijo. Por ellos sabemos cómo se solventaron o se agudizaron las tensiones vividas en los diferentes gobiernos de la República en guerra, cómo se fraguaron las rupturas y desencuentros que jalonaron el camino hacia la derrota.

Está presente, además, el novelista social, experto en crear escenas, en desarrollar situaciones. Había escrito Azorín en su comentario a El botín que cuando se hiciera la historia del movimiento obrero de aquellos años, habría que tener en cuenta ese libro de Zugazagoitia. Es cierto: sus novelas sociales son documentos de la época en los que se escenifican como ficción hechos realmente sucedidos. Con más razón podría decirse entonces que cuando se haga la historia de la guerra civil habrá que tener en cuenta esta Guerra y vicisitudes de los españoles. Ese fue, por lo demás, el propósito confesado por su autor: no el de hacer la historia de la guerra -de ahí que no le gustara nada el título que le habían dado en Argentina: Historia de la guerra en España- sino el de proporcionar materiales para que en el futuro se pudiera escribir esa historia. Lo hizo de la manera que sabía, con la experiencia que le daba haber escrito un puñado de novelas sociales.

Está presente, en tercer lugar, el político que ha participado en una experiencia singular: la del socialismo español de los años treinta. Situado en el centro de las luchas internas del PSOE desde su nombramiento como director de El Socialista en sustitución de Cayetano Redondo, Zugazagoitia pudo ser testigo y protagonista de excepción de las diferentes rupturas y escisiones que jalonaron la historia del PSOE y de la UGT a partir de la proclamación de la República. Aunque en segundo plano y sin pertenecer nunca a la comisión ejecutiva ni al comité nacional, fue parte en la ruptura del tándem Caballero/Prieto con Besteiro, cuando éste pretendió dar por liquidada la coalición republicano-socialista en los primeros meses de 1931; tomó partido por Prieto en su lucha contra Caballero en 1935-36, cuando éste se opuso a la reanudación de alianzas con los republicanos y abrió al partido socialista hacia la fusión con los comunistas; y apoyó a Negrín en su enfrentamiento con Prieto en 1938, cuando éste dio por perdida la guerra y aquel decidió continuarla.

De todas estas experiencias, Zugazagoitia sacó una conclusión que reforzó el cuarto modo de su presencia en estas páginas: el propio del moralista. Zugazagoitia no se contenta con narrar hechos por él observados, ni con introducir en su relato algunas notas propias del novelista social, ni con dejar constancia de su compromiso político. Zugazagoitia escribe para algo, con un propósito. Lo dejó dicho él mismo en su carta a Jiménez de Asúa y en el prólogo a la primera edición de su libro. Escribe, en 1940, no para ajustar cuentas, ni para autoexculparse, ni para combatir al enemigo, ni para defender la causa de la República. Escribe para «las nuevas generaciones españolas». Y con ese fin, su libro debía «apartarse de todo propósito polémico y declinar toda intención apologética»: lo consiguió plenamente gracias a esa carga moral que siempre puso en la acción política.

 

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«Engolosinado con su oficio de periodista», Zugazagoitia no percibió el peligro en que incurría permaneciendo en París. Un cartel, que representaba a un soldado alemán con un niño en brazos y una leyenda que decía: «Poblaciones abandonadas, tened confianza en el soldado alemán», le tranquilizó: él nada debía temer del soldado alemán. Quizá a última hora, poco antes de que el soldado alemán le sacara de la cama, sintió alguna inquietud y fue en busca de sus compañeros de partido, pero su «mala suerte» quiso que ese día no encontrara a ninguno, como dejó escrito en una nota que no llegó a su destinatario, Ramón Lamoneda, en la que añadía: «Debo suponer que estáis y que vuestro trabajo sigue. No sé nada ni por vosotros, ni por don Juan, ni por el SERE. Vivo, pues, en la felicidad del ignorante. Estoy persuadido de que esta ola de pánico que se ha desencadenado en París no os afectará […] No olvidéis que son muchos los afiliados que os agradecerán vuestro consejo y mejor vuestra ayuda». Zugazagoitia, que durante los últimos meses había vivido apartado de actividades políticas y dedicado a la escritura, no supo nada de la marcha de sus amigos hacia Burdeos: él, su mujer y sus hijos se quedaron en París.

Hasta que, el 27 de julio, la Gestapo irrumpió en su casa. Unos días antes, el 10 de julio, la policía alemana, auxiliada por un agente español, había prendido en su casa de Pyla-sur-Mer, cerca de Arcachon, al cuñado de Manuel Azaña, Cipriano Rivas Cherif, a la hermana soltera de éste y a los niños, la doncella, el cocinero y el chófer. Con ellos habían caído también sus vecinos y amigos Carlos Montilla y Miguel Salvador, de Izquierda Republicana, y en alguna fecha intermedia fueron detenidos, en Burdeos, Teodomiro Menéndez y Francisco Cruz Salido, correligionarios ambos de Zugazagoitia y compañero el segundo, durante muchos años, en la redacción de El Socialista. El grupo de detenidos se completó con el ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, capturado en la Bretaña cuando visitaba a su hijo enfermo, y entregado, quizá, por la policía francesa a la alemana, como había sido también el caso del socialista italiano Pietro Nenni.

Según el ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno de Pétain, Paul Badouin, la entrega de Companys, de Zugazagoitia y los detenidos en Arcachon y Burdeos no era imputable de ninguna manera a la policía francesa que, por la convención de armisticio, no ejercía su control normal sobre la zona. Una opinión compartida por el propio general Franco cuando, años después, desmentía a su primo y confidente que agentes franceses hubieran tenido algo que ver en la detención de los dos primeros: esos individuos, le dijo, fueron entregados espontáneamente por la policía alemana. A instancias, claro está, de las autoridades españolas, que dispusieron inmediatamente su traslado a España y su ingreso en los calabozos de la Dirección General de Seguridad.

 

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Después de tomar declaración a todos los procesados, el general Arroyo dio por terminada la instrucción de la causa el 16 de octubre, calificando los hechos relatados como constitutivos de delito de rebelión, previsto en el artículo 237 y siguientes del Código de Justicia Militar. Era lo que Ramón Serrano Suñer, recién nombrado ministro de Asuntos Exteriores, denominará años después «justicia al revés»: en realidad, de lo que se les acusaba era de haberse mantenido leales a la República y haber desempeñado cargos o funciones, de gobierno o diplomáticas tanto daba, que demostraban esa lealtad. No iba más allá el fiscal en sus conclusiones provisionales: de lo que culpaba a Julián Zugazagoitia era de haber sido director de un diario que, durante la República, «se distinguió por su campaña antiespañola y contrario a los principios que inspiraban al Movimiento» y que, desde julio de 1936, volvió a distinguirse por su «continua excitación y apología de crímenes espantosos y numerosísimos». Estos hechos constituían, según el fiscal, un delito de «adhesión a la rebelión» con circunstancias agravantes de «gran perversidad», por lo que procedía imponer «el grado superior de la pena aplicable, o sea de muerte y accesorias».

Cuando el Consejo de Guerra de Oficiales Generales comenzó sus actuaciones el día 21 de octubre a las seis de la tarde, el fiscal auditor de División, Francisco Bohórquez Bahamonde, se limitó a una breve y concisa relación de hechos que, sin embargo, no debía extrañar al tribunal por dos razones: primera, porque la personalidad tan destacada que en el marxismo español tenían los procesados, hacía que con sólo pronunciar su nombre se produjera, en la mente de todos los señores del Consejo, el historial completo de cada uno; la segunda, porque al tratarse en aquel sumario de «exigir la responsabilidad a los inductores de la revolución marxista, la conducta concreta en los hechos revolucionarios importaba menos que aquella otra determinante de la inducción». El fiscal jefe reconocía, pues, de buena gana, que no acusaba a los procesados de ningún delito, de ningún crimen, y que no se iba a detener en su conducta concreta, aportando pruebas, llamando a testigos. Lo que él pretendía establecer era la responsabilidad de la voluntad motora en los «delitos colectivos». Y naturalmente, los cargos que los procesados habían desempeñado antes y durante la guerra eran prueba suficiente de su rebeldía. Quien acepta cargos políticos de un gobierno que organiza, tolera, o es impotente para evitar crímenes numerosísimos son «rebeldes máximos», concluyó el fiscal. En consecuencia, pidió para todos ellos, uno por uno, la máxima pena con circunstancias agravantes por la trascendencia de los hechos y el «enorme daño» causado al Estado.

El orden que el Ministerio Fiscal siguió en su referencia a los procesados respondió, según dejó dicho el mismo fiscal, a la estimación de su culpabilidad. De esa manera, el sumario que había comenzado contra Cipriano Rivas, Francisco Cruz Salido, Carlos Montilla, Miguel Salvador, Julián Zugazagoitia y Teodomiro Menéndez, acabó como causa contra Julián Zugazagoitia, Francisco Cruz Salido, Teodomiro Menéndez, Cipriano Rivas, Carlos Montilla y Miguel Salvador. El detalle no es baladí. Menéndez, tercero en grado de culpabilidad según el fiscal, logró que destacadas personas, calificadas por el mismo fiscal, «de ideología derechista», alguna de «carácter militar», testificaran a su favor. Entre ellas, la «declaración aparatosa» de Serrano Suñer debió de ser la decisiva, porque el tribunal, que repitió en su sentencia los argumentos de la Fiscalía y, considerando que la oposición armada al Nuevo Estado Nacional constituye un delito de rebelión militar, condenó a pena de muerte, con las accesorias en caso de indulto de interdicción civil e inhabilitación especial, a todo los procesados, excepto a Menéndez. No que Menéndez no fuera culpable también, como el resto, del delito de adhesión a la rebelión militar, sino que su nula actividad política después de octubre de 1934, y su «auxilio a personas de derechas» movieron a los Oficiales Generales a imponer la pena mínima de reclusión perpetua, sustituida por la de treinta años con las accesorias conocidas.53

(...) Pero si el tercero en grado de responsabilidad, siempre de acuerdo con la calificación del fiscal, terminaba de último y era sentenciado a pena menor que el resto de los procesados, parecía un contrasentido que los tres siguientes, condenados, como los dos primeros, a muerte, no fueran agraciados con un indulto del que finalmente pudieran beneficiarse todos ellos. Así les informaron el 8 de noviembre y así lo creyeron, aunque al atardecer la alegría se desvaneció cuando alguien dijo que habría «saca» aquella noche, según el recuerdo de Cipriano Rivas. En realidad, el juez especial Fernando Arroyo daba por recibida, el mismo 8 de noviembre, la autorización pertinente del Capitán General para la ejecución de Julián Zugazagoitia y Francisco Cruz Salido, que les fue comunicada a ellos el mismo día. Acto seguido, fueron trasladados al despacho del director de la prisión de Porlier, habilitado como capilla.

Cipriano Rivas recordaba, años después, que a la mañana siguiente una voz llamó a Zugazagoitia y Cruz Salido, ordenando que se levantaran. Rivas tuvo ocasión de hablar con ambos. Cruz Salido le hizo pocas recomendaciones: no perdonaba, pero no quería que su mujer viviera con la obsesión de un pedazo de tierra en España, ni que sus hijos volvieran nunca con idea alguna de venganza ni de revancha inútil: quería ser enterrado en la fosa común. Zugazagoitia «estaba terminando, con la misma letra clara, menudísima y regular, un cuento marinero para sus hijos». Había escrito ya a los suyos, y encargó a Cipriano que recordara «a todos sus amigos y correligionarios aquel su firme deseo de que su sangre no sirviera nunca de mínimo pretexto para verter más sangre de españoles. Tenía la esperanza de que su muerte pudiera servir de satisfacción a los que con ella vieran saciada la terrible justicia que creían hacer».

Julián Zugazagoitia fue fusilado en el cementerio del Este, de Madrid, a la seis y veinticinco de la mañana del día 9 de noviembre de 1940, uno entre los catorce ejecutados ese mismo día, uno entre los 953 ejecutados ese mismo año, uno entre los 2.663 ejecutados en ese mismo lugar desde mayo de 1939 hasta febrero de 1944.



53 Acta de celebración del Consejo de Guerra de Oficiales Generales y Sentencia, ambas de 21 de octubre de 1940, Causa cit., ff . 141-145. Lo «aparatoso» de la declaración lo dice Cipriano Rivas.