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INTRODUCCIÓN
En el
verano de 1992 visité Nagorno-Karabaj, en la región transcaucásica, en medio de
una guerra que enfrentaba a Azerbaiyán con Armenia. Entonces comprendí que lo
que había presenciado antes en Yugoslavia no era nada extraordinario; no era un
retroceso al pasado de los Balcanes, sino una situación contemporánea, que
podía encontrarse especialmente ¾o así lo pensé¾ en el mundo poscomunista. La atmósfera de salvaje oeste de
Knin (entonces capital de la autoproclamada República Serbia en Croacia) y
Nagorno-Karabaj, habitadas por jóvenes vestidos con uniformes caseros,
refugiados llenos de desesperación y políticos neófitos y bravucones, era muy
peculiar. Más tarde emprendí un proyecto de investigación sobre el carácter de
este nuevo tipo de guerras y descubrí, a través de colegas que tenían
experiencia de primera mano en África, que lo que había advertido en Europa del
Este tenía muchas características en común con las guerras que se libraban en
África y quizás otros lugares, por ejemplo el sur de Asia. De hecho, la
experiencia de guerras en otras regiones me ayudó a comprender lo que ocurría
en los Balcanes y la antigua Unión Soviética. [1]
Mi
argumento fundamental es que, durante los años ochenta y noventa, se ha
desarrollado un nuevo tipo de violencia organizada ¾especialmente
en África y Europa del Este¾ que
constituye un aspecto de la era actual de globalización. Dicho tipo de
violencia lo califico de «nueva guerra». Utilizo el término «nueva» para
distinguir estas guerras de las percepciones más comunes sobre la guerra
procedentes de una época anterior y que esbozo en el capítulo 2. El término
«guerra» lo utilizo para subrayar el carácter político de este nuevo tipo de
violencia, pese a que, como se verá claramente en las páginas que siguen, las
nuevas guerras implican un desdibujamiento de las distinciones entre guerra
(normalmente definida como la violencia por motivos políticos entre Estados o
grupos políticos organizados), crimen organizado (la violencia por motivos
particulares, en general en beneficio económico ejercida por grupos organizados
privados) y violaciones a gran escala de los derechos humanos (la violencia
contra personas ejercida por Estados o grupos organizados políticamente).
En la
mayor parte de la literatura existente, a las nuevas guerras se las califica de
guerras internas o civiles, o de «conflictos de baja intensidad». Sin embargo,
aunque la mayoría de dichas guerras son locales, incluyen miles de
repercusiones transnacionales, de forma que la distinción entre interno y externo,
agresión (ataques desde el extranjero) y represión (ataques desde el interior
del país) o incluso local y global, es difícil de defender. La expresión
«conflicto de baja intensidad» la acuñaron durante el periodo de la guerra fría
los militares estadounidenses para hablar de la guerrilla o el terrorismo. Si
bien es posible trazar la evolución de las nuevas guerras a partir de los
llamados conflictos de baja intensidad de aquella época, las actuales tienen
unas características distintivas que quedan ocultas cuando se utiliza un
término que se ha convertido, de hecho, en un comodín. Algunos autores definen
las nuevas guerras como guerras privatizadas o informales;[2]
no obstante, aunque la privatización de la violencia es un elemento importante
en ellas, en la práctica, la distinción entre lo privado y lo público, lo
estatal y lo no estatal, lo informal y lo formal, lo que se hace por motivos
económicos o políticos, no es fácil de establecer. Tal vez sea más apropiada el
término «posmoderno», que utilizan varios autores .[3]
Como «nuevas guerras», ofrece una forma de distinguir esos conflictos de las
guerras que podríamos considerar características de la modernidad clásica. Sin
embargo, el término también se emplea para referirse a las guerras virtuales y
las guerras en el ciberespacio;[4]
además, las nuevas guerras incluyen también elementos de premodernidad o
modernidad. Por último, Martin Shaw usa el término «guerra degenerada». Para él
existe una continuidad con las guerras totales del siglo XX y sus aspectos
genocidas; el calificativo llama la atención sobre la descomposición de las
estructuras nacionales, especialmente las fuerzas militares .[5]
Entre los
autores norteamericanos especializados en estrategia, hay un debate sobre lo
que se denomina «revolución en los asuntos militares».[6]
El hecho es que la llegada de la tecnología de la información es tan importante
como lo fue la del tanque y el avión, o incluso tanto como el paso de la
tracción por caballos al motor mecánico, con sus profundas repercusiones para
el futuro del arte bélico. Sin embargo, estos autores conciben la revolución en
los asuntos militares dentro de las estructuras institucionales de guerra y
ejército que hemos heredado. Prevén conflictos con arreglo a un modelo
tradicional en el que las nuevas técnicas se desarrollan más o menos en una
línea que viene del pasado. Además, están diseñadas para mantener el carácter
imaginario de la guerra que distinguió a la era de la guerra fría y se usan de
una manera que permite reducir las bajas propias. La técnica preferida es el
bombardeo aéreo espectacular, que reproduce la apariencia de la guerra clásica
para consumo público y, en realidad, tiene muy poco que ver con lo que está
pasando en tierra. De ahí la famosa observación que hizo Baudrillard de que la
guerra del Golfo no se produjo.[7]
Estas técnicas, elaboradas y complejas, se han empleado no sólo en Irak, sino
también en Bosnia-Herzegovina y Somalia, yo diría que con relativamente escasa
importancia, aunque causaran numerosas bajas civiles.
Comparto
la opinión de que ha habido una revolución en los asuntos militares, pero se
trata de una revolución en las relaciones sociales de la guerra, no en
tecnología, aunque esos cambios en las relaciones sociales estén influidos por
la nueva tecnología y hagan uso de ella. Bajo los despliegues espectaculares se
libran guerras auténticas, que, incluso en el caso de la guerra de Irak de
1991, en la que murieron cientos y miles de kurdos y chiítas, se explican mejor
de acuerdo con mi concepción de las nuevas guerras.
Creo que
las nuevas guerras deben interpretarse en el contexto del proceso conocido como
globalización. Por tal entiendo la intensificación de las interconexiones
políticas, económicas, militares y culturales a escala mundial. Aunque acepto
el argumento de que la globalización tiene sus raíces en la modernidad o
incluso en etapas anteriores, opino que la globalización de los años ochenta y
noventa es un fenómeno cualitativamente nuevo que, al menos en parte, puede
explicarse como una consecuencia de la revolución en las tecnologías de la
información y también de las drásticas mejoras en la comunicación y el
tratamiento de datos. Este proceso de intensificación de las interconexiones es
un fenómeno contradictorio que implica, a la vez, integración y fragmentación,
homogeneización y diversificación, globalización y localización. Se ha dicho
con frecuencia que las nuevas guerras son resultado del final de la guerra
fría; reflejan un vacío de poder que es típico de los periodos de transición en
la historia mundial. Desde luego, es cierto que las consecuencias del final de
la guerra fría ¾la
existencia de excedentes de armas, el descrédito de las ideologías socialistas,
la desintegración de los imperios totalitarios, la retirada del apoyo de las
superpotencias a los regímenes clientelares¾ contribuyeron de manera importante a las nuevas guerras.
Pero el final de la guerra fría podría considerarse asimismo la forma en la que
el bloque del Este sucumbió a la inevitable invasión de la globalización: el
derrumbe de los últimos bastiones de la autarquía territorial, el momento en el
que Europa del este se «abrió» al resto del mundo.
El impacto
de la globalización es visible en muchas de las nuevas guerras. La presencia
internacional en ellas puede incluir a periodistas internacionales, soldados
mercenarios y asesores militares, expatriados voluntarios y un auténtico
«ejército» de organismos internacionales que van de las organizaciones no
gubernamentales (ONG) como Oxfam, Save the Children, Médicos Sin Fronteras, Human
Rights Watch y la Cruz Roja Internacional a instituciones internacionales como
el Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la
Unión Europea (UE), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF),
la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), la
Organización para la Unidad Africana (OUA) y la propia Naciones Unidas (ONU),
pasando por las tropas de pacificación. En realidad, las guerras son el símbolo
de una nueva división mundial y local entre los miembros de una clase
internacional que saben inglés, tienen acceso al fax, al correo electrónico y a
la televisión por satélite, utilizan dólares o marcos alemanes o tarjetas de
crédito, y pueden viajar libremente, y los que están excluidos de los procesos
globales, que viven de lo que pueden vender o intercambiar o lo que reciben en
concepto de ayuda humanitaria, cuyos movimientos están restringidos por los
controles, los visados y los costes de los viajes, y que son víctimas de
asedios, hambrunas forzosas, minas, etcétera.
En la
literatura sobre la globalización, una preocupación fundamental es la de las
repercusiones de la interconexión mundial en el futuro de la soberanía basada
en el territorio; es decir, en el futuro del Estado moderno.[8]
Las nuevas guerras surgen en el contexto de la erosión de la autonomía del
Estado y, en ciertos casos extremos, de la desintegración del Estado. En
concreto, aparecen en el contexto de la erosión del monopolio de la violencia
legítima. Dicho monopolio sufre una erosión por arriba y por abajo. Por arriba
lo erosiona la transnacionalización de las fuerzas militares, que comenzó
durante las dos guerras mundiales y quedó institucionalizada por la política de
bloques de la guerra fría y las incontables relaciones transnacionales entre
fuerzas armadas que se desarrollaron en el periodo de posguerra.[9]
La capacidad de los Estados para usar la fuerza de modo unilateral contra otros
Estados está muy debilitada. Ello se debe, en parte, a razones prácticas: el
creciente poder destructivo de la tecnología militar y la mayor interconexión
entre los Estados, sobre todo en el ámbito militar. Es difícil imaginar, hoy en
día, un Estado o grupo de Estados que se arriesguen a una guerra a gran escala
que podría ser todavía más destructiva que lo que se experimentó durante las
dos guerras mundiales. Además, las alianzas militares, la producción y el
comercio internacional de armas, diversas formas de cooperación e intercambio
militar, los acuerdos de control de armamento, etcétera, han creado una forma
de integración militar mundial. También se debe a la evolución de las normas
internacionales. El principio de que la agresión unilateral es ilegítima se
estableció por primera vez en el pacto Kellogg-Briand de 1928, y se reforzó
después de la segunda guerra mundial con la Carta de Naciones Unidas y los
razonamientos utilizados en los juicios de crímenes de guerra de Nuremberg y
Tokio.
Al mismo
tiempo, por abajo, el monopolio de la violencia organizada sufre la erosión de
la privatización. En realidad, podría decirse que las nuevas guerras forman
parte de un proceso que es, más o menos, el inverso a los procesos por los que
evolucionaron los Estados modernos. Como explico en el capítulo 2, el ascenso
del Estado moderno estuvo íntimamente unido a la guerra. Para llevar a cabo las
guerras, los gobernantes necesitaban aumentar la fiscalidad y los préstamos,
eliminar el «desperdicio» resultante del crimen, la corrupción y la ineficacia,
regularizar las fuerzas armadas y la policía, eliminar los ejércitos privados y
movilizar el apoyo popular para recaudar dinero y reclutar hombres. A medida
que la guerra se convirtió en competencia exclusiva del Estado, surgió, en
paralelo al carácter cada vez más destructivo de la guerra contra otros
Estados, un proceso de seguridad creciente en el interior; por eso el término
«civil» acabó significando interno. Las nuevas guerras surgen en situaciones en
las que los ingresos del Estado disminuyen por el declive de la economía y la
expansión del delito, la corrupción y la ineficacia, la violencia está cada vez
más privatizada, como consecuencia del creciente crimen organizado y la
aparición de grupos paramilitares, mientras la legitimidad política va
desapareciendo. Por tanto, las distinciones entre la barbarie externa y el
civismo interno, entre el combatiente como legítimo portador de armas y el no
combatiente, entre el soldado o policía y el criminal, son distinciones que
están desvaneciéndose. La barbaridad de la guerra entre Estados puede acabar
siendo una cosa del pasado. En su lugar surge un nuevo tipo de violencia
organizada que está más extendida pero que es, tal vez, menos extrema.
En el
capítulo 3 utilizo el ejemplo de la guerra en Bosnia-Herzegovina para ilustrar
los principales rasgos de las nuevas guerras, y lo hago, sobre todo, porque es
la guerra que mejor conozco. La guerra de Bosnia-Herzegovina comparte muchas de
las características de las guerras en otros lugares, pero es excepcional en un
aspecto: acabó siendo el foco de la atención mundial. En ella se concentraron
más recursos ¾gubernamentales
y no gubernamentales¾ que en
ninguna otra nueva guerra. Por un lado, esto significa que, como ejemplo, tiene
ciertos rasgos atípicos. Pero, por otro, también significa que se ha convertido
en un paradigma del que pueden extraerse diversas enseñanzas, un ejemplo que se
utiliza para argumentar desde distintos puntos de vista y, al mismo tiempo, un
laboratorio en el que se experimentan distintas formas de dirigir las nuevas
guerras.
Se puede
establecer un contraste entre las nuevas guerras y las de otros tiempos en lo
que respecta a sus objetivos, sus métodos de lucha y sus modos de financiación.
Los objetivos de las nuevas guerras están relacionados con la política de
identidades, a diferencia de los objetivos geopolíticos o ideológicos de las
guerras anteriores. En el capítulo 4 sostengo que, en el contexto de la
globalización, las divisiones ideológicas o territoriales del pasado se han ido
sustituyendo, cada vez más, por una nueva división política entre lo que yo llamo
cosmopolitismo, basado en valores incluyentes, universalistas y
multiculturales, y la política de las identidades particularistas.[10]
Esta brecha se puede explicar por la separación creciente entre quienes forman
parte de los procesos mundiales y los que están excluidos, pero no es la misma
división. Entre quienes pertenecen a la clase mundial se encuentran miembros de
redes transnacionales basadas en una identidad exclusivista, mientras que, a
escala local, existen muchas personas valerosas que rechazan la política de la
particularidad.
Al decir
política de identidades, me refiero a la reivindicación del poder basada en una
identidad concreta, sea nacional, de clan, religiosa o lingüística. En cierto
sentido, todas las guerras implican un choque de identidades: británicos contra
franceses, comunistas contra demócratas. Pero lo que quiero decir es que,
antes, esas identidades estaban vinculadas o a cierta noción de interés del
Estado, o a algún proyecto de futuro, a ideas sobre la forma de organizar la sociedad.
Por ejemplo, los nacionalismos europeos del siglo XIX o los nacionalismos
poscoloniales se presentaban como proyectos emancipadores para construir una
nación. La nueva política de identidades consiste en reivindicar el poder
basándose en etiquetas; si existen ideas sobre el cambio político o social,
suelen estar relacionadas con una representación nostálgica e idealizada del
pasado. Se suele afirmar que la nueva oleada de política de identidades no es
más que un retroceso al pasado, la reaparición de antiguos odios que estaban
bajo control durante el colonialismo y la guerra fría. Si bien es cierto que
las narrativas de la política de identidades dependen de la memoria y la
tradición, también es verdad que se «reinventan» aprovechando el fracaso o la
corrosión de otras fuentes de legitimidad política: el desprestigio del
socialismo o la retórica nacionalista de la primera generación de dirigentes
poscoloniales. Tales proyectos políticos retrógrados surgen en el vacío creado
por la ausencia de proyectos de futuro. A diferencia de la política de las
ideas, que está abierta a todos y, por tanto, tiende a ser integradora, este
tipo de política de identidades es intrínsecamente excluyente y, por tanto,
tiende a la fragmentación.
Hay dos
aspectos de la nueva oleada de política de identidades que están
específicamente relacionados con el proceso de globalización. En primer lugar,
la nueva oleada de política de identidades es, a la vez, local y mundial,
nacional y transnacional. En muchos casos, hay importantes comunidades
expatriadas cuya influencia se ve muy incrementada por la facilidad para viajar
y las mejoras en las comunicaciones. Los grupos dispersos en países
industrializados o ricos en petróleo suministran ideas, dinero y técnicas, con
lo que imponen sus propias frustraciones y fantasías en situaciones que, con
frecuencia, son muy distintas. En segundo lugar, esta política utiliza la nueva
tecnología. La velocidad de movilización política es mucho mayor debido al uso
de los medios electrónicos. No es exagerado hablar de las inmensas
repercusiones de la televisión, la radio o los vídeos en un público que, muchas
veces, está compuesto por no lectores. Los protagonistas de la nueva política
exhiben, a menudo, los símbolos de una cultura mundial de masas ¾coches
Mercedes, relojes Rolex, gafas de sol Ray-ban¾ junto a las etiquetas que representan su identidad cultural
concreta.
La segunda
característica de las nuevas guerras es que ha cambiado el modo de combatir,[11]
la forma de librar esas guerras. Las nuevas estrategias bélicas aprovechan la
experiencia tanto de la guerrilla como de la lucha contrarrevolucionaria, pero,
sin embargo, son muy peculiares. En la guerra convencional o regular, el
objetivo es la captura del territorio por medios militares; las batallas son
los enfrentamientos decisivos. La guerra de guerrillas se desarrolló como forma
de sortear las grandes concentraciones de fuerza militar que caracterizan a la
guerra convencional. En ella, el territorio se captura mediante el control
político de la población, más que a base de avances militares, y se intentan
evitar los combates todo lo posible. También la nueva guerra también intenta
evitar el combate y hacerse con el territorio a través del control político de
la población, pero mientras que la guerra de guerrillas ¾al menos
en la teoría elaborada por Zedong o Che Guevara¾ pretendía «ganarse a la gente», la nueva guerra toma
prestadas de la contrarrevolución unas técnicas de desestabilización dirigidas
a sembrar «el miedo y el odio». El objetivo es controlar a la población
deshaciéndose de cualquiera que tenga una identidad distinta (e incluso una
opinión distinta). Por eso, el objetivo estratégico de estas guerras es
expulsar a la población mediante diversos métodos, como las matanzas masivas,
los reasentamientos forzosos y una serie de técnicas políticas, psicológicas y
económicas de intimidación. Ésa es la razón de que en todas estas guerras haya
habido un aumento espectacular del número de refugiados y personas desplazadas,
y de que la mayor parte de la violencia esté dirigida contra civiles. A
principios del siglo XX, la proporción entre bajas militares y civiles en las
guerras era de 8:1. Hoy en día, esa proporción se ha invertido casi al
milímetro; en las guerras de los años noventa, la proporción entre las bajas
militares y civiles es de 1:8. Diversos comportamientos que estaban prohibidos
en virtud de las reglas clásicas de la guerra y penalizados en las leyes sobre
la materia elaboradas a finales del siglo XIX y principios del XX, como las atrocidades
contra la población no combatiente, los asedios, la destrucción de monumentos
históricos, etcétera, constituyen en la actualidad un elemento fundamental de
las estrategias de las nuevas modalidades bélicas.
En
contraste con las unidades jerárquicas verticales que caracterizaban a las
«viejas guerras», las unidades que libran las guerras actuales comprenden una
enorme variedad de grupos: paramilitares, caudillos locales, bandas criminales,
fuerzas de policía, grupos mercenarios y ejércitos regulares, incluidas
unidades escindidas de dichos ejércitos. Desde el punto de vista organizativo,
están muy descentralizadas y actúan con una mezcla de confrontación y
cooperación, incluso cuando están en bandos opuestos. Utilizan la tecnología
avanzada, aunque no sea lo que solemos llamar «alta tecnología» (bombarderos
fantasma o misiles de crucero, por ejemplo). En los últimos cincuenta años, ha
habido progresos importantes en el armamento ligero, como las minas
indetectables, o unas armas pequeñas que son tan ligeras, precisas y fáciles de
usar que hasta un niño puede emplearlas. También utilizan los modernos medios
de comunicación ¾teléfonos
móviles, conexiones informáticas¾ para coordinarse, mediar y negociar entre las distintas
unidades de combate.
El tercer
aspecto en el que las nuevas guerras pueden distinguirse de las anteriores es
lo que denominó la nueva economía de guerra «globalizada», de la que me ocupo
en el capítulo 5, junto a la modalidad de guerra. La nueva economía de guerra
globalizada es casi exactamente lo contrario de las economías bélicas de las
dos guerras mundiales. Aquellas eran centralizadas, totalizadoras y
autárquicas. Las nuevas economías de guerra están descentralizadas. La
participación en la guerra es baja y el paro es enormemente elevado. Además,
dependen en grado sumo de los recursos externos. En estas guerras, la
producción interior disminuye de forma drástica debido a la competencia
mundial, la destrucción física o las interrupciones del comercio normal, como
ocurre con los ingresos fiscales. En tales circunstancias, las unidades de
combate se financian mediante el saqueo y el mercado negro, o gracias a la
ayuda exterior. Ésta puede presentar diversas modalidades: envíos de los
expatriados, «fiscalización» de la ayuda humanitaria, apoyo de los gobiernos
vecinos o comercio ilegal de armas, drogas o mercancías de valor, como el
petróleo o los diamantes. Todas estas fuentes sólo pueden mantenerse a través
de la violencia permanente, de modo que la lógica de la guerra se incorpora a la
marcha de la economía. Estas relaciones sociales tan retrógradas, todavía más
enraizadas debido a la guerra, tienen tendencia a difundirse a través de las
fronteras, mediante los refugiados, el crimen organizado o las minorías
étnicas. Es posible identificar zonas de economía de guerra o próximas a ellas
en lugares como los Balcanes, el Cáucaso, Asia central, el Cuerno de África,
África central o África occidental.
Como las
diversas partes en conflicto comparten el mismo objetivo de sembrar «miedo y
odio», actúan de tal manera que se refuerzan unas a otras y se ayudan entre sí
a crear un clima de inseguridad y sospecha; de hecho, es posible encontrar
ejemplos, tanto en Europa del Este como en África, de cooperación entre bandos
con fines económicos y militares. A menudo, los primeros civiles que se
convierten en blanco de los ataques son los que defienden una política
diferente, los que intentan mantener unas relaciones sociales incluyentes y
cierto sentido de moral pública. Es decir, aunque las nuevas guerras parecen
deberse a diferencias entre distintos grupos lingüísticos, religiosos o
tribales, también pueden considerarse como conflictos en los que representantes
de una política de identidades particularista cooperan para suprimir los
valores del civismo y el multiculturalismo. En otras palabras, se pueden
considerar guerras entre el exclusivismo y el cosmopolitismo.
Este
análisis de las nuevas guerras tiene connotaciones relacionadas con la gestión
de los conflictos, que estudio en el capítulo 6. No hay ninguna solución
posible a largo plazo en la política de identidades. Y, dado que se trata de
conflictos con amplias ramificaciones sociales y económicas, los métodos
impuestos desde arriba tienen todas las probabilidades de fracasar. A
principios de los años noventa había gran optimismo respecto de las
perspectivas de la intervención humanitaria a la hora de proteger a la
población civil. Sin embargo, creo que, en la práctica, dicha intervención se
ha visto coartada por una especie de miopía sobre el carácter de la nueva
guerra. La persistencia de mandatos heredados y la tendencia a interpretar
estas guerras en términos tradicionales eran la principal razón por la que la
intervención humanitaria no sólo ha sido incapaz de impedir las guerras sino
que, tal vez, ha ayudado activamente a mantenerlas de diversas formas. Por
ejemplo, mediante el suministro de ayuda humanitaria, que es una importante
fuente de ingresos para las partes en conflicto, o con la legitimación de
criminales de guerra al invitarles a la mesa de negociaciones, o mediante el
esfuerzo para lograr acuerdos políticos basados en teorías exclusivistas.
La clave
de cualquier solución a largo plazo es restaurar la legitimidad, devolver el
control sobre la violencia organizada a las autoridades públicas, sean locales,
nacionales o internacionales. Es, al tiempo, un proceso político ¾la
restauración de la confianza en las autoridades y el apoyo a ellas¾ y un
proceso legal: el restablecimiento de un imperio de la ley que permita actuar a
dichas autoridades. Es imposible llevarlo a cabo a partir de una política
particularista. A la política del exclusivismo es preciso oponer un proyecto
político alternativo, cosmopolita y de futuro, que sea capaz de superar la
división entre global y local y reconstruir la legitimidad asociada a un
sistema de valores incluyente y democrático. En todas las nuevas guerras surgen
personas y lugares que luchan contra la política de la exclusión: los hutus y
tutsis, que se llamaban a sí mismos hutsis e intentaban defender sus pueblos
contra el genocidio, los no nacionalistas en las ciudades de
Bosnia-Herzegovina, sobre todo Sarajevo y Tuzla, que mantuvieron vivos los
valores cívicos multiculturales, o los ancianos del noroeste de Somalia, que
negociaron la paz. Lo que se necesita es una alianza entre los defensores
locales del civismo y las instituciones transnacionales que ponga en marcha una
estrategia dirigida a controlar la violencia. Dicha estrategia comprendería
factores políticos, militares y económicos. Funcionaría en un marco legal
internacional, basado en el conjunto de leyes internacionales que abarcan tanto
las leyes de la guerra como los derechos humanos, algo que quizá podría
denominarse derecho cosmopolita. En este contexto, la labor de pacificación
podría adquirir una nueva acepción conceptual, la de hacer respetar la ley
cosmopolita. Dado que las nuevas guerras son, en cierto sentido, una mezcla de
guerra, crimen y violaciones de los derechos humanos, los agentes de esa ley
cosmopolita tendrían que ser una mezcla de soldados y policías. También creo
que los métodos dominantes actuales de ajuste estructural o humanitarismo
deberían ser sustituidos por una nueva estrategia de reconstrucción que
incluyera restablecer las relaciones sociales, cívicas e institucionales.
En el
último capítulo del libro hablo sobre las implicaciones de la defensa de un
orden mundial. Aunque las nuevas guerras están concentradas en África, Europa
del Este y Asia, son un fenómeno global, y no sólo por la presencia de redes de
comunicación mundiales o porque se hable de ellas en todo el mundo. Las
características de las nuevas guerras que he descrito también se dan en
Norteamérica y Europa occidental. Las milicias de extrema derecha en Estados
Unidos no son tan distintas de los grupos paramilitares en Europa del Este o
África. En Estados Unidos, según los datos difundidos, el número de guardias de
seguridad privados duplica el de los agentes de policía. Y tampoco la
importancia de la política de identidades y la creciente desilusión con respecto
a la política formal son fenómenos exclusivos del sur y el este. En cierto
sentido, se puede calificar la violencia en los barrios marginales de las
ciudades de Europa occidental y Norteamérica de una nueva guerra. A veces se
dice que el mundo industrial desarrollado se está integrando y las regiones más
pobres del mundo se están fragmentando. Yo diría que todas las zonas del mundo
se caracterizan por una mezcla de integración y fragmentación, si bien las
tendencias a la integración son mayores en el norte y las tendencias a la
fragmentación son tal vez mayores en el sur y el este.
Ya no es
posible aislar unas partes del mundo de otras. Ni la idea de que podemos
recrear una suerte de orden mundial bipolar o multipolar basándonos en la
identidad ¾por ejemplo,
cristianismo contra Islam¾, ni la
idea de que la «anarquía» de lugares como África y Europa del Este se puede
contener, son posibles si mi análisis del carácter cambiante de la violencia
organizada tiene algo de realidad. Por eso el proyecto cosmopolita tiene que
ser un proyecto global, aunque su aplicación sea ¾como debe ser¾ local o regional.
Este libro
se basa, sobre todo, en la experiencia directa de las nuevas guerras,
especialmente en los Balcanes y la región transcaucásica. Como presidenta de la
Asamblea de Ciudadanos de Helsinki (ACH), he viajado con frecuencia por esas
regiones y he aprendido gran parte de lo que sé de los intelectuales críticos y
los activistas de las secciones locales de la Asamblea. En Bosnia-Herzegovina,
en concreto, a la ACH se le otorgó la condición de organismo ejecutor de ACNUR,
y ello me permitió recorrer el país durante la guerra para ayudar a los
activistas locales. Asimismo tuve la suerte de poder acceder a las diversas
instituciones encargadas de aplicar las políticas de la comunidad
internacional; como presidenta de la ACH, una de mis tareas consistía en
presentar, junto con otros, las ideas y propuestas de las secciones locales a
gobiernos e instituciones internacionales como la UE, la OTAN, la OSCE y la
ONU. Como universitaria, pude completar y situar en su contexto esos
conocimientos adquiridos, mediante lecturas, conversaciones con colegas que
trabajaban en campos relacionados y proyectos de investigación realizados para
la Universidad de Naciones Unidas (UNU) y la Comisión Europea.[12]
Sobre todo, me fueron de gran ayuda los boletines, resúmenes de noticias,
solicitudes de ayuda e informes de seguimiento que ahora es posible recibir a
diario a través de Internet.
El objeto
de este libro no es sólo informar, aunque he intentado dar información y
respaldar mis afirmaciones con ejemplos. Su meta es ofrecer una perspectiva
diferente, la perspectiva derivada de las experiencias de personas de mente
crítica que se encontraban sobre el terreno, filtradas por mi propia experiencia
en diversos foros internacionales. Es una contribución a la reconceptualización
de los modelos de violencia y guerra que debe llevarse a cabo si queremos
detener las tragedias enraizadas en muchas zonas del mundo. No soy optimista,
pero mis sugerencias prácticas pueden parecer utópicas. Las ofrezco llena de
esperanza, no de confianza, como única alternativa a un futuro siniestro.
[1] El proyecto de
investigación se realizó para el Instituto Mundial de Investigación sobre la
Economía del Desarrollo, de la Universidad de las Naciones Unidas (UNU/WIDER).
Los resultados están publicados en Mary Kaldor y Basker Vashee (eds), Restructuring
the Global Military Sector: Volume 1: New Wars, Cassell/Pinter,
Londres, 1997.
[2] David Keen, «When war itself is privatized», Times Literary
Supplement (diciembre 1995).
[3] Mark Duffield, «Post-modern conflict: warlords, post-adjustment states
and private protection», Journal of Civil Wars, abril 1998; Michael
Ignatieff, The Warrior's Honor: Ethnic War and the Modern Conscience, Chatto
and Windus, Londres, 1998 (trad. cast.: El honor del guerrero, Taurus, Madrid, 1999).
[4] Chris Hables Gray, Post-Modern War: The New Politics of
Conflicts, Routledge, Londres y Nueva York, 1997.
[5] Martin Shaw, «War and globality: the role and character of war in
the global transition», en Ho-Won Jeong (ed.), Peace and Conflict: A New
Agenda, Ashgate Publishing, Hampshire, 1999.
[6] Véase David Jablonsky, The Owl of Minerva Flies at Níght: Doctrinal
Change and Continuity and the Revolution in Military Affairs, Universidad
del Ejército Norteamericano, Carlisle Barracks, Pensilvania, 1994; Elliott
Cohen, «A revolution in warfare», Foreign Affairs (marzo/abril 1996);
Robert J. Bunker, «Technology in a neo-Clausewitzean setting», en Gert de Nooy
(ed.), The Clausewitzean Dictum and the Future of Western Military
Strategy, Instituto Holandés de Relaciones Internacionales, «Clingendael»,
Kluwer Law International, 1997.
[7] Jean Baudrillard, The
Gulf War, Power Publishers, , Londres, 1995 (trad. cast.: La guerra del
Golfo no ha tenido lugar, Anagrama, Barcelona, 1991).
[8] Véase Malcolm Waters, Globalization, Londres, Routledge,1995;
David Held, Democracy and the Global Order: From the Modern State to
Cosmopolitan Governance, Polity Press, Cambridge, 1995 (trad. cast.: La
democracia y el orden global: del estado moderno al gobierno cosmopolita,
Paidós, Barcelona, 1997).
[9] Véase Mary Kaldor, Ulrich Albrecht y Asbjörn Eide, The
International Mílitary Order, Londres, Macmillan, Londres, 1978.
[10] Anthony Giddens plantea un
argumento semejante a propósito de la nueva división política entre
cosmopolitismo y fundamentalismo. Véase Anthony
Giddens, Beyond Left and Right: The Future of Radical Politics, Stanford
University Press, Stanford (California), 1994 (trad. cast.: Más allá de la
izquierda y la derecha, Cátedra, Madrid, 1996).
[11] Sobre el concepto de la
modalidad de guerra, véase Mary Kaldor, «Warfare and Capitalism», en E.P.
Thompson et al., Exterminism and Cold War, Verso, Londres, 1981.
[12] Además del proyecto de
investigación realizado para UNU/WIDER, mis colegas del Instituto Europeo de
Sussex y yo emprendimos en 1995 un proyecto de investigación sobre la
reconstrucción en los Balcanes para la Comisión Europea. Véase Vesna Bojicic, Mary Kaldor e Ivan Vejvoda, "Post-war
reconstruction in the Balkans", SEI Working Paper, Instituto
Europeo de Sussex, 1995. Una versión más breve y actualizada apareció en European
Foreign Affairs Review, 2, 3 (otoño de 1997).