Metales pesados

cálculos infinitesimales 

 

LA luz de esas estrellas ya ha ocurrido.

En una lejanía inapropiada

para nuestra penosa sensatez,

ya han muerto las estrellas que miramos.

Millones de millones de años luz,

agujeros del tiempo inconcebibles,

la confabulación de la energía,

más allá de cuanto nos resulta soportable,

en una aterradora fiesta sin nosotros.

Todo el escrupuloso asombro de la ciencia

parece que conduce hasta este asombro

con que contempla el cielo un ignorante.

Según nos dicen, hay que seguir viviendo

cercados de preguntas sin respuestas.

Nuestras lentes exploran las galaxias

y nuestra pequeñez sólo es tangible

en el inmaculado abismo de los números,

en el sagrado horror

de cálculos infinitesimales.

 

¿Hacia dónde conducen estas cavilaciones

de aturdido astrofísico? Estas cavilaciones

no conducen. Estas cavilaciones ya han estado,

ya han sido desde mí en otro yo que ha muerto

en la distancia. Todo lo que refulge es luz marchita.

Ser es un fui que un no soy yo contempla

desconcertado desde un planeta ajeno.

La Historia y el futuro han sido para siempre

y acosan desde lejos, ya ocurridos.

La vida es la nostalgia incorregible

de habitar un rincón del firmamento

que sólo se ha erigido en el pasado

y cuyo planisferio hemos perdido.

 

Así que cuando te amo ya te he amado.

El dolor que te causo y que me causas

es un dolor tan viejo que no duele,

aunque puedas pensar que está doliéndonos,

y ese fuego eucarístico en el que me consumo

es un simple capricho de las cronologías,

un voluntario error de apreciación

con respecto al pasmoso suceder de las cosas.

Nuestra felicidad ya no nos pertenece,

vivimos de prestado en lontananza,

que es el inconcebible tiempo de las constelaciones.

La perpetua ordalía de tu cuerpo

es el altar de una ciudad hundida

en donde los ahogados de mí mismo

aún mantienen un culto que ha perdido a sus fieles.

El temblor de quererte, el estremecimiento

de coincidir contigo en esta nada

quizá es una ilusión de mi memoria astral.

Y el caso es que no importa.

No importa que no podamos ser, porque hemos sido;

no importa que en ti no pueda estar, porque ya estuve,

no importa si lo que ya ha acabado nunca nace.

Me incumbe la conciencia del álgebra celeste

y en lugar de alejarme de ti los números me acercan.

No puedo comprender esas distancias

y aunque las comprendiera no las vivo.

Hay una plenitud crepuscular

en la conspiración del universo

para que no nos encontremos tú y yo.

Ya no concibo una embriaguez más grande

que ese convencimiento con que irradias

la falsa luz de las estrellas muertas.

 

 

temperamento es destino

 

suena con gravedad este aforismo,

y vibra entre las notas sombrías del espíritu

—la zona de la escala musical

contigua a lo inaudible, en la frontera

que hay entre la armonía y lo inarmónico—,

ese tipo de acordes que terminan

por resultar molestos cuando duran

unos compases más de lo prudente.

Suena como si un viejo, en su demencia,

rayara con la punta de una llave

el opaco cristal de nuestras vidas:

En el temperamento está el destino.

 

Escucha ese rumor que se levanta

después de que la frase se interrumpa,

atiende cómo vuelve en el silencio

a palpitar la cuerda del sentido,

la ronca melodía que te aflige.

Recréate en su mudo diapasón.

 

Alude a que los hombres se figuran

gobernarse en la luz, vivir en alto

por la sabiduría acumulada

en la experiencia propia y en la ajena,

ser capaces de estar con el demonio

en un cordial letargo inapetente,

abandonarse al dios de su progreso;

alude a que imaginan tantas cosas

que piensan que es verdad lo que imaginan.

 

Pero no hay nada más descabellado.

El método del hombre es su apetito,

su gusto sin porqué, su sinrazón,

su caprichosa esclavitud del ansia

que se consume ciega en desear

y al disiparse, ciega, se consuma.

Cualquiera que haga examen de conciencia,

cualquiera que visite el sumidero

donde la Historia arroja sus despojos,

conoce de qué hablamos: esa llave

con que un chiflado graba en el cristal

un estridente lema de familia:

En el temperamento está el destino.

 

 

metal pesado

 

igual que sucedía, siendo niños,

con las mágicas gotas de mercurio,

que se multiplicaban imposibles

en una perturbada geometría,

al romperse el termómetro, y daban a la fiebre

una pátina más de irrealidad,

el clima incomprensible de los relojes blandos.

 

Algo de ese fenómeno concierne a nuestra alma.

En un sentido estricto, cada cual

es obra de un sinfín de multiplicaciones,

de errores de la especie, de conquistas

contra la oscuridad. Un individuo

es en su anonimato una obra de arte,

un atávico mapa del tesoro

tatuado en la piel de las genealogías

y que lleva hasta él mismo a sangre y fuego.

 

No hay nada que no hayamos recibido

ni nada que no demos en herencia.

Existe una razón para sentir orgullo

en mitad de esta fiebre que no acaba.

 

Somos custodios de un metal pesado,

lujosas gotas de mercurio amante.

 

 

cojones duros

 

No bastan las veleidades, las furias y los sueños;

se necesita algo más: cojones duros.

C.P.

 

el extraño artilugio de un poema

es una imperturbable realidad

que soporta flemática, sin daño,

cualquier definición.

Es una joya

que resplandece en sus palabras justas,

las ágatas pulidas de una lengua.

Un silogismo para concebir

el hecho inconcebible de estar vivo.

Un camarada fiel que cobijamos

y en la noche del alma nos cobija,

Una semicorchea en el concierto

que interpretan los astros infinitos.

           

            Y es una forma rara de aventura

que nos conduce hasta un país insólito:

esa estepa glacial de la emoción.

 

Para viajar allí, donde el poema,

un escritor requiere algunos víveres:

cierto devoto amor por los difuntos,

cierto olfato verbal, cierto talento,

cierta ebanistería del oficio,

cierto dios sabe qué de inexplicable.

 

            Y en especial tener cojones duros,

para no sentir miedo de perderse,

para el delirio de apostar con fe,

para adentrase solo en tierra extraña,

para el forzoso puerto del fracaso.

 

Una fuerza moral.

Consiste en eso:

una fuerza moral contra el destino.